Discurso de László Krasznahorkai en el acto de entrega del Prix Formentor 2024
Compartimos el discurso íntegro del ganador del Prix Formentor de las Letras 2024
En la mágica ciudad de Marrakech, el viernes 27 de septiembre a las 20 hrs, durante la ceremonia del Premio Formentor 2024, László Krasznahorkai ofreció el discurso de aceptación del galardón titulado: «No olvida, pero quiere», traducido por Adan Kovacsics. Con su característico estilo introspectivo y profundo, el célebre autor húngaro nos invita, una vez más, a adentrarnos en un territorio donde el pasado se enfrenta al anhelo de transformación, en un equilibrio tan delicado como poderoso. Aquí, compartimos las palabras de un escritor que no solo narra, sino que ilumina lo insondable del alma humana.
«No olvida, pero quiere»
¡Damas y caballeros en Marrakech!
Un muchachito va por la calle, va dando pasos por las placas de hormigón de la acera siguiendo una pauta. Visto más de cerca solo pisa una de cada dos placas, esto es, únicamente las pares y mientras tanto tararea algo. Un muchachito: un niño rubio, de orejas grandes, sumamente delgado. Lleva un chándal abrigado, chaqueta azul y pantalón azul, su preferido: dentro, en el dobladillo de
arriba, un bolsillo secreto con el tesoro más preciado. En una mano una bolsa vacía, en la otra el dinero contado: lo han mandado a la tienda a comprar levadura y vainilla azucarada. Camina y tararea y por lo visto está plenamente sumido en este andar: la cabeza gacha, el cuerpo inclinado hacia adelante, mirando solamente las placas de hormigón para pisar siempre solo la segunda. Cuando ve que alguien se le acerca de frente, prefiere detenerse mucho antes y alargar el tiempo hasta que el otro pase, para no equivocarse. Es un muchachito muy delgado, rubio, de orejas grandes y ojos azules. Las placas de hormigón de la acera son todavía demasiado grandes para él, de modo que debe estirar mucho los pasos para no cometer un error. Porque solo se pueden pisar las pares, una impar entre dos pares: prohibido.
Porque todo empezó con que estaba allí el señor Kerekes, el zapatero y campanero rumano, bajito y gordo, que todas las tardes salía hacia las seis de su casa y se dirigía a la plaza Maróthy, hurtando la cabeza entre los hombros pasaba con su andar redondeado, inimitable, pasaba por delante de la ventana de la parroquia, entraba por la puerta de la iglesia ortodoxa, subía en medio de la penumbra por la estrecha escalera a la torre para hacer sonar las campanas. Porque empezó con que allí estaba el señor Csiszár, el hombre que reparaba las plumas estilográficas y que todas las mañanas subía la persiana metálica de su taller situado detrás de la estatua de Ferenc Erkel, el autor del himno nacional húngaro, echaba un vistazo al estrecho escaparate
al lado de la entrada para comprobar que todo estuviera allí en orden, que no se hubiera movido un estuche con los lápices durante la noche, entraba luego en la tienda, se sentaba detrás de su mesa en una silla enorme rehabilitada específicamente debido a su joroba, esto es, con un hueco revestido de nuevo a la altura de la jiba, se encendía su cigarrillo preferido, de la marca Terv, y exhalaba lentamente el humo hacia lo alto, mientras con dos rápidos gestos apagaba la cerilla en el aire, comunicando así a la ciudad que había abierto, esto es, que podían traerle las plumas a reparar. Porque empezó con que Lajos Márkizay, el joven
y guapo profesor de física y matemáticas en el instituto de enseñanza secundaria, que todos los viernes hacia las tres de la tarde llevaba al observatorio instalado en lo alto de la torre del agua y dedicado a observar el sol a una estudiante que estaba en el albor de la vida y se interesaba por el arte del ajedrez, para entregarse a esta pasión hasta las seis de la tarde más o menos, asomarse luego por la ventana de la torre y constatar satisfechos, sonriendo el uno al otro, que abajo todo era demasiado ruidoso y solo allí arriba reinaba suficiente silencio para jugar al ajedrez.
