1714: mentiras del nacionalismo catalán
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
Los nacionalismos tardíos, como el catalán, no son hijos de la Ilustración y de la Revolución francesa. No se fundaron en el We, the people, o en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, ni siquiera en la Constitución española de 1812. No vincularon la construcción de su Estado nacional sobre la idea de libertad, igualdad y progreso. Todo lo contrario. Los movimientos nacionalistas surgidos a finales del siglo XIX y que cobraron fuerza a comienzos del XX, como el catalán y el vasco, se fundaron en la superación del presente a través de la exaltación de las diferencias biológicas, étnicas o raciales, y en la recuperación de la tradición, siempre desde el victimismo de que una fuerza opresora había eliminado o contaminado su pureza.
Ese nacionalismo tardío lo crearon en la segunda mitad siglo XIX las élites culturales locales, que se dedicaron a definir los pilares de su comunidad en función de su historia, lengua, costumbres y etnia, mezclando verdades con mentiras. Ese conjunto fue definido como «nación», siguiendo en buena medida el principio de las nacionalidades de la revolución de 1848, por el que toda nación debía tener su propio Estado o autogobierno. Son los procesos que llevaron a la unificación de Alemania e Italia. Fue así que esa élite se convirtió en una organización política con el propósito de conservar y exaltar esa «historia nacional» que «otros» querían ocultar o enterrar. Forjada esa nueva identidad y convertida la cultura en cuestión política, accedieron a las instituciones. En el caso del nacionalismo catalán, surgido a la sombra del alemán y del italiano, el objetivo de la élite nacionalista fue siempre ir catalanizando las instituciones públicas y la sociedad para forjar la estructura de un Estado propio en el que asentar la independencia.
La construcción totalitaria de esa comunidad necesitaba una revisión de la Historia para pergeñar un relato victimista, en el que se demostrara la perversidad del enemigo, del extranjero, del opresor y explotador, frente a la bondad de las gentes propias, verdaderos ejemplos de las más grandes virtudes, que siempre defendieron, como ellos, la independencia de su nación catalana. Así se creó el mito de 1714; porque un mito, como escribió Georges Sorel, es un relato fantasioso, mentiroso y emocional cuyo objetivo es movilizar fácilmente a la gente. Ese mito está lleno de mentiras. Merece la pena recordar la verdad de lo que ocurrió.
Vamos con el primero. Felipe V no fue un rey malvado que pensó en acabar con las instituciones catalanas, sino que la oligarquía catalana lo traicionó.
Entre los catalanes de comienzos del XVIII perduraban aún los recuerdos de las campañas bélicas francesas en tierras catalanas, en especial con motivo de la efímera incorporación de Cataluña al país vecino en 1641. Felipe V quiso hacerse con el favor de las oligarquías y estamentos de toda España, y el primer paso era aceptar sus normas. No vino a imponer el absolutismo, sino a reinar. Por esta razón, el 4 de octubre de 1701, en Barcelona juró los fueros y abrió las Cortes catalanas.
La buena disposición dio como resultado las «constituciones» de 1702, en las que el Principado quedó más favorecido que nunca. Así se celebró un pacto contractual, entre el rey, las Cortes catalanas y las instituciones representativas, como el Consejo de Ciento o la Paería de Lérida. El contrato consistía en respetar las leyes a cambio de reconocer la soberanía del Borbón.
La Guerra de Sucesión obligó a Felipe V a dejar España. A su marcha, el bando catalán austracista, los vigatans, fue creciendo desde el momento en el que las noticias parecían decantar la victoria del lado de los enemigos de Felipe V. Un grupo de nobles vigatans fue en 1705 a Génova para negociar con un representante inglés el cambio de bando en la guerra. La traición se rubricó el 20 de junio de 1705. El compromiso era alzarse en armas contra el rey, ese mismo al que habían jurado tres años antes, a cambio de dinero y armas. En el caso de vencer, los aliados contra el Borbón se comprometían a respetar las constituciones de 1702; sí, las mismas que habían elaborado con Felipe V.
