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Cultura

Kathleen Hanna: la 'Rebel girl' al descubierto

Liburuak publica la biografía de una de las líderes del movimiento Riot Grrrls, y de los grupos Bikini Kill y Le Tigre

Kathleen Hanna: la ‘Rebel girl’ al descubierto

Kathleen Hanna frente a una batería. | Redes

«Me está creciendo pelo por la boca. Soy una versión defectuosa de Rapunzel. Si no cuento esta historia, me voy a ahogar». Con una afirmación así de vitriólica y enérgica descorcha Kathleen Hanna (Portland,1968) su biografía. ¿Kathleen Hanna?, dirán algunos. ¿Quién es esa tipa? Como con muchas lideresas, tal vez el nombre de los tanques musicales que llevo por las más peligrosas trincheras de los años 90 sean más reveladores. Bikini Kill y Le Tigre fueron los estandartes que cargó en ristre durante 2 décadas. Capitaneó el amanecer de las Riot Grrrls, un movimiento de amazonas punk estadounidense que, desde los fanzines, comenzó a reivindicar un feminismo ‘batallero’. Nada de intelectualizaciones victimistas, ni ‘apijados’ discursitos cubiertos de Kashmir. Kathleen Hanna y las riot grrrls pateaban las piñatas ceñudas de los machistorros con acordes reventones, sátira lírica y arte de mortero.

Liburuak ha tenido la sagacidad de editar esta maravillosa traducción de la biografía de Hanna, titulada: Rebel Girl: Mi vida como una feminista punk. ¿Por qué es relevante este anecdotario personal? A grandes rasgos, cabría decir que Hanna encarnó un movimiento relevante de la cultura feminista de los años 90, y lo hizo con inteligencia y talento. Si entramos en los pormenores, las confesiones recogidas en el libro son propias de una película de John Cassavetes. Hay que ver… nunca deja de ser cierto el refrán: «en tu casa cuecen habas y en la mía calderadas».

Hagamos un ligero repaso de lo que cuenta esta punki de ojos antillanos y gesto de angelical muñeca. En primer lugar, la familia. Incubadora del carácter y los traumas. El lugar de donde venimos marca el horizonte hacía el que caemos. En el caso de Hanna, un terruño formado por una hermana algo zumbada que la perseguía con cuchillos por la casa, y una madre obsesionada con la limpieza y encorsetada a fuerza de dependencia económica en su matrimonio con el padre de Kathleen. Un tipo que, restringiéndonos sencillamente a los hechos, era un soldador alcohólico que instaló en su furgoneta un altavoz gracias al que se dedicaba a gritar a las transeúntes lo bonito que tenían el cojinete trasero –por cierto, con sus hijas en los asientos delanteros-. El padre de Hanna, pieza total, se dejó llevar por la violencia doméstica en no pocas ocasiones y, aunque no llegó a culminar, la futura líder de Bikini Kill estuvo a un tris de experimentar el maravilloso regalo del abuso incestuoso por su parte. Un primor de figura paterna, vaya.

A medida que uno avanza en la narración, acaba entendiendo por qué Hanna se volcó tanto con el movimiento feminista. Antes de que una larga ristra de tíos se comportasen con ella de las formas más sórdidas y deplorables, su padre ya llevaba en la parte trasera de la furgoneta una pegatina donde estaba escrito «Exmujer en el maletero». Si es que, con semejantes referencias masculinas, lo suyo es que una acabe queriendo practicar la castración química en masa o haciéndose lesbiana.

Banda feminista punk Crass

Pero el caso es que, como decía, Hanna relata otra serie de acontecimientos en su relación con los hombres que hacen perder la fe en el género. Se tuvo que someter, sola y dejada como un trapo, a un aborto escalofriante con menos de 18 años en el 84, previo a un sarta de sacrificios y riesgos que hoy no correría ni un ‘youtuber’ de aventuras. Soportó que uno de sus novios, en la universidad Evergreen State College, empapelara una cruz de fotografías suyas desnuda sin su consentimiento, y la expusiera como trabajo a la entrada de uno de los recintos. Y, en segundos intentos con otro zutano universitario, aguantó que el tío le gritase que era una «puta-toma-ácido» cuando Hanna, simplemente, le dijo que no se veía con él. Que estaba buscando otra cosa. A grandes rasgos, un rosario de masculinidades tóxicas que, válgame Dios, como poco tuvo que avivar en ella una inquina natural. Puede que hasta una misantropía. Pero eso no es todo…

Aunque Katleen Hanna siempre tuvo afinidad por la música, en especial por Aretha Franklin, y le gustaba cantar y actuar, no fue hasta la residencia universitaria cuando descubrió a la banda feminista punk Crass, gracias a su amiga y compañera de cuarto Aleen. Una chica a la que, en segundo año de carrera, un ebrio hijo de su madre intentó violar y, a cambio de la resistencia de la chica, el tipo le pagó con una brutal paliza. A partir de entonces, Hanna se dedicó a escuchar punk, a crear obras de arte de una factura notable, aunque minusvaloradas (una de ellas visible en la cubierta interior del libro) y a trabajar en SafePlace: un centro de ayuda a mujeres violadas y maltratadas de Olympia, Washington. 

