Las efigies de Tartesos vuelven a Badajoz
Las cinco rostros de Turuñuelo, hasta este fin de semana en el Museo Arqueológico, irán a parar a un centro regional

Uno de los 'Rostros del Turuñuelo’ expuestos en el Museo Arqueológico Nacional. | Ministerio de Cultura
Este fin de semana se clausura en el Museo Arqueológico Nacional (MAN) la exposición sobre uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de las últimas décadas, el de las cabezas tartesias encontradas en Casas del Turuñuelo, al norte de Badajoz. Si no lo han hecho ya, corran a verlas. Son bellísimas. Cinco efigies, tres de ellas incompletas, pero tan delicadamente talladas que, como con en toda gran obra de arte, no se pueden comparar con nada que hayamos visto antes.
¿Cuántas veces tenemos la posibilidad de estar cara a cara con una civilización de la que apenas sabíamos nada? Por supuesto, los arqueólogos sabían ya muchas cosas de Tartesos. Pero los tartesios, la primera cultura de Occidente al decir de los antiguos griegos, se habían mostrado tan obstinadamente anicónicos que, rechazando representar la figura humana, nos habían hurtado también a nosotros la posibilidad de representarles a ellos.
Ahora contemplamos sus rostros por primera vez. Y como no los reconocemos, como nunca habíamos visto nada parecido, hacemos algo muy humano, intentamos acercarlos a aquello que sí nos resulta familiar.
Muchos han corrido a señalar su parecido con la escultura oriental, mesopotámica, incluso del sureste asiático. Así se llamó antiguamente al estilo tartesio, «orientalizante», lo que no deja de ser curioso, tratándose de la más occidental de las culturas tempranas del mediterráneo.
La sonrisa en cambio quizás nos parezca etrusca o «arcaica», como la de aquellos kouroi y korai griegos con los que daba inicio en el arte la búsqueda del naturalismo. Los ojos almendrados tienen un aire persa. Los pesados pendientes de oro macizo que penden de sus orejas nos recuerdan a los tesoros ibéricos que todavía en el siglo XX seguían encontrando, muy cerca de allí, los pastores extremeños.
El precedente de la Dama de Elche
Y luego está el pelo. El pelo no tiene igual. No se parece a nada que hayamos visto nunca. Como lenguas de fuego (así lo describen los propios arqueólogos) unos mechones de pelo dan un misterioso movimiento a la pieza.
Intentar explicar lo nuevo con los elementos que ya conocemos, negarle el derecho a la existencia propia, incluso sospechar de su autenticidad, es algo que ha sucedido cada vez que se ha dado en el pasado un hallazgo único. Así sucedió por ejemplo con las Cuevas de Altamira o con otra gran pieza, casi contemporánea a los rostros tartesios, la Dama de Elche.
Cuando la Dama de Elche apareció a finales del siglo XIX, como no se asemejaba a nada de lo que se hubiera visto antes, como era de una calidad muy superior a otras muestras de arte ibérico, se quiso ver en ella cualquier cosa menos a ella misma, una diosa griega, un «apolo» romano, una escultura «mitad griega, mitad moruna», como la definió un arqueólogo francés.
Otros, en cambio, comenzaron a querer ver en aquel objeto los orígenes de lo patrio. La compararon con Carmen, el arquetipo de la mujer española. Bosch Gimpera quiso ver entre sus adornos y rodetes los antepasados de la peineta y la mantilla. José María Pemán creyó identificar ya en ella la virtud de la mujer cristiana, «parece que las primitivas mujeres españolas estaban nada más que esperando que se levantara la primera Iglesia de Cristo, preparadas ya para asistir a la primera misa».
Utilización política
Y, por supuesto, fue utilizada políticamente. Junyent la pintó en 1929 de rojo y negro, con los colores de la Federación Anarquista Ibérica. Y cuando se repatrió, en 1941, sería expuesta sobre el escudo de la Falange. Por cierto, Giménez Caballero, alineado ya entonces con los discursos descolonizadores, intentó que la Dama no abandonara Elche. «La Falange (…) tiene por misión evitar que esa imagen ibérica se encierre, mezcla, confunda y empolve en un arqueológico museo, por muy central y madrileño que sea».
Y en una última utilización ideológica, no menos cómica que las anteriores, el actual ministro de Cultura, Ernest Urtasun, incluyó a la Dama de Elche en su lista de piezas llamadas a superar «el marco anclado en inercias de género o etnocéntricas».
El domingo los rostros de Tartesos irán a parar definitivamente al Museo Regional de Badajoz, en donde ya se habilita una sala para ellos. En los últimos años, se ha impuesto la idea de que cada objeto ha de permanecer en la provincia en donde se ha encontrado, siguiendo esa idea tan infantil de que acumular objetos en un museo nacional y público es algo autoritario y poco menos que neoliberal. Menuda estupidez. Reunir objetos es un elemento básico para clasificar, comparar y estudiar las piezas.
Los rostros del Turuñuelo deberían permanecer en el Museo Nacional de Arqueología, pero no por centralismo, ni por un absurdo madrileñismo, sino para que puedan así dialogar con la Dama de Elche, con la Bicha de Balazote, la Leona de Baena o las esfinges de El Salobral, esperando quizás entender un poco mejor aquel periodo de nuestra historia ¿pero qué importa la historia si podemos ir atendiendo a los pequeños intereses de nuestra política doméstica?
Pero todo ello no son más que nuestras cuitas actuales. Acudan a ver las efigies del Turuñuelo. El tiempo irá vistiéndolas al capricho de cada presente, volcaremos sobre ellas nuestras agudas interpretaciones, y allí permanecerán, hieráticas y solemnes, guardando su mudo secreto.