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Cultura

Poema de Navidad

Poema de Navidad

'La Natividad', de Giotto.

En buena parte del orbe occidental

el cuento de esta noche, me temo,
ya no se entiende. Fue una fábula
dos veces milenaria,
más perdurable y fiel que tantos hechos
demostrables y verídicos,
lo que no deja de ser un curioso enigma.
Empezó sucediendo a la fiesta pagana
del invierno, cuando la diosa del solsticio
siempre escenificaba su promesa.
Y ahora le sigue esta extraña pausa
de lo que se podría llamar
un nihilismo ecuménico,
aunque quién sabe qué señal transporta.
El caso es que pocos escuchan
(incluso muchos de quienes dicen
creer aún, tan dormidos en su amnesia)
mientras el cuento se nos hace viejo,
muy viejo, entre altares derrumbados
y retablos borrosos. Se llevan los mejores
cuadros a los museos y su mundo
civilizado vive tan solo del turismo.
Pero con los años, todo puede cambiar
(y quien no se abre a ello,
se condena a morir en vida, sin duda),
y así la idea de fe se ha transformado,
libre por fin de prótesis doctrinales,
abierta como el miedo que aniquila.
Alguien, en lo más duro de una larga
guerra, nos enseñó a aguardar sin esperanza,
a esperar sin amor, porque, decía, la espera
sería entonces espera de algo falso;
quedaba, sin embargo, la fe, pero la fe,
como el amor y la esperanza, están juntos
en la espera desnuda, que todo lo concentra.
Por eso ahora vuelvo al mito
de esta noche sagrada, tan incomprendida,
aunque solo me hacen falta,
para recuperar el tono,
vuestras manos y oídos,
una lectura común en voz alta.
Y poco a poco el cuento vuelve a contar
la vieja historia que aún no se ha acabado.
(Todo el mundo lo sabe y es profecía,
en casa del maestro hay novedad.)
Fijaos en la cueva, llena de humedad
sonora y goteante, ya no es la misma
–tampoco los pastores,
de rostro más oscuro y mirada turbia.
José compone, ahora lo sé,
una imagen de la renuncia
(la renuncia da, nunca roba)
y qué decir de la virgen, a estas alturas,
tantos años asunta y hierática.
Como bien se ve, está ahí tumbada,
porque es una mujer recién parida,
como la pintó aún el Giotto,
muy cerca del recuerdo corporal.
Todavía entonces se podía entender
el profundo sentido físico
del nacimiento virginal de Jesús,
el cese de la estirpe de Layo,
aquel linaje trágico que imponía
la sucesión de crímenes y venganzas
en la herencia de sangre. La culpa
quedó exenta en esa concepción única
y otra oportunidad se nos dio.
(Si hemos sabido aprovecharla,
es harina de otro costal). Por eso
el niño ha nacido sin deuda
y es el fruto de esa doble renuncia,
dispuesto para algo más que la cruz.
Hay un resplandor hermético,
se oye un bramido de bestias,
quienes se asoman ven conmoción
de caras y pañales. La escena
nos recuerda el deber de visión,
nada se acaba y todo empieza.
En la casa del pan nace esta noche
el cuento que no hemos sabido asumir.
Pero ya se oye a María cantarle
a su niño una vieja canción aramea.
En su alegría se contrae el infinito
como la luz al dar caza a la sombra
mientras volvemos sin notarlo
a las fuentes y se acuna en todos
nosotros el vacío originario.
Arriba el ángel, reverso del dolor,
despliega como nuestra conciencia las alas
y nos abre adentro otra vez el milagro.
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