Y estaba el doctor Petróczky, tremendamente gordo y borracho, quien, aparte de ser capaz de calmar con pocas palabras incluso al niño que, aquejado de fiebre, lloraba a moco tendido, era conocido sobre todo por realizar los viajes entre sus enfermos «a pesar de los muchos consejos bienintencionados y de las súplicas más conmovedoras» únicamente en una motocicleta de la marca Csepel, de modo que no era de extrañar que al menos una vez por semana fuese a parar a la cuneta con esa moto de la marca Csepel, puesto que ni siquiera esta, por mucho que con el tiempo se hubiera fundido ya con su dueño, era capaz de mantener en su sillín a ese hombre eternamente borracho, que en aquellos peligrosos caminos no hacía más que vaivenear y balancearse sin cesar, deslizarse y resbalar del sillín rumbo a las cunetas, a las zanjas, a los canales, en una palabra, rumbo a la segura tierra.
Y allí estaba el señor Gyula Kovrig, cura católico de origen armenio, al que solo le interesaba la filatelia y que en la sala de la parroquia en la que recibía a los feligreses solo tenía álbumes de sellos en vez de libros en los estantes de la biblioteca acristalada de madera de roble y mantenía correspondencia con los sesenta y tres países importantes desde el punto de vista filatélico para intercambiar de vez en cuando algún raro sello de su extraordinaria colección por otro más raro todavía.
Y estaba el señor Osy, el larguirucho jefe de la pastelería Százéves, de movimientos ágiles y siempre un tanto inquieto, amo municipal de los pasteles y caramelos, quien solo lograba alcanzar la tranquilidad entre los pasteles y los caramelos cuando se liberaba de ellos y antes de abrir por la mañana o después de cerrar por la noche podía montarse en su reluciente bicicleta de marca checoslovaca y con el equipamiento de color rosado con el que en su juventud había ganado un campeonato nacional amateur se ponía a pedalear durante horas y horas rumbo a una meta imaginaria.
Y allí estaba Kálmán Nemes, el único aventurero de Gyula que regresó de sus andanzas, que volvió concretamente después de muchos años en Brasil y lo hizo con una bellísima esposa brasileña, la negra Nadir, que durante meses, es más, durante años, mantuvo a toda la localidad en un estado febril y con la que el aventurero se peleaba con regularidad semanal, y ambos, para gran asombro y escándalo de Gyula, pasaban noches enteras zurrándose el uno al otro y gritándose en una lengua desconocida, o sea, en brasileño, hasta que —por lo general hacia el amanecer— de pronto callaban, y lógicamente nadie nunca entendía qué había ocurrido tan de súbito, pues cómo iban a entender allá en Gyula la naturaleza internacional de las pasiones exóticas.
Y allí estaba el señor Turai, el sastre del barrio rumano, un hombre bajito que había canalizado su insaciable admiración por las mujeres hacia un interés profundo por las filosofías esotéricas, convirtiéndose así en uno de los principales favoritos de las señoras de la ciudad, pues para eso, para convertirse en simpático favorito, bastó que las señoras sintieran lo siguiente: que con sus ufanos discursos en medio de la toma de medidas el señor Turai solo pretendía expresarles sus necesarios y más sinceros
cumplidos, en comparación con lo cual realmente carecía de toda importancia que ellas no consiguieran orientarse en absoluto por la superficie inmediata y tosca de sus parlamentos, pues qué podía hacer una mujer de Gyula, por poner un ejemplo, con la cuestión de si el abismo filosófico que se abría era más insuperable entre Martin Buber y Angelus Silesius o entre Nostradamus y Rosenzweig.
