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Historia Canalla

Campoamor, la feminista despreciada (II)

En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta

Campoamor, la feminista despreciada (II)

Ilustración de Alejandra Svriz.

El gobierno provisional de la República publicó el decreto de convocatoria de Cortes constituyentes el 3 de junio. En el texto se modificaba la ley electoral de 1907, reduciendo la edad electoral del varón de 25 a 23, y concediendo a las mujeres la calidad de elegibles, pero no de votantes. Campoamor ganó el acta de diputada por Madrid, e insistió en formar parte de la Comisión parlamentaria para la elaboración del anteproyecto de Constitución. Su propósito era que resultaba preciso que hubiera una voz femenina en dicha comisión para defender los derechos de las mujeres.

Las diferencias con Victoria Kent surgieron desde el inicio de la discusión del anteproyecto constitucional. Si el art. 23 de éste decía en su segundo párrafo que se reconocía «en principio la igualdad de derechos de los sexos», Campoamor proponía resumirlo en un solo párrafo que dijera que no podrían «ser fundamento de privilegio jurídico el nacimiento, el sexo, la clase social, la riqueza y las creencias religiosas». Kent sostuvo que se dejara como estaba, pero suprimiendo la expresión «en principio». Campoamor entendió desde el principio que la resistencia que encontró entre republicanos y socialistas al voto femenino se debía a que la mujer, decían, no era republicana, y, por tanto, su participación electoral les desbancaría del poder.

El 30 de septiembre de 1931 comenzó la discusión parlamentaria sobre el sufragio femenino. Las diatribas las inició el republicano radical Álvarez-Buylla que dijo que sería «peligrosísimo» para la República, y lo colmó Novoa Santos, al decir que el «histerismo no es una enfermedad; es la propia estructura de la mujer. La mujer es eso: histerismo». Campoamor era consciente de la resistencia que tanto hombres como mujeres iban a desarrollar contra la igualdad. Por eso fundó la Agrupación Unión Republicana Femenina en noviembre de 1931 para dar charlas que concienciaran sobre el ejercicio del sufragio activo y pasivo.

Las intervenciones de Campoamor se seguían con poco respeto. Risas, insultos, gritos, desplantes… todo el abanico del obstruccionismo parlamentario al uso, con el agravante del machismo. Incluso el diario Informaciones del 1 de octubre refería que:

«Viendo cómo escuchan los diputados a la Señorita Campoamor, a la que interrumpen, de la que se mofan y a la que hacen blanco de ironías de mal gusto, se convence uno más de que la mujer debe tener voto. Seguramente no vendrían al Parlamento muchos de los que están ahora en él».

El sufragio femenino defendido por Campoamor ganó en la votación parlamentaria del 1 de octubre de 1931 por 161 a 121 votos. 104 de los vencedores procedían de grupos de la izquierda: 84 del PSOE, 8 de ERC, 6 de ORGA/FRG, 3 de Alianza Republicana, 2 del Partido Republicano Radical Socialista y un voto de Unió Socialista de Catalunya. De la derecha o centro derecha vinieron 40 votos, que fueron los 17 de la Derecha Liberal Republicana, 7 del Partido Agrario, 4 del PNV, 4 de Comunión Tradicionalista, 2 del Partido Republicano Radical, 2 votos de Agrario independiente y otros de pequeños partidos. 

Atención: esto no significa que fueran feministas, o que considerasen la igualdad real entre hombres y mujeres, sino que habían calculado que les podía convenir políticamente. Hubo personajes señalados que se ausentaron de las votaciones, como Prieto, que dijo que el voto de la mujer era una puñalada trapera a la República, Manuel Azaña y Alejandro Lerroux. 

Junto a estos hubo 188 abstenciones y 121 votos en contra, como los de gran parte del Partido Radical Socialista, del que era diputada Victoria Kent, los parlamentarios de la Agrupación al Servicio de la República, entre ellos Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, y otros partidos de izquierdas.

Hubo una corriente importante entre la izquierda que consideró entonces que el voto de la mujer era prematuro, que debía antes enterarse de la política, y hubo, como se sabe, quien consideró que si la izquierda perdió las elecciones de 1933 fue por el voto femenino. Esto hirió profundamente a Clara Campoamor, que escribió: 

«Desde diciembre de 1931 he sentido penosamente en torno mío palpitar el rencor. Razón aparente: que el voto habría herido de muerte a la República; que la mujer, entregada al confesionario, votaría a favor de las derechas jesuíticas y monárquicas».