El cambio de bando supuso un enfrentamiento armado entre catalanes, entre los vigatans y los borbónicos –apodados botifler-, lo que muestra que no fue una guerra de castellanos contra catalanes, sino entre austracistas y defensores de Felipe V.
Finalmente, por no alargarme, tras la caída de Barcelona en septiembre de 1714, Felipe V abolió las constituciones, esas mismas que las instituciones catalanas habían violentado demostrando así una inseguridad jurídica, una desconfianza tras la traición, que el nuevo rey no deseó. Por tanto, es falso que «los catalanes» lucharan por mantener los derechos y libertades de Cataluña, porque se pactaron en 1702 y luego sus instituciones las traicionaron.
El segundo mito: la guerra no fue de España contra Cataluña
Oriol Junqueras, historiador, se dedicó durante años a dar conferencias convenientemente financiadas por la Generalitat, en las que explicaba que la Guerra de Sucesión era en realidad de Secesión, demostrada, a su entender, en la resistencia del pueblo catalán frente al invasor castellano y francés.
El mito del pueblo resistente se forjó durante la Renaixença, un movimiento romántico tardío, a finales del XIX, para recuperar y reinventar la historia y la lengua como señas de identidad segregacionistas. Bofarull, por ejemplo, difundió en 1878, el mito de los segadors de 1640 como un grupo homogéneo con un interés exclusivamente político. Esa interpretación la siguieron Rovira i Virgili, Ferrán Soldevilla y Segarra, entre otros del XX, que reforzaron la visión de un bloque compacto de resistencia catalana contra el centralismo. Esto se hizo retorciendo la Historia con un discurso político y emocional, lleno de adjetivos y sin documentación. Ese esquema interpretativo se aplicó a la Guerra de Sucesión, por la que la llamaron «de Secesión».
Sin embargo, la Historia dice otra cosa. El conflicto se produjo por la disputa del trono de España entre el candidato borbónico y el austriaco, Felipe V y el archiduque Carlos. La posesión de España y de su Imperio era algo tan determinante para la política mundial que limitarlo, como denuncia el historiador Luis Ribot, a un conflicto local por la conservación de una «protodemocracia» catalana resulta grotesco. Inglaterra, Portugal y Holanda apoyaron a Austria frente a Francia, constituyendo de esta manera una alianza que provocó una guerra internacional. Incluso algún historiador la califica como la verdadera primera guerra mundial porque se desarrolló por todo el planeta.
La división entre españoles fue evidente. Madrid y Toledo fueron austracistas, por ejemplo. La Cataluña interior y el Valle de Arán se decantaron por el Borbón; no en vano lucharon contra los vigatans en 1705. Lo mismo ocurrió en otras regiones españolas. El conflicto entre españoles no respondió a identidades nacionales, sino a proyectos políticos, a lealtades regias, a borbónicos contra austracistas. Así, en Cataluña combatieron unidades francesas, holandesas, portuguesas, austriacas e inglesas, junto a españoles de los dos bandos. Un ejemplo es el caso de Tarragona, bombardeada por los aliados austracistas y asediada por tierra por las tropas de Nebot, un coronel catalán.
Oriol Junqueras, sin embargo, decía en 2007 que los ejércitos de Felipe V contra los catalanes estaban compuestos por castellanos que llevaron a cabo un «terrorismo militar». Lo cierto es que en toda guerra hay barbaridades, en este caso también por parte de los migueletes, tropas austracistas en Cataluña. Estos soldados, sin sueldo ni disciplina, y catalanes, fueron una auténtica plaga para los campesinos.
Ese concepto de «terrorismo militar» alimenta el uso del victimismo de la oligarquía catalanista. Por ejemplo: cada año en Lérida se celebra un homenaje a la supuesta matanza de 700 catalanes a manos de las tropas castellanas, en el convento del Roser, el 13 de octubre de 1707. Las investigaciones arqueológicas e históricas de Óscar Uceda han demostrado que ese episodio nunca ocurrió, sino que el catalanismo del XX lo inventó. A pesar de eso se sigue celebrando.
