'Gente de Hitler': el factor humano del nazismo
El historiador Richard J. Evans plantea en su nueva obra 22 retratos de figuras relevantes del horror nacionalsocialista
A la banalidad del mal de Hannah Arendt se podría contraponer la fascinación del mal. Si las plataformas de streaming están plagadas de series y documentales sobre todo tipo de psicópatas y criminales, el tema estrella de la historia contemporánea sigue siendo el nazismo. Esto último tiene justificación, si lo entendemos como un intento de comprender cómo pudo llegar a producirse semejante barbarie, con la intención de que no se repita. En cuanto a la sobredosis de psicópatas en streaming, para mí es un misterio.
¿Queda a estas alturas algo nuevo que aportar sobre el nazismo? Richard J. Evans demuestra que sí. Este profesor de Cambridge es uno de los mayores expertos en el tema y autor de un hito historiográfico: la trilogía que conforman La llegada del Tercer Reich, El Tercer Reich en el poder y El Tercer Reich en guerra (aquí publicadas por Península). Ahora, en Gente de Hitler. Los rostros del Tercer Reich (Crítica) plantea un acercamiento diferente: 22 retratos de figuras que tuvieron un papel relevante en la orquestación y aplicación del horror nacionalsocialista, en un intento de entender por qué hicieron lo que hicieron.
El planteamiento está tomado de un viejo libro del polémico historiador y periodista Joachim Fest, publicado en 1963: Los dirigentes del Tercer Reich, que consistía en una sucesión de 18 perfiles de jerarcas del régimen. La obra de Fest ha quedado ya muy superada por la aparición de nuevos documentos y nuevas interpretaciones. Y precisamente lo que intenta Evans por encima de todo es dejar atrás viejos clichés que acabaron calando.
Gente de Hitler arranca con una serie de preguntas: «¿Quiénes eran los nazis? ¿A qué motivos respondían los líderes y funcionarios del movimiento nazi y quienes pusieron en práctica su proyecto? ¿Qué había pasado con su brújula moral? ¿Eran acaso, en el sentido que corresponda, una gente anormal, trastornada, degenerada? ¿Eran gánsteres que actuaban con intención criminal? ¿O eran quizá unos ‘hombres corrientes’ (con unas pocas mujeres), dicho con más precisión, ‘alemanes corrientes’? ¿Eran marginales situados fuera de la sociedad o, de algún modo u otro, formaban parte del núcleo central de la sociedad alemana?»
La respuesta fácil y cómoda sería reducirlos a psicópatas para explicar sus actos. Sin duda es aplicable en algunos casos, tal como dedujo el psiquiatra de los juicios de Núremberg, al que Evans cita en más de una ocasión. Sin embargo, esta respuesta fácil es demasiado simplona y por tanto tramposa. Las conclusiones a las que llega el autor son más complejas y, por lo tanto, más inquietantes: «Muchos nazis no fueron estúpidos ni ignorantes, sino gente culta y bien informada».
El trauma de 1918
Una de las claves que encuentra el historiador para explicar lo sucedido es que los jerarcas nazis «estuvieron motivados, entre otras cosas, por la ferviente convicción de que, para revertir la humillación de 1918 y superar el trauma, era imprescindible adoptar medidas de un radicalismo extremo». Y eso explicaría también, en buena medida, el antisemitismo: «Culpar a los judíos fue una manera fácil y rápida de evitar enfrentarse a los factores complejos que explicaban la derrota de Alemania en 1918 (…) La derrota tenía que haber sido el producto de fuerzas conspiratorias, ocultas y malignas, en especial de las maquinaciones globales de los judíos». Los individuos que se situaron en el entorno de Hitler, humillados por esa derrota, «pudieron encontrar su realización y compensación en su compromiso absoluto con la causa nazi, como apoderados responsables de ejecutar el proyecto del nazismo sin ninguna clase de reserva moral».
