Eduardo Crespo: en la muerte de un poeta distinto
Algunos creadores escriben durante años con perseverancia, pero vacían el cajón de inéditos al llegar a la jubilación
Hay un tipo de poeta, sorprendentemente frecuente, que escribe a lo largo de muchos años con perseverancia, autoexigencia e incluso cierta ambición, pero que solo se decide a empezar a vaciar el cajón de los inéditos al llegar a la edad crucial de la jubilación, como si la vida laboral fuese incompatible con esa vida simbólica que de alguna manera permite o reclama el arte.
La mayoría de los creadores vive, casi literalmente, una doble vida, como si todos fueran espías o infieles: por un lado está su dimensión visible, civil, superficial, económica, política o familiar, que se despliega ante los vigilantes ojos del mundo, pero por debajo hay unas fantasías, unos sueños o unas frustraciones que van traduciendo a literatura (o a pintura, o a fotografía…) y que normalmente, si hay suerte, van también ofreciendo, publicando, exponiendo, enseñando. Pero estos otros de los que hablaba en el primer párrafo parecen lo suficientemente serios, rectos o responsables como para no mezclar, y solo se destapan como creadores una vez que, por así decirlo, cierran para siempre la puerta de la oficina y se lanzan, con una ilusión renovada, a velar por todo aquello que han ido sembrando y cosechando, a menudo en secreto, a través de las décadas.
He conocido a varios, y entre ellos hay, como es natural, de todo, pero ninguno con un talento más claro y pujante que el de Eduardo Crespo de Nogueira (Madrid, 1960-2024), quien me escribió un correo electrónico el 4 de enero de este mismo año que ahora acaba para presentarse muy amablemente y contarme que había publicado un libro que intuía que podía gustarme.
Uno es también medio poeta y, por tanto, pocas veces puede rechazar una comida gratis, de modo que pocos días después andábamos don Eduardo y yo en la plaza de la Iglesia de Galapagar, dando cuenta de un perfecto arroz con bogavante y comentando sus poemas, no sólo los publicados en aquel libro recién aparecido sino un buen centón de inéditos que, tras mi sorpresa, me había hecho llegar. Porque a esas alturas ya andaba yo sinceramente impresionado por la calidad de su poesía, que había ido creciendo espectacularmente desde su ya destacable ópera prima, Las fachadas del límite (Madrid, Vitruvio, 2023), hasta Playa sin mar (Madrid, Vitruvio, 2024), que es el magnífico libro que nos unió, y explotando definitivamente en Un año en Laniakea, un tercer poemario que él daba ya por terminado y del cual él comenzó a hablarme en aquella misma sobremesa.
Han pasado casi doce meses, enmarcando el año, y nos encontramos con una noticia buena (maravillosa) y otra mala (terrible) relacionadas con el poeta: para empezar por esto último, ha ocurrido que, tras «una larga y hermosa carrera en el ámbito de la conservación de la naturaleza, los parques nacionales, la protección del paisaje y temas afines» (son palabras suyas, de la primera carta que me envió), don Eduardo falleció repentinamente el 20 de noviembre, dejándonos conmocionados. Por otro lado, lo relativamente consolador es que nos deja un buen número de textos inéditos en forma de poemas, ensayos y la citada novela, libros que trataremos de cuidar en el futuro, lo cual, en el ámbito literario, no pasa por custodiarlos sino por moverlos. Es una paradoja, pero, en lo que respecta a la mejor literatura, a la más «sagrada», para respetar el secreto hay que destruirlo. «Esta mañana he hablado con las flores. / Suelo hacerlo, pero no decirlo», escribió él en Playa sin mar…
Ese poeta metafísico, panteísta y profundo que era Eduardo cedía también a menudo a poemas anecdóticos en los que nos regalaba algo así como pequeñas piezas de una autobiografía que, por desgracia, ya no podrá existir. Así, el día en el que ganó el famoso “rosco” del programa de televisión Pasapalabra, con su suculento premio económico, o la mañana en que acompañó a Stephen Hawking por el Parque Nacional de Doñana (del que Crespo fue subdirector), se convirtieron en verso y quedan como testimonio de una vida que, me consta, él consideraba apasionante, colmada, plena, afortunada, viajera, variada, atenta, envidiable, y que, modesto pero a la vez muy consciente de su talento, se disponía a culminar con varios años de actividad literaria, de entrega a la poesía y de unas publicaciones propias que él se disponía a mimar.
Aparte de tener acumulado el trabajo íntimo de mucho tiempo, don Eduardo seguía escribiendo con tanto acierto como fecundidad. Tenía esa capacidad para hacer un gran poema de casi cualquier cosa sobre la que pensara o sobre toda noticia que le sobresaltase, como hacía Picasso con un sobre de azúcar o con un billete del metro. Cada pocos días me enviaba un nuevo poema, siempre con ese cosquilleo que produce saber que se acaba de encontrar algo valioso. El 3 de octubre me envió el último, en el que dickinsonianamente se explica que «estábamos sentados al borde del futuro / con los ojos chocando contra Preguntas Nuevas. / Tranquilos aguardábamos, tal vez, / Respuestas Grandes».
Preguntas Nuevas y Respuestas Grandes: es un buen objetivo, y también un certero balance de una obra poética que en pocos días, cuando aparezca Un año en Laniakea en La Gruta de las Palabras (la colección de poesía que dirige Fernando Sanmartín en las Prensas de la Universidad de Zaragoza), conocerá su tercer eslabón. Confiemos en que, aunque por desdicha tenga que ser de forma póstuma, no sea el último.