THE OBJECTIVE
Cultura

«No es bueno que el hombre esté solo»: una taxonomía de Juan Gómez Bárcena

«La soledad solo es buena cuando sabes que se puede terminar, que tienes a gente cerca y atenta a ti, que basta con un movimiento fácil para saberte rodeado y querido»

«No es bueno que el hombre esté solo»: una taxonomía de Juan Gómez Bárcena

Imagen del ensayo 'Mapa de soledades'. | Europa Press

No es lo mismo ser un poco solitario que estar aislado. No es lo mismo anhelar y obtener un poco de soledad (algo que muchos necesitamos) que saberse solo (lo cual debe de ser desesperante). No tiene nada que ver la soledad elegida, para la que Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) exhuma el desusado término de «solitud» (una palabra que, a su modo, anda muy sola, por olvidada, en el diccionario), que la soledad del que se sabe despreciado, apartado, desoído, lo cual no puede tener ninguna gracia. La primera, en realidad, no es soledad, es otra cosa.

A mí no me importaría nada ser durante un buen tiempo el único habitante de un pueblo: si ando abrigado, alimentado y entretenido, todo en orden. Pero, por ejemplo, nunca me he sentido más solo que haciendo exámenes, y era una sensación desasosegante, bastante incómoda: andaba rodeado de mis compañeros, pero el no poder hablar o bromear con ellos, la incomunicación obligatoria, la distancia insalvable a pesar de la cercanía física real… era algo que me agobiaba mucho, y no porque llevase mal preparado el asunto, sino por esa sensación de estar como dentro de una burbuja, ocupando por obligación una pequeña casilla dentro de una cuadrícula concentrada y silenciosa, cada uno al margen del de al lado.

La soledad solo es buena cuando sabes que se puede terminar

La soledad solo es buena cuando sabes que se puede terminar, que tienes a gente cerca y atenta a ti, que basta con un movimiento fácil para saberte rodeado y querido. Es en ese sentido en el que, sin frivolizar, yo defiendo el asunto, y añado sin problemas que me basta con escuchar palabras como «fiesta», «discoteca» o «familia» para que me entre un sueño tremendo. Qué se le va a hacer: me gusta estar solo, a mi aire, sin testigos, y recuerdo a menudo lo que, con excesiva circunspección, demasiado consciente de que se me grabaría, me dijo una vez Chavela Vargas mientras desayunábamos en la Residencia de Estudiantes: «La soledad es el precio de la libertad. Si quieres ser de verdad libre, entonces tienes que prepararte para estar totalmente solo».

Me he acordado de todo esto leyendo el libro que publicó la semana pasada Gómez Bárcena, un tipo que ha cumplido este año cuarenta años y que, sin embargo, ya cuenta con una lista casi indignante de libros difíciles en su bibliografía. Se podrá pensar sobre su literatura lo que se quiera (aunque hay una justa unanimidad a la hora de aplaudirla), pero ni el más retorcido detractor podrá discutirle que se la juega, que se arriesga, que no se conforma con lo fácil. En años en los que más bien se ha exaltado la literatura leve, anecdótica, testimonial, algo así como una literatura de puntillas, acomodada, afrancesada, poco comprometida, fácil…, él se ha embarcado por sistema en libros que implicaban investigaciones y documentación, aparte de mucha imaginación, mucha inventiva y mucha reflexión. Incluso cuando ha caído en la tentación (impropia de su ambición literaria) de autorretratarse, como hizo en un personaje de Lo demás es aire, lo ha hecho dentro de un retablo en el que había treinta tramas más, en una historia vertical que cumplía con la clásica «unidad de espacio» (el pequeño pueblo de Toñanes, en su Cantabria), pero que en lo cronológica iba desde los trilobites hasta el wifi, desde los dinosaurios a la última pandemia.

Lo que hace ahora era algo en principio más sencillo, pero él ha sabido complicarlo. Se trataba de escribir un ensayo sobre la soledad, que es uno de los grandes asuntos de nuestro tiempo (y que esa pandemia, por cierto, ha visibilizado de un modo definitivo), y sobre lo que ya se ha escrito mucho (entre otras cosas monografías que Gómez Bárcena conoce y cita), pero él ha organizado un estimulante patchwork al que, desde el mimo título, ha dado forma de mapa. Cada capítulo luce el nombre de un espacio neutro (Océano, Ciudad, Cumbre, Desierto…), y sobre él se analizan sus circunstancias literales, y también las metafóricas. Quiero decir: de la «Cumbre», por ejemplo, se habla de los alpinistas, pero también de la soledad de los poderosos, la de los reyes, la de los dictadores…

El libro es el resultado de yuxtaponer o solapar lecturas, experiencias, viajes, conversaciones, noticias, estadísticas, intuiciones y mucha observación. Creo que Juan Gómez Bárcena jamás se ha expuesto tanto en ningún libro, y no tanto por las cosas que cuenta que le han pasado a sí mismo como por el modo de compadecer a los solos, a los incomunicados, a los torpes. Él ya escribió toda una novela, Kanada, en la que un personaje se pasaba años esencialmente solo, pero aquí hay una subida en la apuesta, ya que ahora se habla en una primera persona mucho más comprometida e implicada.

Por otro lado, y aunque pueda parecer contradictorio, este ensayo es bastante cauto, al menos en buena parte de sus páginas, perfectamente escritas y totalmente pulcras siempre. Gómez Bárcena no es de desmelenarse, y yo creo que a veces le gustaría más. Es como esos niños que ven cómo todos los demás se tiran en trineos haciendo el bruto, temerariamente, y a él le dan envidia, le apetecería mucho hacer lo mismo, pero acaba ganando la prudencia, una sensatez que le hace ser uno de los mejores escritores españoles de su generación (si no el mejor) pero al que le falta un punto de osadía. No de riesgo, pues ya he anotado que siempre se mete sin arredrarse en líos monumentales, en proyectos complejos y exigentes (más para él que para el lector), pero sí, digamos, de «chispa» en su prosa, de dejarse llevar, de soltar el volante y perder el control un poco, algo que a menudo conviene. Sus libros son perfectos, y este también, y eso es a veces un problema, que no, desde luego, un defecto. Es simplemente que, en otros libros, la perfección puede llegar a aburrir un poco. Pero en este no, porque la calidad de las ideas y la abundancia de datos y de enfoques hacen que el libro se lea y se disfrute rápidamente.

Yo he dejado mi ejemplar muy subrayado, por eso no cito nada. Y, si Juan Ramón Jiménez acuñó ese plural maravillosos de «Eternidades», aquí tenemos todo un catálogo de soledades, un sustantivo que en principio no admite el plural (o cuyo plural es siempre un poco paradójico) pero que en este caso da cuenta de la verdadera epidemia de hoy, un mundo híper-poblado en el que la sensación de soledad es no sólo creciente, sino crecientemente agobiante. Y la lectura es un acto solitario, pero estos libros hacen, nítidamente, que uno se sienta acompañado o, mejor, entendido.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D