Acción Republicana, el partido de Azaña, no se dio por vencido. En diciembre de 1931 presentaron un «proyecto de disposición adicional a la Constitución», consistente en que la mujer no pudiera hacer uso del voto en elecciones legislativas en tanto no lo hubiera hecho en dos municipales. Esto hubiera retenido el voto femenino por lo menos cuatro años.

La enmienda fue rechazada en la Comisión, y al debatirse en las Cortes fue Campoamor la que atacó el proyecto de Acción Republicana. Su discurso no fue para sostener el sufragio de la mujer, sino para preservar la Constitución de enmiendas torticeras. El argumento no era feminista, sino humanista, como ella decía, democrático e igualitario. Le soltó a Peñalba, diputado azañista encargado del proyecto, que el artículo 34 de la Constitución no concedía ningún derecho a la mujer, sino que regulaba «los derechos electorales de uno y otro sexo en las mismas condiciones».

Peñalba dijo que la mujer no tenía preparación política para acudir a las urnas, que iba a ser pasto de la influencia de la Iglesia y que, por tanto, sería un peligro para la República. En consecuencia, era preferible esperar a dos elecciones en las que el gobierno pudiera propagar costumbres políticas republicanas entre el sexo femenino. La respuesta de Campoamor fue contundente:

«Decís que la mujer no tiene preparación para la política. Decía el Sr. Peñalba, no sé en virtud de qué cálculos, que un millón sí la tiene y cinco millones no. Y yo os pregunto: y de los hombres, ¿cuántos millones de ellos están preparados? Exactamente lo mismo, Sr. Peñalba, y ahí quería yo que llegásemos. Los hombres tampoco están preparados ni ciudadana ni políticamente en España».

De nuevo Campoamor se quedó sola. Tuvo que contestar a numerosas intervenciones. No contó con apoyo, ni siquiera con el de Margarita Nelken, que había sido recientemente elegida diputada. La enmienda no prosperó por 131 votos contra 127, en una sesión en la que solo votó la izquierda y los republicanos, porque la derecha se había ausentado de las Cortes por la discusión de la cuestión religiosa.

Campoamor no supeditó sus principios a los intereses del partido, y eso le costó que los republicanos la repudiaran y que no obtuviera un escaño en las elecciones de 1933. Lerroux la nombró entonces Directora General de Beneficencia y Asistencia Social. Sin embargo, disgustada por la represión en Asturias de la revolución de 1934, presentó a Lerroux su dimisión, y cansada de la situación española, y de sus compañeros republicanos, consiguió que el gobierno la enviara al cantón de Vaud, en Suiza, a realizar un estudio del sistema de seguro escolar obligatorio, durante un plazo de cuatro a seis meses. En febrero de 1935, Campoamor dirigió una carta a Lerroux anunciando su marcha del partido, que es toda una declaración de frustración liberal y republicana, en la que decía:

«Me adscribí al partido radical a base de su programa republicano, liberal, laico y demócrata; transformador de todo el atraso legal y social español, por cuya realización se lograse la tan ansiada justicia social. Y no he cambiado una línea».

Era el Partido Radical el que había cambiado, decía Campoamor, ya que su alianza con la CEDA había impedido desarrollar su labor. El republicanismo radical fue invadido por «la derecha»; es decir, lo contrario de lo que Lerroux había asegurado. Dejaba el partido, decía, por no doblegar sus principios personales. A pesar de todo, Campoamor declaró:

«Tengo fe en mi país, esperanza en la República, creo en la posibilidad de una política austera, recta, liberal, justiciera e inteligente, que saque a España del atraso profundo en que ha vuelto a caer».

La carta que escribió Campoamor a Lerroux fue divulgada por Acción Republicana, que se dedicó a multicopiarla y repartirla para dañar al gobierno. A pesar de esto, Campoamor aceptó la presidencia de Pro Infancia Obrera, en auxilio de los niños asturianos, hasta octubre de 1935. Entre tanto, en julio, solicitó el ingreso en Izquierda Republicana, que era la unión de Acción Republicana y el Partido Radical Socialista. Casares Quiroga fue quien había firmado la petición, pero se formó un grupo que se opuso en el que, «como es lógico», escribió, «no se hallaban ausentes las pobres mujeres». Durante los tres meses siguientes, el Comité del partido mantuvo abierta una recolección de quejas sobre la aceptación de Campoamor. El ambiente negativo llegó al punto de que Francisco Barnés, presidente de la Junta provincial de Izquierda Republicana, llamó a Clara para decirle que era mejor que retirase su petición porque «dicen que escribiste un artículo contra Azaña».