El libro se divide en cuatro bloques, que agrupan a los varios círculos del poder, desde lo más alto de la pirámide hasta los capataces que ejecutaban las órdenes más abyectas sobre el terreno. La primera parte, El líder, la ocupa el Fürher a solas, merecedor del perfil más extenso, que arranca con esta frase: «Durante sus primeros treinta años de vida, Adolf Hitler fue un don nadie». A continuación, en un centenar de páginas, se traza un retrato en el que se repasan y discuten las aportaciones previas de otros historiadores: las biografías de Hugh Trevor-Roper, Fest e Ian Kershaw. Y se apunta que «por mucho que proyectara una imagen de dictador superheroico, dependió en muchos modos de un círculo íntimo e inmediato de subordinados que se encargaron de mantenerlo, promocionar su imagen pública, potenciar su confianza en sí mismo y llevar a la práctica su programa ideológico». Son estas figuras, esenciales para el funcionamiento de la maquinaria del régimen, las que ocupan el grueso del volumen. Algunas son archiconocidas, otras no tanto.
El segundo bloque está dedicado a lo que el autor denomina Los paladines, que «ayudaron en mayor o menor medida a dar forma al Tercer Reich y, bajo el liderazgo de Hitler, interpretaron un papel destacado en su ascenso y caída». Los más estudiados son el trío formado por Göring, Goebbels y Himmler. También se dedica atención en esta parte al diplomático Von Ribbentrop, al ideólogo Alfred Rosenberg, al líder de las SA caído en desgracia y eliminado de forma expeditiva Röhm, y al favorito del Fürher, Albert Speer.
Vienen a continuación los que Evans denomina Los apoderados, figuras que no estaban en el círculo más íntimo, pero desempeñaron papeles relevantes en el desarrollo de los acontecimientos. Entre ellos destaca el sanguinario Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo y del SD (servicio de seguridad de las SS) antes de ser destinado a Praga, donde la resistencia checa lo mató en un atentado. Acabada la guerra, quien había sido su segundo, Werner Best, la calificó como «la personalidad más demoniaca de toda la jerarquía nazi». También están en este apartado Hans Frank, «el carnicero de Polonia»; el eficaz burócrata Eichmann, que se ocupaba de que los trenes de la muerte llegaran en hora, y el enigmático Rudolf Hess.
Colaboradores necesarios
Hay otras figuras menos conocidas, pero muy interesantes para adentrarse en las tripas del nacionalsocialismo. En primer lugar, el maquiavélico político Franz von Papen, un colaborador necesario, que facilitó el acceso al poder de Hitler, ejerció de vicecanciller con él y desde la altivez clasista de aristócrata creyó poder controlar al paleto del bigotito ridículo, pero vio cómo la situación se le iba de las manos. También está Julius Streicher, el fanático antisemita que, como director del Der Stürmer, sembró -con la ayuda del fango y los bulos de Goebbles- la simiente ideológica del Holocausto. Y Robert Ley, el jefe de organización del partido nazi y creador del sindicato vertical.
Por último aparecen Los instrumentos, que actuaban sobre el terreno. Aquí Evans ha seleccionado al general Wilhelm Ritter von Leeb, en cuya campaña rusa sembraron el terror los Einstanzgruppen de las SS; al comandante de varios campos Egon Zill, y a dos tristemente célebres guardianas: las infaustas Ilse Koch, la bruja, e Irma Grese, la bestia. También figura Karl Brandt, médico personal de Hitler, que dirigió el llamado «programa de eutanasia«, consistente en eliminar con gas o inyecciones letales a los considerados no aptos para la nueva sociedad, y que estuvo también implicado en experimentos con seres humanos.
Y aparecen también dos mujeres relevantes: Gertrud Scholtz-Klink, la líder de la Liga Nacionalsocialista de Mujeres, y Leni Riefenstahl, la cineasta que se puso al servicio del nazismo. De ella dice Evans: «Fue una figura compleja y ambivalente. No fue un simple ejemplo de una persona alemana a la que Hitler sedujera políticamente; y fue más que una simple amoral que promoviera su carrera centrándose en elevarla a lo más alto sin preocuparse por nada (…) Riefenstahl no era una nazi fanática, pero sirvió voluntariamente a los que sí lo eran».
Se podrían haber añadido a este catálogo de monstruos a algún miembro de las poderosas dinastías industriales que apoyaron a los nazis por conveniencia, a pensadores como Heidegger y Carl Schmitt, o a artistas como el escultor Arno Breker y el actor Gustaf Gründgens. Entender el factor humano del nazismo ayuda a buscar respuesta a la pregunta del millón: ¿cómo fue posible que sucediera eso en un país culto y civilizado como Alemania, cuna de filósofos y músicos geniales?