Y había más misteriosos caballeros salidos de la niebla, el señor Halmai, el peluquero de la plaza Maróthy que se movía braceando por la nube de fragancias más espesa del universo, aunque no cesaba de explicar que ello no se debía a su voluntad, sino que el destino simplemente se lo había endilgado a raíz de su oficio; o el señor Fodor, el encargado de eliminar las ratas, a cuyo perro todo el mundo sin excepción le tenía miedo, un chucho de patas cortas y edad indefinida, que gimoteando y arrastrando el vientre por el suelo siempre buscaba con sus ojos legañosos la mirada de la gente; y estaba Füredi, el estanquero con sus innumerables soldaditos de plástico y con la mirada rigurosa, que de vez en cuando mandaba callar con tono decidido a las tropas de niños que formaban fila y chillaban delante del estanco; y estaba Béla Szabó, el chantre del barrio alemán con sus seis hermosísimas hijas que vinieron al mundo todas con un talento musical divino y se criaron en una casa en la que no existía el tiempo y en la que ni parientes, ni visitas, ni amigos podían poner el pie, pero a través de sus ventanas siempre cerradas se filtraba continuamente la música de Corelli, Vivaldi, Lully o Bach a la calle principal del barrio —en una palabra, que eran
realmente todos unos misteriosos caballeros de la niebla, pues vivían envueltos en una existencia extraña, inasible, flotante— y todo ello solo proporcionaba el trasfondo de algo que en cuanto onírico, inexplicable e incognoscible no tenía parangón en tierras centroeuropeas.
Porque todo empezó con que ante el trasfondo arriba descrito estaban las grandes figuras más enigmáticas de la ciudad, los más auténticos caballeros de la niebla, de los que nadie sabía a ciencia cierta de dónde venían, de qué mundos eternamente desaparecidos procedían, y de los que realmente no podía saberse quiénes eran, pues se habían vuelto completamente idénticos a su propia leyenda, que era la ciudad misma de Gyula, porque si los lugareños pensaban en el director de la escuela de mú-
sica András Herbály, en el psiquiatra András Soóky, en los profesores Miskolczi, Banner y Pánczél, en el poeta Imre Simonyi o en el señor Gyurka Ladics, pensaban de hecho en Gyula, porque todo empezó con que allí estaba el director Herbály, que con su para todos fascinante cultura e inteligencia musical se ganó durante años, loco por Scott Joplin, la vida como pianista de bar en las poblaciones de los alrededores, hasta que de pronto fue nombrado director de la escuela de música de Gyula; el director Herbály, un hombre obeso al que le costaba respirar, que se desplazaba en un traje desgastado y soltaba discursos siempre de un humor elegante y asesino sobre la llamada estructura de la vida como una carga insoportable y sobre la modestia humana como una enfermedad mortal de esa misma estructura de la vida y que a todo esto se desplazaba con enorme lentitud por las calles como si un cansancio plúmbeo lo hubiera atormentado durante toda la vida, cuando se encontraba ante un conocido, lo detenía con un gesto desesperadamente cortés e iniciaba una salutación sumamente compleja, ycuando el otro se disponía ya a marcharse pasaba a una ceremonia de despedida igualmente prolongada y solo permitía que su víctima se fuera cuando había terminado
por completo.
Y allí estaba el señor Soóky, el psiquiatra jefe del hospital al que nadie nunca se atrevía a interpelar en la ciudad, pues llevaba el pelo peinado hacia adelante, sobre la frente y los ojos, pero del que de todos modos tampoco podía asegurarse qué rasgo suyo era el más terrorífico, si este o el relampagueo de mal agüero de su mirada cuando alguien intentaba mirarle a los ojos, pues también esa, la mirada, era en verdad tremendamente aterradora y alzaba a Soóky a la categoría más elevada, si no bastaba para estar a esa altura el hecho de que no vivía con ellos, con los habitantes de Gyula, sino entre sus enfermos en el hospital o de que había alquilado toda una planta encima de la tienda de la fábrica de medias para su célebre colección de pinturas, y allí en el piso vacío permaneció esa colección que valía millones en silencio, con las puertas y las ventanas cerradas durante cuarenta años, y el médico jefe Soóky solo la visitaba muy de vez en cuando, quizá dos veces al año, y para más inri por la noche, como si fuese por casualidad, mientras toda Gyula estaba sumida en un profundo sueño bajo los graves edredones.