¿Son estas experiencias de juventud suficientes para avivar en una mujer las ganas de hacer arder el mundo con acordes machacones? Supongo que sí. Sin embargo, no contenta con eso, Hanna también sumó a su almanaque de buenos recuerdos masculinos trabajar en un bar de zumos llamado Razzmatazz. Qué puede tener de malo un bar de zumos, ¿verdad? Pues nada, en principio, de no ser porque en la susodicha sala no ser servía alcohol para que así las strippers que rondaban el garito pudieran ser menores de edad. Entre ellas, la frontwoman de Bikini Kill, quien se dedicó a financiarse los estudios contoneándose frente a priápicos mandriles, con un bikini ligerísimo inspirado en un espectáculo de los Chippendales (una dance troupe de estriptis masculina).

Un fanzine feminista llamado Bikini Kill

Y así, con un buen material combativo en el pecho, y muchas ganas de descargar un sonado «qué te jodan» al mundo, Kathleen Hanna comenzó a escribir canciones. Se reafirmó en la posibilidad de liderar una banda siendo mujer inspirada por otro de sus referentes musicales: la cantante de Mad Violets, Wendy Wild. También su amistad con Kurt Cobain y los miembros de Nirvana -que por ahí rondaban- ayudó a Hanna a tener confianza en sí misma, pues la instaron a montar un grupo musical. De hecho, y adelantándonos unos años, es a Hanna a quien debemos el hito de Nirvana: Smells like teen spirit, pues se basó en un tag que escribió la, ya por entonces, líder de Bikini Kill en la habitación de Cobain, en referencia al aroma que despachaba el cantante.

Todavía en Olimpia, en 1990, Hanna acabó juntándose con sus amigas Tobi Vail y Kathi Wilcox, para crear un fanzine feminista llamado Bikini Kill. Y aunque cualquier pensaría que el nombre se debe a las antiguas labores exhibicionistas de Hanna, ataviada con su escueto bikini, en realidad es una referencia a los ensayos nucleares que el gobierno de Estados Unidos realizó en el atolón Bikini, en las Islas Marshall, entre 1946 y 1958. Al final, y motivadas por el estallido de otras punk girl bands, como L7, decidieron que la música sería un motor de comunicación mucho más amplio y efectivo. Y no se equivocaron. A partir de ese momento, se sucedieron dos décadas de puro ejercicio musical, prometedor en fuerza y desafiante en contenido, que hicieron de Kathleen Hanna todo un referente del feminismo más guerrero y de la música más cojonuda. «Empecé a cantar porque estaba llena de dolor, tristeza y rabia», reconoce llegado un punto. Y, ¿cómo negarlo? después de los traumas que perlaron su vida, tenía razones de sobra para acoger esos sentimientos.

Hay biografías que son floridos ejercicios sobre la nada, la vanidad o la locura. Esta no es una de ellas. El de Hanna es un relato seco, arsénico, quirúrgico a ramalazos vista su ‘frontalidad’, donde no hay esquirla tabú, ni una búsqueda de redención. Su confesión es clara y a la par dolorosa. No porque así lo exprima ella, sino porque la simple narración de los acontecimientos que enrarecieron y depredaron su vida, son suficientes para enervar al lector. Como dice al principio: «sigo intentando contar mis violaciones como si fueran algo gracioso, pero tengo que dejar de hacerlo porque no lo son». Sin pecar aquí de pildorita freudiana, está claro que el humor y el gargajo ácido han sido mecanismos para Hanna con los que gestionar su astillado destino. Unas herramientas que están impregnadas en la mayoría de las páginas de esta notable biografía, que sirve tanto para conocer la vida de una de las líderes del movimiento punk de los años 90, como para reivindicar la importancia del feminismo. Un perfecto regalo para todo, o toda, al que le venga bien espabilar, hacer una lectura real de lo que sucede en las vidas de muchas mujeres y cómo hacerle frente, no con victimismos almidonados o discursito de salón, sino con ingenio, fuerza y valor. Y si es con buena música, mejor.

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