La villanía del verano: regalo de Stalin a Hitler
El dictador soviético entregó a comunistas alemanes que se habían refugiado en Rusia huyendo de los nazis
«Somos un regalo de Stalin a Hitler». Esta frase, que resume perfectamente uno de los dramas históricos más deprimentes del siglo XX, la dijo Margarete Buber-Neumann, activista política y escritora que sobrevivió al gulag soviético y al campo de concentración nazi, dos de las vergüenzas del siglo XX.
Margarete Buber-Neumann era un arquetipo, una hija de su época, los años 20 y 30 del siglo pasado, cuando Europa, desde España a los Urales, era un hervidero de movimientos revolucionarios, anarquistas, fascistas, nazis, socialistas y comunistas de distintas facciones. Todos ellos querían acabar con el orden existente mediante las armas, alumbrar violentamente un mundo nuevo y exterminar a sus oponentes mediante el terror y el totalitarismo.
Margarete Thürin había nacido en Postdam con el siglo, en el seno de una familia burguesa y monárquica. A los 20 años se casó con Rafael Buber, hijo del filósofo judío Martin Buber y compañero de militancia comunista, pero antes de esta temprana boda Margarete ya se había casado con la revolución: de adolescente militó en las Juventudes Socialistas, y al poco de crearse en 1918 el KPD (Partido Comunista de Alemania) se afilió.
Su matrimonio duró poco, dejó a Rafael Buber porque «al entrar en el partido uno debía renunciar a su vida privada», según escribiría en su autobiografía. Mantuvo entonces una relación estable con uno de los peces gordos del KPD, Heinz Neumann, un hombre de confianza de Stalin, y aunque nunca se casaron ella añadió el apellido Neumann al de su primer marido, formándose así lo que sería su nombre de guerra y literario, Margarete Buber-Neumann.
Tras el ascenso al poder de Hitler tuvieron que huir de Alemania y buscaron refugio en Moscú, pero allí se encontrarían con un peligro aún mayor, la paranoia de Stalin, que daría inicio a la época de las purgas, dirigidas contra los propios comunistas. El papel destacado de Heinz Neumann en el Partido Comunista de Alemania y en la Internacional Comunista, su trato íntimo con Stalin, le hacía precisamente más sospechoso, más vulnerable.
Así, en abril de 1937, pasó de vivir el Hotel Lux de Moscú, donde se alojaba la elite dirigente de la Internacional, a una celda de la NKVD, la policía política de Stalin. En noviembre, tras un proceso secreto en el que fue acusado de «trostkista», Neumann fue sumariamente fusilado. A Margarete nunca le dijeron lo que había pasado con su marido, pero supo que había caído en desgracia porque ella misma fue detenida como «esposa de un enemigo del pueblo».
Fue condenada a cinco años en el campo de trabajo y reeducación de Karaganda, en el Kazajstán, en Asia Central. Era entrar en el Gulag, el universo concentracionario soviético, y estando allí ocurrió algo que conmocionó al mundo comunista: la firma del Pacto Germano-soviético. Hasta la primavera de 1939 comunistas y nazis se habían batido a muerte en la Guerra Civil española, sin embargo a finales del verano una serie de acontecimientos desarrollados en Moscú lo cambiaron todo.
La infamia paso a paso
El 19 de agosto de 1939 se firmó en Berlín el Acuerdo de Crédito Germano-soviético, primer paso en la colaboración oficial entre las dos potencias, que cuatro días después, el 23 de agosto, firmaron el Tratado de No Agresión, comúnmente llamado «Pacto Molotov-Ribbentrop», porque fueron los ministros de Exteriores ruso y alemán quienes lo firmaron en Moscú, en presencia de un satisfecho Stalin.
Con ese pacto Hitler tenía las manos libres para invadir Polonia, cosa que hizo el 1 de septiembre, dando inició a la Segunda Guerra Mundial. Pero todavía le faltaba su culminación a la villanía del verano de 1939: el día 17 de septiembre la Unión Soviética atacó por la espalda a Polonia y el Ejército Rojo avanzó con enorme superioridad numérica hasta la línea Brest-Litovsk, pues ese era el reparto de Polonia que había acordado con Alemania.
