'Una revolución llamada Rasputín': el monje loco que hechizó a la aristocracia rusa
Hernán Migoya y Manolo Carot capturan el espíritu de la Rusia prerrevolucionaria en un cómic apasionante
Posiblemente, no hay dos personajes mejor equipados para reflejar las contradicciones de la Rusia de 1916: el ‘Monje Loco’ Grigori Rasputín y una jovencísima Ayn Rand, aún conocida por aquellos días como Alisa Rosenbaum.
Convocada en un cómic lleno de matices, donde fondo y forma se dan la mano, esta insólita pareja certifica el final de una época que está a punto de dar paso al régimen soviético. Gracias a la suma de talentos del guionista Hernán Migoya y del dibujante Manolo Carot, Rasputín y la futura autora de El manantial y La rebelión de Atlas cruzan sus destinos en un momento histórico marcado por el caos y las conspiraciones. El imperio zarista se tambalea como un coloso herido y Rasputín, una figura tan venerada como temida, se encuentra en el centro de este torbellino de complots, insidias y manejos diplomáticos.
En lugar de agarrarse a los tópicos habituales sobre su influencia en la corte de Nicolás II, Migoya plantea en su guion un giro inteligente. El villano hedonista y místico, inmortalizado en la pantalla por Christopher Lee, John Barrymore o Alan Rickman, nos muestra aquí aspectos luminosos en una sociedad afectada por todos los males imaginables.
Mujeriego, místico y más listo que el hambre, este Rasputín es un tipo visceral y dionisíaco, pero también se muestra cercano a los padecimientos de los de abajo: las clases ninguneadas por la aristocracia y, en particular, la minoría judía.
Más allá de los tópicos
Las razones que llevaron a los autores a contraponer un personaje tan extremo con esa niña de 11 años que, en su exilio estadounidense, pondría las bases del individualismo radical, son el punto de partida de una entrevista donde ambos comentan el desarrollo y ejecución del proyecto.
«El álbum nace a iniciativa de Manolo -nos cuenta Migoya-, él quería dibujar un álbum sobre Rasputín y me propuso escribir el guion. A mí, más que la Historia en sí, me apasiona llevar la Historia a nuestra sensibilidad en vigor, a través de la ficción. Casi todo lo que se cuenta en nuestra obra es real, pero lo envolvemos de una pátina pop para encontrar equivalencias en modelos actuales. En cuanto a Ayn Rand, su inclusión nace de mi familiaridad con su obra y figura: cuando caí en que ella tenía 11 años en 1916 y podía perfectamente haber conocido a Rasputín (los círculos burgueses son siempre muy cerrados, aquí y en Lima), comprendí que por fin podía llevar el proyecto a mi terreno. De otro modo, me tendría que haber limitado a mirar desde la barrera ese topicazo del Rasputín ‘gurú sexual’, rodeado de groupies aristocráticas, y basar todo enjuiciamiento moral a esa limitación de rol, que es el cliché que ha explotado despiadadamente Hollywood desde su puritanismo».
Cómo revivir el Moscú de 1916
Manolo Carot logra algo admirable con esta trágica historia: reconstruir en imágenes el Moscú de hace más de un siglo. Gracias a un uso ejemplar de las acuarelas, su aproximación gráfica resulta bella e impactante. «Lo que acabas de decir -me dice- podría resumir el objetivo que me marqué para este álbum. La Rusia zarista es otro de los personajes principales de este libro, una Rusia cruel y hermosa. Mi primer paso a la hora de abordar el dibujo de Rasputín fue el de entender esa época y ese lugar. Para ello utilicé las referencias de pintores como Iliá Repin y algunos libros que recopilaban trabajos artísticos más variados: arquitectura, joyería, decoración… Cuando ya tenía la imagen, más o menos clara, empecé a desarrollar mi propia visión del lugar, haciendo estudios de personajes en lugares y situaciones variados. Parte de estos estudios están incluidos en los extras del álbum».
«También en esos estudios -añade- trabajé con diferentes técnicas. Al principio, mi idea era realizar todo el cómic en óleo, pero dada la complejidad y el nivel de detalle que demandaba el guion de Hernán, finalmente opte por la acuarela».
