Viena, la ciudad de las ideas del mundo moderno
El historiador británico Richard Cockett publica un deslumbrante libro sobre los años de esplendor de la capital austriaca
Una ciudad, relativamente pequeña, situada en el corazón de Europa, lejos del mar y hasta cierto punto de las grandes rutas comerciales, se convierte a lo largo de casi un siglo, grosso modo, en el laboratorio de teorías y hallazgos que conforman la época contemporánea. La afirmación antedicha es el punto de partida de un libro deslumbrante que acaba de aparecer en español: Viena, la ciudad de las ideas que creó el mundo moderno (traducción de David León Gómez, Pasado & Presente, 2024). A renglón seguido, su autor, el historiador británico Richard Cockett, no tiene más remedio que reconocer que el aserto antedicho resulta un tanto extravagante e incluso absurdo para cualquier planteamiento racionalista. Y sin embargo…
El erudito argüirá rápido que hay precedentes desde el mundo antiguo: Atenas es el ejemplo emblemático, pero también podría hablarse de Alejandría, Roma o Bizancio (aunque estas últimas eran capitales de un vasto imperio). Viena también desempeñó esa función –capital del Imperio Austrohúngaro- pero paradójicamente su esplendor se mantuvo y en algunos aspectos se acrecentó en los decenios que siguieron a su disolución, las dos décadas del período de entreguerras (1918-1939), cuando quedó reducida al modesto papel de capital del disminuido Estado austriaco. Por ello, la afirmación del comienzo nos sigue interpelando. No en vano, como recuerda Cockett, nos planteamos «cómo dio forma al mundo moderno, una ciudad, no un país ni un imperio».
Este tipo de preguntas pone a prueba nuestra interpretación de la historia y constituye un apasionante desafío intelectual. Hace unos años los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson hicieron un best-seller de un planteamiento similar, al buscar las causas últimas de la prosperidad o pobreza de las naciones: Por qué fracasan los países (traducción de Marta García Madera, Booket, 2014). Mutatis mutandi, pues, tratemos de mantener el pulso: ¿por qué y cómo una ciudad se convierte en centro de irradiación cultural e intelectual? ¿Por qué concretamente Viena?
El punto de partida, en mi opinión, debe ceñirse al contexto, entendiendo por tal el ambiente sociopolítico, cultural y educativo. Para decirlo con toda la brevedad que requiere una aproximación de nuestras características, la «formación de un vienés» suponía, por encima de todo, «criarse en el liberalismo». Bien entendido que tal cosa suponía una trama compleja que desbordaba la acepción simplista o restrictiva del término: implicaba por lo pronto la vivencia e internalización del libre debate de las ideas, la tolerancia y una cálida acogida de la diversidad que desembocaba en la inclusión del discrepante y en el eclecticismo.
Es fundamental subrayar la importancia de este aspecto y valorar sus derivaciones. Por decirlo otra vez de forma contundente, la virtud de la integración. No es cuestión baladí en una era de antisemitismo rampante. Durante mucho tiempo los judíos hallaron su hogar en Viena (llegaron a ser el 10%, proporción solo superada por Varsovia y Budapest). Dice Cockett que Viena era «la más multiétnica de las capitales imperiales». Aunque perduraban las jerarquías tradicionales, en la vida cotidiana de las clases medias y en los ambientes intelectuales se tendía a una democratización en la que se terminaba imponiendo la fuerza de las ideas. Todo se discutía. Y no solo en la universidad o cenáculos elitistas. De ahí la importancia de los cafés. En 1900 había unas 600 cafeterías.
Las virtudes de una ‘sociedad abierta’
Se entiende todo eso mejor si se añade que esa disposición pluralista e inclusiva representaba lo contrario de la política identitaria e intolerante –sectaria, en definitiva- que iba ganando terreno coetáneamente en países aledaños, singularmente Alemania. En definitiva, se vivía en la praxis lo que Karl R. Popper, otro vienés ilustre (no es una casualidad), teorizó como «sociedad abierta». Quisiera destacar tres vertientes distintas pero complementarias de ese talante integrador: en la base social, eso implicaba como ya he señalado, la incorporación de los judíos, pero no solo de ellos, sino también de las mujeres, los homosexuales, otras etnias y, en general, los distintos, que no eran postergados por el simple hecho de serlo.
En segundo lugar, desde el punto de vista académico, se combatió la dictadura del escalafón, las compartimentaciones artificiales, la endogamia propia del medio y la cerrazón profesional. Obviamente no se produjo una revolución total en todos estos aspectos, pero se fueron extendiendo las discusiones democráticas en los más diversos foros (incluso los cafés, como antes decía, o las cervecerías) y se desarrollaban trabajos en equipo en los que el director era sobre todo un coordinador de iniciativas.
En última instancia, se rompían de esa manera las ideas preconcebidas y el dogmatismo y se primaba en cambio un espíritu colaborativo en el que eran esenciales la experimentación, la receptividad y la innovación. Todo se discutía, todo estaba abierto y, lo que es más importante de todo, cualquier planteamiento tenía que confirmarse en la práctica, en la realidad concreta. Se dibujaba así una concepción del intelectual en las antípodas del genio clásico: no se trataba de deslumbrar a los pares sino de poner los descubrimientos al servicio de la sociedad. Eso era hacer ciencia. Y ahí se insertaba la humildad del científico, un simple trabajador del conocimiento, una simple pieza en la gigantesca maquinaria del conocimiento humano.
Ya que he mencionado la cuestión de la genialidad, no quiero omitir unos matices que Cockett cita, pero en los que no profundiza: mientras el genio germánico seguía la estela de Nietzsche y pretendía situarse más allá del bien y del mal, sin ataduras morales, el intelectual vienés aspiraba a ser su némesis, haciendo gala de un racionalismo crítico y un empirismo sistemático. Mientras que aquel se despeñó por la vía del identitarismo étnico y el nacionalismo excluyente, el científico vienés siempre mantuvo la mirada en las necesidades del común, nunca perdió de vista el pulso de la calle. Es la diferencia entre volar y tener los pies en la tierra.
Terror nazi
Los nombres propios que cita Cockett son tantos que una mera relación de ellos harían interminable este artículo: Freud, Adler, Mahler, Loos, Schnitzler, Musil, Klimt, Zweig, Wittgenstein, Reich, Hayek, Schumpeter, Preminger… Cito casi a voleo y aun así el lector puede darse cuenta de la diversidad de campos de conocimiento que abarcaron. Fueron arquitectos, economistas, filósofos, sociólogos, físicos, médicos, matemáticos, diseñadores, cineastas… Nada humano les fue ajeno. Pero, aún más importante, intentaron derribar las pautas convencionales para innovar sin miedo.
No debo terminar, empero, sin añadir una coda importante. Rara vez la vida presenta una sola cara. No quisiera –tampoco lo hace Cockett- idealizar aquella esplendorosa Viena como ciudad de artistas y grandes talentos, valses y acogedores cafés. Esa Viena culta, exquisita, tolerante y progresista existió realmente, claro está. Pero llevaba en sus entrañas otra Viena, dogmática, racista, antisemita y a la postre incluso genocida. No uso este último término con la ligereza que hoy se acostumbra. Cockett documenta que Viena, más que sufrir el terror nazi, lo llevó a su cenit. «Unos vieneses cayeron sobre otros con una brutalidad desmedida mucho peor que cualquier cosa que se hubiera visto en la mismísima Alemania». Es otra gran lección de la historia, tan importante como la de dilucidar cómo avanza el conocimiento humano o por qué una pequeña ciudad centroeuropea fue el laboratorio de las ideas del mundo moderno.