Y allí estaba el profesor Miskolczi, que sin pensárselo dos veces renunció a una carrera sumamente prometedora como filólogo por un amor elemental hacia una de sus primas de primer grado y se trasladó a Gyula, y asumiendo el enorme escándalo moral que suponía se casó con esa mujer oriunda de la ciudad, le dio cuatro hijos, a dos de los cuales, que eran sanos, los criaron ellos, mientras que a los dos débiles mentales los ingresaron en el hospital psiquiátrico de la localidad y después aceptaron un empleo como profesores de inglés en el instituto de enseñanza secundaria de la localidad; el profesor Miskolczi, que en una época petrificada en un Petőfi falsificado y en la estupidización nacionalista-socialista, solo estaba dispuesto a hablar a una juventud cuya forma de oposición era una indolente ociosidad, de la crisis de la modernidad en el siglo xx, sin más preámbulos; el profesor Miskolczi, sobre quien circulaban de boca en boca miles de peculiares anécdotas por la ciudad, la más memorable, por ejemplo, de que un buen día tuvo que hacer callar a la clase más desobediente del instituto y lo resolvió entrando, parándose ante los
alumnos, clavando la vista durante un minuto entero en el rincón de arriba a la derecha hasta que todos callaron,
y entonces, con un gesto teatral, extrajo de su bolsillo una de las primeras ediciones londinenses del Ulises, de Joyce, y en voz alta y amenazante comenzó a leer el libro traduciéndolo además in situ al húngaro hasta que sonó el timbre y en ese momento dejó de leer en medio de una frase, cerró el libro, volvió a meterlo en el bolsillo, clavó la vista en el rincón de arriba a la derecha de una
sala imaginaria y salió luego al pasillo sin pronunciar palabra. Porque todo empezó con que estaba Imre Simonyi, el último poeta, que en un día primaveral sorprendió a las jóvenes mentes de Gyula, deseosas de especializarse en el conocimiento de las modas, pasando por delante de aquella juventud junto a la pastelería Százéves y arrancando una rama florida de una acacia que se inclinaba sobre la acera y siguió rumbo al baño turco frotando las flores entre los dedos a la vez que les comunicaba lo siguiente: a pesar de todo, el poeta es aquel que está dispuesto a sacrificar su vida por un único verso maravilloso, por una única actriz maravillosa o simplemente por su patria; porque todo empezó con que allí estaban el profesor Banner y el profesor Pánczél, los dos profesores de latín y griego del instituto, quienes ingresaron en el Panteón de Gyula porque a veces uno de ellos, cuando al
salir de clase le daba la gana en la pausa en el pasillo, se dirigía en latín al otro, y este le contestaba lógicamente también en latín, a lo cual ambos seguían andando rumbo a la sala de profesores en medio de una animada charla en latín, con sus trajes polvorientos, descoloridos, centenarios, entre las filas de alumnos que enmudecían; porque todo empezó con el señor Gyurka Ladics, quien con su casa y con todo cuanto la casa contenía, provenía del siglo xix, empezó con él, quien con su biblioteca enorme, insuperable, llena de obras en alemán, francés y húngaro, con sus exquisitos muebles y lámparas, con su piano y con su sólida cultura, así como con esa peculiar enfermedad consistente en que única y exclusivamente podía dormirse después de leer unas páginas de Goethe o de Schiller en la lengua original, porque realmente con ellos empezó todo, con el señor Kerekes y con el señor Turai en el trasfondo, con las callejuelas envueltas en un color verde, con los mercados, con el palacio, con el castillo y con la estación de ferrocarril más melancólica del mundo, y con la larga hilera de los verdaderos caballeros de la niebla en el primer plano de todo, desde el señor director Herbály hasta el señor Gyurka Ladics, realmente así empezó, con que ellos existían, pero después sucedió algo muy, pero muy asombroso, sucedió que de repente todo eso se esfumó, y un buen día Gyula
desapareció del mapa.
