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Francesc Cambó: caudillaje y catalanismo

La biografía de Borja de Riquer sobre el patriarca de la Lliga catalana permite establecer analogías con la España de 2024

Francesc Cambó: caudillaje y catalanismo

Retrato de Francesc Cambó (1906) de Ramón Casas.

Uno de los lugares comunes de la historiografía patriótica, esa forma de oxímoron, es que cada pueblo debe escribir su propia Historia a través de sus historiadores. De hecho, se trata de una desafortunada norma, como si nacer en un lugar, ese azar con el que comienza nuestro destino, acaso otorgase la patente de corso del monopolio o permitiera el imposible de la infalibilidad. La Historia es una suma de hechos e interpretaciones. Los primeros, igual que ocurre en el periodismo, son sagrados; las segundas, al contrario que las opiniones, se deben a lo factual, lo que reduce el margen de libertad del historiador –que no es (ni debe ser) un artista– de forma que su lectura del pasado no sea gratuita o caprichosa, sino argumentada.

Es justo lo que encontramos en el ambicioso ensayo que Borja de Riquer, profesor emérito en Barcelona e investigador del catalanismo y el franquismo –vinculados estrechamente, a pesar de lo que afirma la propaganda independentista–, ha dedicado a la figura de Francesc Cambó (1876-1947), de profesión prohombre. Patriarca de la Lliga, ministro brevísimo en los gobiernos borbónicamente monárquicos de Maura durante la Restauración, empresario y criatura sacudida por la obsesión del mando y la necesidad psicológica de ser quien lleve siempre la batuta, incluso aunque no haya orquesta. (Coda: no deben perderse la crónica sobre los almuerzos –magros y escasos, pero servidos por un mayordomo inglés– en su despacho art déco de la Vía Laietana que Gaziel hace en el portentoso prólogo de Cómo somos los catalanes (Diëresis)). Cambó representa la quintaesencia del hombre de poder de la Cataluña clásica, siempre a dos aguas, con velas encendidas al diablo (Franco) y hachones ardientes para el Dios (dinero), que busca en el espacio público solución para una frustración íntima.

El libro de Borja de Riquer, editado por Crítica, presenta a Cambó como hombre público –la política fue su gran pasión–, negociante y mecenas, de quien se cuenta que dijo la célebre frase de Feijóo antes que Feijóo: «No soy presidente del Gobierno porque no quiero». El ofrecimiento del monarca Alfonso XIII, en efecto, existió. Y exigía –según Riquer– la renuncia a sus convicciones catalanistas. De donde se deduce, tanto antes como ahora, que para ser presidente del Gobierno (en la primera Restauración y en esta segunda Devastación) es necesario no tener principios, sino ambición y escasos escrúpulos. Cambó, que entendió mejor que nadie –y lo aplicó con una indudable maestría– que para influir en la vida política española había que tener periódicos (La Veu de Catalunya) y periodistas a sueldo (o ambas cosas) no fue exactamente un pensador, como a veces se ha dicho cándidamente de él.

Era más bien un alma naturalmente conservadora, agitada, de liberalismo escaso y ciertamente habilidosa –fue el gran conseguidor del célebre arancel que enriqueció a los industriales catalanes a costa de evitar la competencia empresarial– para ser una cosa y también la contraria, en función de la dirección, siempre cambiante, del viento. Su biógrafo desbroza todas las capas del personaje (desde una admiración fascinada) y explica, entre otras cosas, su maestría como propagandista de sí mismo, como evidencia que le encargase una biografía (amable) a Jesús Pabón y otra a Josep Pla, al que tuvo a sueldo durante años, o que escribiera sus Memorias y después sus Meditacions con el afán de justificarse –cosa perfectamente natural–, neutralizar las opiniones ajenas y disimular sus vacilaciones, como su temprana aceptación tácita de la Segunda República, enmendada por el posterior y rotundo apoyo al franquismo, al que financiaría desde el golpe de Estado de 1936 por aquello de que, si uno tiene que elegir entre el orden y la democracia, viva el primero y perezca la segunda.

Esta actitud posibilista, en cierto sentido amoral, abiertamente fenicia, es una de las herencias políticas más duraderas y estables que dejó el patriarca del nacionalismo catalán a sus herederos espirituales. Cambó era capaz de mantener –sin excesivos problemas ni mucha angustia– un discurso público antagónico a las creencias que gobernaban sus días privados. Esta doblez de carácter se debía, por supuesto, a su ethos y al dinero. Como explica con detalle De Riquer, se había enriquecido gracias a sus negocios eléctricos (en sentido tanto literal como metafórico), como testaferro de sus socios alemanes, realizados en América con la Compañía Hispano-Americana de Electricidad (CHADE), y sus inversiones inmobiliarias en Barcelona. Gastaba buena parte de sus ganancias en su carrera política, coimas incluidas, y según fuera de estable el terreno que tuviera que pisar –España, el circunstancial exilio francés o la Argentina, donde murió tras haber hecho todo lo posible y lo imposible en favor de Perón– cuidó siempre los intereses inmediatos que más le pudieran convenir.

Cacique y conspirador

Nunca fue un santo. Tolerante con la corrupción (si era en beneficio de la causa catalanista), entre su sublime colección de arte tenía un lienzo de Botticelli: El retrato de Michele Marullo Tarcaniota. Fue un maestro en la maestría de medrar. Un conspirador sin horario. Alguien que no toleraba quedarse fuera de foco. Difícilmente podía encarnar, a pesar de toda la publicidad desplegada para tal fin, un verdadero reformismo catalán (dentro de España) teniendo en cuenta que encarnó un arquetipo del turnismo y participó en calidad de ministro –unos ocho meses: de Hacienda primero; en Fomento, después– en los gabinetes de la Restauración.

A su manera, practicaba los mismos métodos de los viejos caciques: repartía trabajos, hacía encargos, lograba mercedes, ejercía el mecenazgo (interesado) y estaba en todos los sitios todo el tiempo y a todas horas para palpar, controlar y, si podía, dirigir la vida social, cultural y económica de Cataluña. Nadie como él rentabilizó tanto el concepto de capital social descrito por Bourdieu. Uno de los méritos del libro de De Riquer es contextualizar sus anhelos públicos con su biografía: la soltería (por supuesto, sin castidad) elegida para que las cargas familiares no le distrajeran de la política, los descendientes (i)legítimos o su boda crepuscular con Mercè Mallol, con la que se casaría antes de cumplir los 70 años.

La obra tiene además otros talentos: está estupendamente escrita, no se hace en absoluto larga –a pesar de sus 860 páginas– y encaja con naturalidad la vida del personaje, uomo d’onore, en el turbulento fresco de una época bastante parecida, siendo distinta, a la nuestra, donde las turbulencias de la cuestión catalana contaminan por completo la política española y en la que las secretas y oscuras ambiciones personales, aunque escondidas debajo de la prosopopeya y el sentimentalismo, cristalizaron en una forma de caudillaje melancólico y estéril.

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