Thomas Wolfe: en busca del hermano perdido
Trotalibros recupera uno de los textos más especiales del autor, ‘El Chico Perdido’, inspirado en la muerte de su hermano
No es poco que William Faulkner te señale como el mejor escritor estadounidense de su tiempo (colocándose a sí mismo el segundo). Le ocurrió al hoy no tan conocido Thomas Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900-Baltimore, Maryland, 1938) tras publicar su primera novela, La mirada del ángel (1929), una vasta historia de formación. Enseguida se reveló como un novelista de largo aliento; y, como cuenta en Historia de una novela (1936; Periférica, 2021, trad. Juan Cárdenas), su editor, al ver su dificultad para recortar un manuscrito de cientos de páginas, le hizo entender que él no sería el tipo de autor de prosa destilada como su coetáneo Ernest Hemingway. Tendría que dejarse ayudar para cribar y aprender a poner punto final a cada proyecto.
Sin embargo, pese a haber firmado aún otras tres grandes novelas (grandes por maestría y por magnitud) –Del tiempo y el río (1935), La red y la roca (1939) y No puedes volver a casa (1940)–, cuando los años y los estudios posteriores permitieron poner su obra en perspectiva, fueron sus cuentos y nouvelles los que gozaron de mayor consideración. No se reunieron en sus versiones originales completas hasta 1987; y poco a poco se han ido vertiendo al castellano por separado. Entre estos textos, uno ocupa un lugar especial: El chico perdido (1937), inspirado en la muerte de un hermano del autor, llamado Grover, cuando solo tenía doce años. Trotalibros lo recupera ahora con una nueva traducción de Jan Arimany e ilustraciones de Celia Mallada.
Thomas Wolfe, el menor de los ocho hermanos, apenas contaba cuatro años cuando su hermano enfermó de tifus. La voz narrativa del relato no es testimonial, no se parece a la autoficción contemporánea ni a la literatura sobre el duelo habitual, sino que, fiel a su vocación de novelista, adopta forma de ficción, es decir, de reconstrucción, para lo que vertebra el tema en torno a cuatro partes, cuatro puntos de vista: el propio muchacho, a su llegada a la ciudad donde se traslada la familia, unos meses antes de morir; la madre, tras la pérdida; una hermana, que lo recuerda años después; y un hermano, alter ego del autor, que lo evoca desde la limitada memoria que puede tener al haberlo conocido siendo él tan pequeño, una memoria alimentada de los recuerdos de los otros.
Hijo de su tiempo, Thomas Wolfe se inscribe en el modernismo de quienes vivieron la Gran Guerra en su juventud y escribieron la mayor parte de su obra durante la crisis de la década de los treinta. Más que un narrador de aventuras a la usanza decimonónica, la introspección, el monólogo interior y la remembranza son los pilares que sostienen su narrativa, incluido El chico perdido. Con un estilo cercano a Marcel Proust, se prodiga en la evocación de ambientes en su primera parte, cuando el joven protagonista sufre un contratiempo en una tienda: la descripción de lugares y personajes, la sensibilidad para plasmar las emociones de un niño en un incidente cotidiano, la leve catarsis final; todo respira ese aliento proustiano de la recreación de la infancia.
En la segunda parte, un monólogo de la madre introduce un motivo que se repetirá en los siguientes textos: la sensación de que el hijo muerto era el más talentoso de todos, lo que no deja de ser una manifestación de piedad por lo que pudo haber sido, por el potencial nunca revelado; un niño muerto es una inocencia que no llegó a quebrarse, un duelo infinito. El punto de vista de la hermana, a continuación, añade la perspectiva del tiempo, junto con una mirada al resto de la familia, a esa madre, ahora vista desde fuera, que no volvió a ser ella misma. La herida del hijo perdido nunca se cierra en la familia, y esa sombra latente alcanza al hijo menor, que apenas lo conoció, pero ha crecido bajo su omnipresencia en la atmósfera del hogar, lo que lo empuja, años después, a recorrer las calles que su hermano transitó, a buscarlo en los espacios que habitó y que la familia dejó atrás, en un viaje de regreso que cierra el círculo iniciado en el primer episodio.
Solo que ese retorno de la última parte, como cualquier intento de volver a un lugar que nos conoció de niños, más que reencontrar, aumenta la conciencia del paso del tiempo. La existencia, para los demás, para los edificios, para, en definitiva, el mundo allá fuera, no se detuvo cuando murió Grover, no ha permanecido inmóvil; y esa percatación es, quizá, el dolor último de quien vive marcado por una tragedia. Con todo, el protagonista halla una suerte de consuelo íntimo, de leve catarsis, en una visita que se mueve entre la cruda realidad y el deseo de lo que espera, lo que necesita, lo que a la postre sospecha o imagina hallar en ella. Porque donde el recuerdo no coincide con la materia, la mente humana termina de completarlo; y es en esos rayos de luz donde alumbra la penumbra. Y donde reside la esperanza, la vida. También, en buenas manos, la gran literatura.
Es una ironía cruel que El chico perdido fuera uno de los últimos trabajos que Thomas Wolfe vio publicados; el autor falleció unos meses después, de tuberculosis, poco antes de cumplir treinta y ocho años. De su hermano nunca sabremos lo que habría llegado a ser; en cuanto a él, no obstante, no cabe duda de que con este texto alcanzó la plenitud literaria. Es mucho más que el homenaje al hermano perdido, mucho más que el retrato de una familia desgarrada; es un despliegue de sensibilidad e intimismo extraordinarios, una evocación brillante del mundo bajo la mirada asombrada (y temerosa) del niño, una exploración de la memoria y las cicatrices del tiempo, un relato de finales que no habla del final, sino de lo que queda tras este. Si ya es difícil escribir sobre la pérdida, aún lo es más hacer de ello algo hermoso, convertirlo en un prodigio de alta literatura. Este lo es; normal que hasta Faulkner se rindiera ante él.