No acudió ningún personaje relevante del partido a aquella asamblea de Izquierda Republicana que debía decidir el ingreso de Campoamor. La votación se hizo usando una bola negra para el no y una blanca para el . Al parecer, según cuenta nuestra biografiada en su obra Mi pecado mortal, dos mujeres fueron con la bola negra ostensiblemente, mientras un hombre jaleaba a los otros asamblearios gritando: «¡Machos, machos! Que no sabéis ser hombres, ¡sólo sois machos!». El resultado fue de 183 noes a 68 síes. La frustración de Campoamor fue enorme. «Los hombres republicanos», escribió al respecto, «toleran en los partidos a las mujeres, a condición de que de su actuación inocua, débil o fracasada no tengan nada que temer, (…), pero se oponen por todos los medios, limpios o no, a dar paso a las otras».

Campoamor intentó formar parte del Frente Popular a través de la Agrupación Unión Republicana Femenina, pero los frentepopulistas se negaron. Entonces, una parte del grupo propuso la formación de un partido político con el que presentarse a las elecciones y sacar así a Campoamor como diputada, pero ésta se negó. En la primavera de 1936, tras las elecciones de febrero, en las que no participó por hallarse en Londres, se sintió aliviada. No era el voto de la mujer el que le costaba el poder a la izquierda, sino su división. Así lo dijo Campoamor: 

«La intervención de la mujer no es dañina para el mantenimiento de la política izquierdista. La mujer votará siempre como el hombre, por reacciones y estímulos de orden general, sobre todo de orden y política nacional; y como el hombre español, votará en la mayoría de los casos contra los que han gobernado, por el solo hecho de haber gobernado y porque gobernando no los hicieron felices».

Al estallar la Guerra Civil, Campoamor abandonó Madrid por miedo a las checas, según relata en su libro La revolución española vista por una republicana (1937). El gobierno no podía controlar la calle, ni a los sindicatos, y la ejecución de republicanos la decidió a abandonar la capital a principios de septiembre. Así lo escribió entonces:

«La anarquía que reinaba en la capital ante la impotencia del gobierno, y la falta absoluta de seguridad personal, incluso para las personas liberales —sobre todo, quizá, para ellas— me impusieron esta medida de prudencia».

Huyó a Valencia, pero el gobierno no la dejó coger un barco a América, por lo que tuvo que ir a Génova, y de ahí con su familia a Lausana, en Suiza. Encontró refugio en casa de su amiga Antoinette Quinche. Allí se puso a escribir el libro antes citado, como un testimonio más de la desesperación y el sentimiento de fracaso que los republicanos históricos mostraron en aquellos días. Fue entonces cuando se separó del izquierdismo, que había perdido la República más que los golpistas. Campoamor se acogió entonces a un liberalismo republicano, laico y modernizador, similar al primer Partido Radical, pero muy alejado de aquellos con los que quiso compartir lista desde 1935.

Campoamor abandonó Suiza en 1938 rumbo a Argentina, donde estuvo hasta 1955. Trabajó para editoriales traduciendo del francés, y dejó la política. de estos años son sus obras La Marina argentina en el drama español, y Heroísmo criollo, con anécdotas de los exiliados republicanos. Biografió a Concepción Arenal, en 1943, y a Quevedo dos años después. Pero su deseo era volver a España. Los expedientes policiales la tachaban de francmasona y socialista. Intentó arreglar su situación en 1947 con una estancia breve en Madrid. Solicitó ayuda a Gregorio Marañón, que ni contestó, y de nuevo partió a Argentina. Regresó a Madrid en dos ocasiones más, aunque pesaba sobre ella una pena de diez años de prisión. Era imposible.

Se instaló definitivamente en Suiza, donde encontró que a la mujer —que no accedió al voto hasta 1971—, solo le importaba «la casa y la cocina» y «tiene el pensamiento al ralentí». Seguía el acontecer de la España bajo la dictadura de Franco, diciendo, con un enorme pesimismo: «Cierto que no hay otro país como el nuestro para el paso atrás y la vuelta al Medievo». Pero sentía una enorme pena por no volver a España. Escribió que «Si pudiera de vez en cuando darme una vuelta por ahí…».

Perdió la vista en 1971, y un cáncer acabó con su vida en Lausana. Falleció a los 84 años. Solo quiso que sus cenizas reposaran en aquella ciudad costera que la enamoró siendo una jovencita. Y allí fueron, al cementerio de Polloe, en San Sebastián.

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