Marta Sanz y el gran teatro del mundo literario
«Lleva en ella la contradicción entre luchar por los valores de igualdad y justicia social en una sociedad en la que se sabe, pese a todo, privilegiada»
«Me sigue dando vergüenza ser escritora. Contarlo. Quizá por eso escribo: para indagar en las razones de lo que nos da vergüenza» (p. 37). Marta Sanz (Madrid, 1967) no teme hablar claro, no teme abordar esos asuntos que se callan por pudor o por parecer (porque así lo ha ido inoculando la hegemonía patriarcal) carentes de interés. La menopausia, la precariedad, el miedo ante la incertidumbre que se respiran en esta época. Se abrió en canal en La lección de anatomía (2008) y Clavícula (2017), dos novelas que parten del cuerpo, del cuerpo como mapa del amor y sus cicatrices, del cuerpo que se revela vulnerable ante el paso del tiempo, ante la inseguridad material. Y vuelve a abrirse, esta vez con un tono más juguetón, en Los íntimos (2024), un libro de memorias y reflexiones sobre lo que se podría denominar la vida pública de una escritora.
Es un tema menos grave, pero quizá más incorrecto todavía: los bastidores de ese gran teatro que es el mundo literario, o más bien teatrillo, en el que los protagonistas son tanto marionetas como actores de carne y hueso. Cuando un autor escribe sus memorias, suele centrarse en la vida personal, la familia, las circunstancias en las que surgieron sus obras. Si acaso, la relación con su editor y con algunos colegas. Pocas veces se entra sin tapujos en esa otra faceta de la vida literaria que es la esfera pública: las presentaciones, las conferencias, los premios, las entrevistas. La presencia mediática, aunque la palabra «mediática», aplicada a una novelista, se vuelve pequeña. Marta Sanz, que ya rompió el tabú del dinero en Clavícula –en un pasaje enumera lo que gana entre anticipos por sus libros, actos diversos y colaboraciones en prensa–, rompe ahora el de aquello que forma parte de las responsabilidades del escritor más allá del hecho mismo de escribir.
En su obra, y se podría decir que en sí misma, conviven lo alto y lo bajo, la cultura y la calle, lo selecto y lo popular. Doctora en Filología Hispánica, trabajó como profesora y forma parte de esa clase media que desde la niñez tuvo acceso a los libros. No olvida a su abuelo obrero, sin embargo: lleva en ella la contradicción entre luchar por los valores de igualdad y justicia social en una sociedad en la que se sabe, pese a todo, privilegiada. Demasiado culta para el pueblo llano, demasiado provinciana para el literato de pedigrí. La incomodidad al hablar de dinero, de subsistencia en un sistema editorial frágil, viene de ahí: la precariedad existe, pero no puede negar que a ella le ha ido bien. O, al menos, echando la vista atrás, no le ha ido mal. Es de las que se han mantenido de la generación de los noventa: integró una «selección» de escritoras jóvenes de la editorial Destino, con Lucía Etxebarria al frente, y ella, y muchas que se han perdido, en el pelotón.
Treinta años de carrera dan para mucho. Están los inicios: su debut, El frío (1995), con el apoyo fundamental de Constantino Bértolo, un editor que con el tiempo se convirtió en amigo y lector fiel. La influencia de Marguerite Duras, esa vocación de afrancesada que, por suerte, se le quitó. La entrada en el circuito: las críticas (cuando importaban algo más que ahora), las entrevistas, las fotos, los encuentros. Que si este crítico ha dicho tal, que si aquí me han sacado disfrazada de señorita. Porque un escritor, como cualquiera, tiene su ego, no hay que engañarse. Y no le gusta no gustar; es más, da incluso miedo, o más bien da miedo no ser entendido. Más temores: vender poco, que tu editorial eche el cierre y vuelta a empezar. A ella le pasó. Ahora la vemos tan campante, tan consagrada, en Anagrama, la editorial en la que tantos han querido y quieren figurar; pero antes le tocó foguearse en otros sellos, asumir el rechazo de algún manuscrito. Su éxito no es tanto el haber llegado como el haber perseverado cuando carecía de esta seguridad.