Varias veces intenté averiguar qué había pasado cuando, ya adulto, regresé al cabo de más de dos décadas, cuando tras ese largo tiempo, bajando del tren, enseguida, a primera vista, me di cuenta de que la ciudad no estaba en su sitio, es más, no solo no estaba en su sitio, sino que no existía en absoluto, y me puse a andar desasosegado y desorientado por una ciudad que decía llamarse Gyula, pero no era Gyula, iba y venía por las calles, preguntando aquí y allá, pero en vano, nadie sabía nada, nadie se acordaba de nada o, lo que era peor, se acordaban de manera equivocada, trataban de hablar del pasado en el que algo se había perdido, pero o bien ya no sabían qué se había perdido o pensaban que tampoco importaba, en una palabra, ocuparon la
ciudad, destruyeron lo que había y montaron para ellos una nueva, primero hicieron desaparecer de la faz de la tierra la antigua y luego se trasladaron allí y fingieron que no había sucedido nada y de la antigua materia poética crearon algo nuevo de un modo obsceno, de un modo brutal y aseguraron que eso era lo antiguo en sí, en el tiempo, pero sabían que estaban mintiendo, y luego ya ni siquiera eso, pues olvidaron que mentían, en las escuelas enseñaban a los niños que la ciudad de Gyula en el pasado tal, que la ciudad de Gyula en el presente cual, les pregunté si al menos recordaban al señor Kerekes y al señor Turai y decían que no, no los recordamos, si se acordaban todavía del profesor Herbály o del señor Gyurka Ladics, y decían que no, no nos acordamos, o de la poesía que era esta ciudad, la cultura que le proporcionaba su fundamento y sus galas, de los conciertos domésticos con piezas de Schumann y de Chopin y de Beethoven y de Mozart, y decían que no, no, no, pero entonces quizá se acordarían de la co-
lección de sellos de Kovrig o tal vez del museo privado de Soóky, no, entiéndanos que no, decían y meneaban la cabeza sonriendo, y yo veía que a ellos, a los nuevos habitantes de la ciudad ya les daba igual, ya ni siquiera lo percibían como una pérdida, de manera que dejé de preguntar y me limité a constatar que la gran sala del hotel Komló, una sala única, que fuera el escenario de
los antiguos bailes del condado, había sido sustituida por una repugnante discoteca, por una repugnante sala de juegos y por una repugnante tienda de ropa usada, me limité a constatar que habían hecho desaparecer la hermosa, legendaria y umbrátil hilera de árboles en la célebre Papsor junto a la iglesia parroquial arran cándolos de cuajo, que habían trasladado la biblioteca Mogyoróssy al Ayuntamiento, el Ayuntamiento a la Sede del Condado y la Sede del Condado a otra ciudad y así sucesivamente, no lo registré todo con detalle, no elaboré ninguna lista, pero una noche, durante mi última estancia, de pronto me quedé solo en la calle entre la plaza Maróthy y el antiguo Casino, las aceras estaban completamente desiertas, reinaba un silencio absoluto, solo una suave brisa soplaba procedente del Castillo, estaba en una esquina de la plaza Maróthy y no podía moverme de allí, miraba hacia adelante por el camino que llevaba del Casino a la antigua tienda de ultramarinos, cuando de pronto percibí un movimiento, una pequeña mancha en la calle mal iluminada poco más allá del edificio del antiguo Casino, una manchita
que progresaba de manera curiosa, pero entonces ya supe qué era, un muchachito que daba pasos siguiendo una pauta por las placas de hormigón de la acera, y mirando mejor me di cuenta de que solo pisaba una de cada dos placas, o sea, siempre las pares, y a todo esto tarareaba algo, un muchachito, pensé: rubio, muy delgado, de orejas grandes, lleva un chándal, chaqueta azul y pantalón azul, su preferido: dentro, en el dobladillo de arriba, un bolsillo secreto con el tesoro más preciado, en una mano una bolsa vacía, en la otra el dinero contado: lo han mandado a la tienda a comprar levadura y vainilla azucarada, camina y tararea y por lo visto está plenamente sumido en este andar: la cabeza gacha, el cuerpo inclinado hacia adelante, mirando solamente las placas de hormigón para pisar siempre solo la segunda, un muchachito rubio, muy delgado, de orejas grandes y ojos azules, y las placas de hormigón de la acera son todavía demasiado grandes para él, de modo que debe estirar mucho los pasos para no cometer un error, porque solo se pueden pisar las pares, una impar entre dos pares: prohibido, y lo veo con una indescriptible
sensación de aturdimiento, con una inexpresable tristeza, pues allí no tendré a nadie a quien explicárselo, a nadie a quien explicarle cómo avanza pisando solo las placas pares, nunca las impares, nunca, de manera que se lo explico a ustedes, les explico lo que tuve que entender en medio de ese aturdimiento: que en vano lo seguiría, pues no podría alcanzarlo para decirle que no continuara.
