La Malinche sigue molestando
La puesta en escena en Madrid del musical Malinche ha irritado a la izquierda woke española, que no ve en el espectáculo un canto al mestizaje, sino al «colonialismo»
Hernán Cortés llegó a las costas de Méjico por la Península del Yucatán. Ya existían contactos previos entre los españoles y los mayas que habitaban esa región, por lo que Cortés llevaba un intérprete maya llamado Melchorejo, que le traicionó. Melchorejo le dijo al cacique maya que Cortés no quería comerciar y marcharse, como las anteriores expediciones, sino que venía a quedarse. Los mayas atacaron entonces a los españoles y se produjo la batalla de Centla, la primera de la conquista de Méjico.
Ganó Cortés, pero de los 410 hombres de guerra que traía tuvo 72 bajas. Estaba claro que con aquella proporción de pérdidas no podría llevar a cabo la conquista del poderoso Imperio Mexica, del que ya había oído hablar. Era necesario un nuevo enfoque, había que lograr aliados entre los pueblos vasallos de los mexicas, y en eso sería fundamental un personaje llegado a la órbita de Cortés como por un favor de la diosa Fortuna: la Malinche.
El cacique maya derrotado, para congraciarse con su vencedor le envió a Cortés 20 esclavas jóvenes. Entre ellas había una llamada Malintzin -nombre que los españoles simplificaron como Malinche- y apodada Tenépatl, que significa persona con facilidad de lengua, porque hablaba varios idiomas indígenas, ya que procedía de otro país. Cortés repartió el botín de guerra entre sus oficiales, como era costumbre, y la Malinche le tocó a un tal Alonso Portocarrero.
Portocarrero se preocupó de bautizarla y darle el nombre cristiano de Marina, pero se habría quedado como mera concubina de un conquistador poco importante si alguien no se hubiera dado cuenta de que era capaz de hablar con otras esclavas, de procedencia mexica, con las que nadie podía comunicarse. Entonces Cortés la tomó como su «lengua», que es como en aquella época se llamaba a los intérpretes. Y la Historia de Méjico cambió.
Pero antes de la Historia está la leyenda, y Malinche tenía la suya, propia de una heroína. Según su relato maravilloso, Malinche era una princesa mexica, hija del poderoso cacique mexica de Painala. El buen cacique murió y su viuda se casó con otro y tuvo un hijo varón. Entonces madre y padrastro conspiraron para eliminar a la heredera legítima de Painala y que subiera al trono el niño. Cuando murió la hija de la esclava dijeron que era la princesita Malinche, y la enterraron con honores reales, mientras que entregaban a Malinche a unos mercaderes, que la vendieron como esclava en Tabasco.
Princesa o no, la joven Malinche -tenía 17 años- encantó a Cortés, pues era hermosa, lista y con una facilidad asombrosa para los idiomas, pues aprendió rápidamente el castellano. Además se creó pronto un vínculo personal, que naturalmente cedió al atractivo sexual Cortés y doña Marina tuvieron incluso un hijo, Martín Cortés llamado «el Mestizo», que lucharía junto a Carlos V en la batalla de Mühlberg y junto a Felipe II en San Quintín. Pero sobre todo nacería un sentimiento de lealtad de Malinche hacia Cortés, pues encontró en el conquistador español la consideración y el afecto que le habían negado sus compatriotas mejicanos.
Doña Marina
Cortés obligó a todos a dirigirse a la Malinche como «doña Marina», que se convertiría en su consejera política e incluso en su escolta militar, pues cuando ocurrió la Noche Triste, el gran desastre que estuvo a punto de acabar con la expedición de Cortés, doña Marina tomó la espada y defendió a su amante en retirada.
Cortés había vislumbrado, ya que había muchos pueblos en aquellas tierras descontentos con la tiranía de los mexicas, pero la Malinche fue clave para las complejas negociaciones que forjaron una alianza con Tlaxcaltecas, Totonacas, Texcocanos, Huejotzingas y otros pueblos, que aportarían decenas de miles de soldados contra el Imperio Mexica de Moctezuma.
El todavía presidente de Méjico López Obrador, de acuerdo con la hipocresía indigenista que practica la izquierda mejicana -y no sólo ella- exigió al rey don Felipe que España «pidiera perdón a los pueblos originarios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos». En realidad, los «pueblos originarios» padecían esas violaciones de parte de los mexicas.
Los mexicas o aztecas practicaban unos cultos sangrientos que incluían miles de sacrificios humanos, de modo que los tributos que tenían que pagar los pueblos vasallos del Imperio Mexica no eran sólo oro o productos agrícolas, sino millares de personas, a las que se extraía el corazón todavía palpitante, y cuyos cuerpos chorreando sangre eran arrojados desde lo alto de las pirámides rituales, y luego «se comían las carnes con chimole (pasta de chiles negros)», según cuenta Bernal Díaz del Castillo, testigo de los hechos.
Desde que Díaz del Castillo revelase el canibalismo azteca en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España, publicada póstumamente en 1632, numerosos historiadores y antropólogos como Payne, Hamer, Marvin Harris o Christian Duverger la han confirmado, así como la muestran muchos testimonios culturales mejicanos, incluidos los famosos frescos de Diego Rivera en el Palacio Nacional de Ciudad de México.
Aparte del apoyo de tantos pueblos contra la tiranía y el terror de los aztecas, se han buscado muchas explicaciones de una epopeya como la conquista de Méjico por un puñado de españoles, empezando por la condición de dioses que los aztecas atribuyeron a Cortés y los suyos. Es cierto que Moctezuma estaba convencido al principio de que Cortés era el dios Quetzalcóatl, del que se esperaba que llegase procedente del Este, lo que no impidió a los mexicas atacar a los españoles después de que llegaran a su capital Tenochtitlán (hoy Ciudad de México).
También se ha exagerado el papel del terror provocado por los caballos y las armas de fuego, cuando Cortés llevaba menos de veinte caballos y pocas armas de fuego. En cambio, sí que fue determinante el acero de las espadas, los cascos y las rodelas (escudos redondos), pues los mexicas no conocían el hierro, sus armas eran de madera y piedra y sus corazas de algodón, por lo que cada tajo de espada toledana hacía una baja, mientras que los golpes de los mexicas no penetraban las defensas de los españoles.
Pero dada la costumbre española de la época de achacar las victorias militares a la intervención de Dios, la Virgen o los Santos, es de tener en cuenta la opinión de Gonzalo Rodríguez de Ocaña, compañero de Cortés que sería regidor de la Ciudad de México, quien decía que «después de Dios, la mayor razón para el éxito de la conquista de Méjico fue doña Marina».
Para pagar tan alta contribución a su fortuna Cortés, que no pensaba casarse con la Malinche por mucho que la quisiera, pues deseaba una esposa española de la nobleza, le buscó un marido, también español e hidalgo, Juan Jaramillo, el hombre más rico de Méjico después del propio Cortés, que no tuvo inconveniente en ser el tercer hombre de doña Marina, tal era el prestigio de ella. Ambos se volvieron a España, donde doña Marina fue personaje muy respetado, aunque murió enseguida, pues falleció con 27 años. Le habían bastado diez años para recorrer esa peripecia vital desde la esclavitud.