El tercer mito: el bando de los Tres Comunes era españolista
Los Tres Comunes eran la Diputación del General, el Consejo de Ciento de Barcelona y el Brazo militar. Estamos hablando de la máxima representación de Barcelona.
El 11 de septiembre, las autoridades de Barcelona publicaron el bando de los Tres Comunes que llamaba a resistir para no caer esclavos de Francia, «como los demás españoles engañados», y animaba a que «todos, como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la Libertad, acudirán a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España».
El españolismo de los defensores de Barcelona en aquellos días también se reflejó en las palabras de Villarroel, que era el jefe militar de las fuerzas austracistas y perteneciente a los Tres Comunes, organizó la defensa de Barcelona, y dijo a los soldados y al pueblo: «Hoy es el día en que se han de acordar del valor y de las gloriosas acciones que en todos los tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la nación española peleamos».
El cuarto mito: la fecha no fue el 11 de septiembre, sino el 12
El asedio de Barcelona no terminó el 11 de septiembre de 1714. En el torrente de invenciones y manipulaciones históricas, hasta la fecha es errónea. A media tarde de ese día, los defensores enarbolaron bandera blanca, y una comisión fue a entrevistarse con el duque de Berwick en la brecha principal, quien les dio de plazo hasta el amanecer del día 12 para la rendición. Al no suceder esto, ordenó incendiar la ciudad, y prohibió el saqueo. Al mediodía del 12, los defensores sacaron de nuevo la bandera blanca y se rindieron. Berwick accedió a respetar sus vidas y propiedades, y en la tarde del 12 de septiembre, no del 11, las tropas borbónicas entraron en la ciudad.
A pesar de esto, de la Historia y la documentación, el 11 de septiembre de 1891, un pequeño grupo de simpatizantes de la Unió Catalanista organizó el primer acto ante la estatua del que era Conseller en Cap en septiembre de 1714: Rafael de Casanova. Y de ahí en adelante. Pero Casanova no fue el líder independentista que hoy presenta.
Quinto mito: Casanova no luchó por la independencia de Cataluña
En el conflicto no murió Rafael Casanova, Conseller en Cap en septiembre de 1714, ni siquiera combatió. El 11 de septiembre, antes del asalto de las tropas borbónicas, Casanova colocó en la muralla el estándar de Santa Eulalia. Y dijo: «Por nosotros y por la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer». En el último bando que firmó Casanova el 11 de septiembre, en plena batalla, se leía: «Se confía, que todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la Libertad, acudirán a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España». Casanova fue herido en una pierna, trasladado al colegio de la Merced, y después a la propiedad de su hijo en Sant Boi de Llobregat. Fue amnistiado en 1719 y continuó ejerciendo la abogacía hasta su muerte en 1743.
¿Por qué fue amnistiado? El Tratado de Utrecht, firmado el 14 de marzo de 1713, y que puso fin a la guerra suponía que, a cambio de la retirada de las tropas aliadas en Cataluña, Menorca e Ibiza, Felipe V haría una amnistía, al olvido de las responsabilidades y prometió a las instituciones catalanas los mismos derechos que tenían las castellanas; en especial, el acceso al comercio con América, que hasta entonces era un monopolio del puerto de Sevilla.
La Historia se utiliza para argumentar discursos políticos. Es en ese momento en el que deja de ser conocimiento histórico y pasa a ser mito y, por tanto, falsedad. Quizá lo resumió mejor Prat de la Riva en su Compendio de doctrina catalanista (1894): «bajo los nombres viejos hicimos pasar la mercancía nueva y pasó (…) y con calculado oportunismo, insinuábamos en sueltos y artículos, las nuevas doctrinas, barajando con intención región, nacionalidad y patria para acostumbrar, poco a poco, a los lectores».
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