Durante su paso por Destino fue finalista del Premio Nadal (Susana y los viejos, 2006), ese galardón que se entrega cada 6 de enero en el Palace de Barcelona y que hace años significaba algo. Los reconocimientos merecen una mención aparte: son el escaparate del escritor, y sin embargo es cuando menos actúan como ellos mismos. Se engalanan, se ponen sus mejores vestidos, y de vestidos y de galas escribe la autora, que recuerda lo que llevó en cada ocasión, los comentarios que le hicieron, los posados forzados de las sesiones de fotos. El teatrillo. Tantos años, tanta vida, para parir un libro; y luego una simple instantánea resume quién eres tú para el espectador. Al escritor no se le puede ver en plena faena, porque escribir es una gimnasia mental que lo acompaña allá donde va.
No todo son focos y pantallas. Hay amigos, con nombre y apellidos: Pilar Adón, Luisgé Martín, Javier Pérez Andújar, Sara Mesa, entre otros. Ausencias: «Empezamos a tener una lista demasiado larga de compañeros de oficio que ya no están. De esto también hay que levantar acta. Somos una generación de muertos prematuros y enfermas crónicas» (p. 49). Se acuerda, por ejemplo, de Julián Rodríguez, escritor y editor de Periférica, que le publicó el ensayo No tan incendiario (2014): su mirada, recuerda, «te transformaba inmediatamente en otra persona. En alguien interesante. Incluso lúcido» (p. 49). En el libro copia WhatsApps, rememora charlas y confidencias con compañeros. No solo hablan de proyectos, claro, porque la vida es algo más, siempre es algo más. Y son humanos.
Aparecen escritores más ilustres, apellidos extranjeros, nombres que ya llevan la huella de la historia. Las influencias, las que siempre estuvieron ahí y las que llegaron después, porque uno no deja de retroalimentarse con la lectura, porque en ocasiones el mundo los descubrió después, también, como Annie Ernaux. Con algunos coincidió en saraos, pero no se jacta de «conocidos»: fueron cruces más cómicos que profundos, meras anécdotas. Y el libro no solo recoge el lado amable: están los nombres de quienes le dedicaron una crítica negativa o le hicieron algún feo. Ahí es quizá donde más se moja, no solo por los detalles, sino por contar sin ambages que, sí, hay detalles que duelen, que molestan, que sacan de quicio. Pequeñeces que no son de vida o muerte, pero que, caramba, fastidian.
«Me digo: hay que atreverse a contar lo difícil», se dice, y lo difícil de contar no son los traumas, sino aquello que no te deja en una posición precisamente simpática» (p. 37). En la narrativa española reciente, pocos se han atrevido a ello (Laura Freixas, en sus diarios, es una de ellas: habla, por ejemplo, de la envidia).Es posible que Los íntimos sea ese tipo de libro que interesa sobre todo a escritores (o a lectores que aspiran a ser escritores, aunque estos son muchos más de los que acabarán leyéndolo). Habrá quien lo encuentre fascinante por mostrar la trastienda del mundillo y quien lo desprecie por impúdico, por ser yo, yo, yo. Como en un (odioso) examen tipo test, ambas opciones son válidas. Sus fieles, en cualquier caso, disfrutarán de esta Marta Sanz más desinhibida, una Marta Sanz que ha perdido la vergüenza (algo bueno tendrá cumplir años) y escribe unas memorias desenfadadas, con mucho humor y, a la vez, mucha sabiduría, de esa que solo dan los años, que ayuda a mirar atrás con perspectiva. Por supuesto, no faltan sus piruetas narrativas; ante todo es una artista del lenguaje. Se considera una obrera de las letras, pero no es verdad: es una acróbata. Que trabaja duro, claro, porque hay que mantener la elasticidad. Y seguir asombrando.