¡Damas y caballeros!
¡Gracias! ¡Antes que nada permítanme expresar mi agradecimiento a todos y cada uno de los miembros del jurado convocado por la Fundación Formentor y al presidente del jurado, el señor Basilio Baltasar Cifre, por haberme galardonado con el Premio Formentor 2024! Por el comunicado oficial he sabido que el jurado tomó la decisión en Tánger. De modo que desearía tributarle mis respetos también a la ciudad de Tánger, a todos los edificios, calles y callejuelas, al suelo de Tánger, a sus rocas, al caos y al océano, a cada una de sus partículas de polvo, a los mercados de Tánger, a su puerto, a los personajes con cara de mal agüero que merodean en torno a la estación, a las mujeres y a los hombres de Tánger, a cada una de las notas de sus dilatados cánticos, pero también al llanto suave y gimoteante que se filtra por una ventana entreabierta, doy las gracias, pues, a Tánger por el hecho de que ese lugar maravilloso lograra, con su tan, tan misteriosa irradiación, convencer a los sobrios literatos allí reunidos
de que dejarán de lado su sobriedad y me concedieran este fantástico premio.
¡Gracias a ustedes!
Y gracias a mi ciudad natal en Hungría, a Gyula, al señor Kerekes, el zapatero y campanero de la iglesia ortodoxa rumana de Gyula, quien a veces nos permitía tocar la campana en la torre y ya no está entre los vivos, pues le llegó el momento justo de la muerte, y gracias a mi amigo Jóska Pálnik, quien en el segundo escalón del tobogán gigante en la piscina de la ciudad me dijo en 1960 cómo se hacían los niños, y yo quise morir bajo el peso de ese terrible descubrimiento, y gracias a Franz Kafka, cuya novela El castillo leí a los doce años para que me aceptara el círculo de amigos de mi hermano seis años mayor que yo, con lo cual, creo, quedó sellado mi destino, y gracias a las primeras treinta y una muchachitas de las que me enamoré perdidamente, en particular a Márti Klinkovics, a Ernő Szabó y a Imre Simonyi, poetas desconocidos de Gyula, a los que admiraba y que soportaron de un modo digno y viril esa mi admiración, a Péter Hajnóczy, el narrador húngaro más estremecedor, que sucumbió en la lucha frente a sus visiones aterradoras y por eso ya no está entre los vivos, gracias al arte de la Grecia clásica, al Renacimiento italiano, a Attila József, el poeta húngaro que me mostró la fuerza mágica de las palabras, a Fiódor Mijáilovich Dostoievski, a mi hermano, porque a menudo me llevaba sobre los hombros a casa, por lo que le estoy infinitamente agradecido, pues así me enseñó que el mundo puede tener otro punto de vista, no solo el que está dado, a Hans-Jürgen Balmes, mi editor alemán, querido amigo, a mi editor español, Jaume Vallcorba, y a Sandra Ollo, que cuida el legado de manera impecable y magnífica, y a Jordi Guinart de la editorial Acantilado, en Barcelona, a Mercedes Monmany, mi querida amiga, a William Faulkner, a la ciudad de Kioto, a Thomas Pynchon, mi querido amigo, a quien debo profunda gratitud, pues consiguió que me gustara la pizza, a Johann Sebastian Bach, el divino, a las voces de Agnes Baltsa, Natalie Dessay, Jennifer Larmore, Montserrat Caballé, Teresa Berganza y Emma Kirkby, a Allen Ginsberg, el amigo, que no está ya entre los vivos, pues le llegó el momento de la muerte, a los escribas de la China imperial, a mis traductores, en particular a Adan Kovacsics, con gran respeto, gratitud y afecto, a Max Sebald, extraordinario escritor y amigo, que ya no está entre los vivos, porque se quedó demasiado tiempo contemplando una única brizna de hierba en el prado, al último lobo en Extremadura, a la naturaleza creada, al príncipe Siddharta, a la lengua húngara, a Dios.