De la «no-agresión» entre Moscú y Berlín se había pasado a una colaboración en la agresión a otros países. Esa política tuvo su concreción oficial en un nuevo Tratado Germano-soviético de Amistad, Cooperación y Demarcación, firmado el 28 de septiembre en Moscú. Hitler y Stalin se había quitado la careta, se declaraban compañeros de viaje dispuestos a sojuzgar los países que les pareciese bien. En los partidos comunistas de todo el mundo muchos militantes se dieron de baja, horrorizados, e incluso se produjeron suicidios entre los militantes más idealistas.
Además del reparto de Polonia, Finlandia y las Repúblicas Bálticas entre Alemania y Rusia, o de la orden de Stalin al Partido Comunista Francés para que boicotease la defensa nacional cuando se produjera la ofensiva alemana, la «Amistad, Cooperación y Demarcación» tenía un capítulo especialmente perverso: el «regalo de Stalin a Hitler» de comunistas alemanes que se habían refugiado en Rusia huyendo de los nazis.
En febrero de 1940 Margarete Buber-Neumann formó parte de ese regalo, dentro de un grupo de 30 alemanes que fueron llevado hasta la estación fronteriza de Brest-Litovsk, y allí entregada directamente por la NKVD a la Gestapo, de policía política a policía política. Según Maragarete se entregaron unos 150 comunistas alemanes a Hitler, aunque otras fuentes elevan la cifra hasta 600. Hay incluso testimonios de entregas anteriores al Pacto Germano-soviético, comunistas alemanes o austriacos a los que Stalin consideraba trostkistas o simplemente no muy afectos, y de los que se deshacía expulsándolos de Rusia con un pasaporte solamente valido para viajar a Alemania.
Es muy difícil llegar a cifras contrastadas de los «regalos de Stalin a Hitler», porque han sido un tema tabú. El cambio de alianzas en 1941, cuando Hitler invadió Rusia, hizo que los gobiernos occidentales no quisieran saber nada de los crímenes de su nuevo amigo Stalin, que era imprescindible para vencer al III Reich. Y cuando después de la contienda comenzó la Guerra Fría entre los antiguos aliados, era la izquierda de todo el mundo la que estigmatizaba a quien criticara cualquier aspecto de la Unión Soviética.
Pero para Margarete Buber-Neumann la denuncia de aquella villanía se convertiría en una razón de vivir, porque seis meses después de su entrega a la Gestapo en Brest-Litovsk, fue internada en Ravensbrück, un campo de trabajo para 45.000 mujeres situado no lejos de Berlín. Allí logró sobrevivir durante cinco años gracias a sus especiales circunstancias. Aunque su primer marido fuera judío, ella no lo era, y aunque había sido comunista desde siempre, tras su experiencia con el estalinismo se declaró anticomunista. Añádase a ello una buena educación que incluía hablar y escribir el ruso, y todo eso explica que recibiera un trato de favor, siendo destinada a trabajos de oficina.
Aunque las comunistas del campo le declararon el boicot por «traidora», encontró una potente relación humana que le ayudó a sobrevivir, pues se hizo íntima amiga de la periodista checa Milena Jesenka, la novia y traductora de Kafka. Ambas se conjuraron: si sobrevivían a Ravensbrück, escribirían un libro denunciando los campos de concentración nazis y soviéticos.
Milena murió en mayo de 1944, pero Margarete escribió no uno, sino siete libros, empezando por Prisionera de Stalin y Hitler, que publicó en Suecia en 1948. Fue vituperada por la izquierda mundial -incluidas sus dos hijas, que vivían en Israel-, pero su obra constituye un fresco de la época que le tocó vivir y de las dictaduras que le tocó padecer, cuya moraleja se puede resumir en que el nazismo y el comunismo, en la práctica, eran parecidos.