Con este nuevo álbum bajo el brazo, Migoya y Carot consolidan un equipo creativo que ya dio muestras de complicidad en títulos como El hombre con miedo (2001), Kung Fu Kiyo (2003) y Ari, la salvadora del universo (2004). «Hernán es muy respetuoso en ese aspecto -aclara el dibujante- y esa es una de las razones por las cuales es tan fácil trabajar con él. Siempre presenta su guion con una propuesta sólida de distribución de viñetas, pero con margen para que yo cambie lo que crea oportuno. Aunque no suele pasar a menudo, porque Hernán tiene experiencia en el lenguaje del cómic y sus soluciones suelen ser muy efectivas».
«A estas alturas -tercia Migoya- es imposible que ninguno acceda a las riendas del otro, trotamos libres y, sí, nos compenetramos con bastante naturalidad. Obviamente, había que manejar mucha documentación para recrear la Rusia de 1916, pero Manolo siempre se las arregló para agregar un extra de genio visual. Es la única vez en toda mi carrera de más de treinta años como guionista de cómics que me siento a solas con un álbum escrito por mí únicamente para volver a mirar y remirar sus hermosos dibujos».
La niña que desafió al Monje Loco
Incluso para el lector familiarizado con las postrimerías del Imperio ruso, Una revolución llamada Rasputín incluye episodios poco frecuentados. «Este álbum -dice Carot- me ha llevado a descubrir una Rusia que desconocía y, sobre todo, una revolución que no era ni de lejos esa conquista justa y necesaria que tenía en mi mente infantil. Además de descubrir una escritora como Ayn Rand. La verdad es que ha sido un trabajo muy provechoso».
Sin duda, el personaje de Rand, idolatrado en Estados Unidos y demonizado por buena parte de la intelectualidad europea, brinda a este relato otro enfoque inesperado. El encuentro ficticio entre Rasputín y la futura filósofa no es solo una licencia narrativa, es una confrontación simbólica entre dos mundos. Rasputín representa lo febril y lo caótico, mientras que Rand aborda cada nuevo dilema con una racionalidad implacable.
«Tener de contrapartida a una Ayn Rand niña -aclara Migoya- me permitió incluir este elemento de contraste, un ser inocente, pero tremendamente lúcido para su edad (convendremos en que la Rand debió de ser una niña terrible) contra quien medir todas las demás cualidades del Monje Loco, negativas y positivas… Que también tuvo muchas de estas últimas».
Un cómic que desafía al lector
Hay en el destino de este Rasputín una melancolía y un fatalismo que tienen que ver con cierto modo de entender el pasado: fracasan las revoluciones, incluso las que parecen majestuosas e imparables, y también fracasan los grandes idealismos, devorados por sus demonios. A partir de aquí, parece lógico que figuras tan despreciadas como la que protagoniza este cómic merezcan ser revisadas bajo una nueva luz.
«Exacto -responde Migoya-, hay una cierta vindicación de Rasputín en esta obra. Por un lado, porque en el fondo, él era un rústico siberiano, prácticamente analfabeto, en la corte de los pijos aristócratas. Hay que ponerse en su lugar: ¡cómo no lo iban a odiar los finolis ultraderechistas al ver el poder e influencia que ejercía sobre el Zar y, sobre todo, la Zarina! Lo tenían que eliminar como fuera. Al final, todo se limita en gran medida al encontronazo de siempre entre el esnobismo capitalino y la franqueza rural».
Una fábula rusa para tiempos de incertidumbre
«Por otro lado -continúa Migoya-, el descubrimiento de esa veta de honestidad interior en Rasputín (y también en esa Ayn Rand púber que creía en la revolución parlamentaria de Kérenski) es lo más cerca que yo puedo estar de cualquier idealismo: tiene que ser a través de una experiencia individual, jamás colectiva. No creo en los comportamientos irreprochables de las masas y por eso mi visión de la revolución rusa tampoco responde al simplismo sentimental y maniqueo con que la cultura española lo suele abordar. Yo siempre inventarío los daños y, para mí, como para Baroja, la muerte de un solo bebé ya desacredita cualquier revolución y, por supuesto, cualquier gobierno represivo. Debajo de cada ideología hay muertos y todavía me admira la alegría con que la gente se adscribe a cualquier bando sin ningún pudor: yo me paso la vida dudando y tratando de no cosificar ni demonizar para no justificar la eliminación del otro. De hecho, más que equidistante, soy equinoccial: me vine a vivir casi al Ecuador para no tener que seguir expuesto a las insoportables discusiones españolas sobre política».