THE OBJECTIVE
Cultura

Niños junto a la muerte

«La infancia es la edad del vértigo y la lucha, de aprender a moverse en una selva de símbolos indescifrables»

Niños junto a la muerte

'El niño y la muerte', (1897 a 1899). | Munchmuseet

La novela de François Boyer Juegos prohibidos (recientemente reeditada en español y en la que se basa la gran película de René Clément con el mismo título) me ha obligado a pensar en la infancia, una edad de lucha y de vértigo, de desesperación. Cuando llegamos al mundo, los demás hablan una lengua que no entendemos: somos extranjeros en un orden ya creado. Los niños desesperan por saber lo que están diciendo los monstruos que les rodean: esos seres grandes y crueles que se expresan con signos indescifrables. Los que confunden la infancia con un cuento de hadas han olvidado los momentos nucleares de ese viaje por la selva oscura, del que muchos salen descalabrados para siempre, con la desdicha inscrita en la cara y la mente convertida en una máquina de autoaniquilación. Son los suicidas. He conocido a varios, y juraría que su calvario se fraguó en la infancia. 

Supongo que en la infancia es importante tener suerte, porque los peligros van a aparecer hasta en los ambientes más amables. Un niño nunca está lejos de la muerte por su misma fragilidad. Esto ha sido siempre así, pero las actitudes ante la infancia han cambiado mucho. Un padre del siglo XVIII no se atormentaba por la muerte de una hija, y cuando le dolía, se avergonzaba de ello y se disculpaba ante sus amigos por haber lamentado tanto algo tan banal como la muerte de un hijo. Un padre romano no tenía por qué ser juzgado si mataba a su hijo: su propiedad, con la que podía hacer lo que le diera la gana. Los padres campesinos de la novela de Boyer resultan todavía muy distantes de sus hijos, como los padres de nuestra guerra civil, sobre todo si los comparamos con los de ahora. Los hijos de la novela de Boyer llamaban a sus padres de usted, y la arquitectura familiar era respetada y respetado el sistema simbólico. La familia era una construcción civil y también religiosa, una estructura piramidal donde los niños ocupaban el lugar más bajo de la escala.

Los mayores ignoraban la infancia y todos sus misterios, a pesar de que también ellos habían sido niños. Y acompañaban su labor de educadores con la violencia física y los castigos crueles. Pasaban con mucha facilidad de la caricia al tortazo y trasmitían a sus hijos un mundo de confusas emociones. Normal, pues no hay que olvidar que educar era iniciar a alguien en las contradicciones de la existencia: el amor y el odio, la guerra y la paz, la vida y la muerte. Eso era en realidad la educación: la inmersión en la experiencia brutal de la vida, lo demás era pedagogía: una rama inferior de la educación. Las madres se comportaban de forma tan despiadada como los padres, y cuando no estaban trabajando en la empresa familiar, los niños andaban a su aire, viviendo en un mundo paralelo desde el que intentaban descifrar el universo de los adultos.

En buena medida aprendían solos a moverse en el laberinto de la sociedad: sus padres les obligaban a construirse a sí mismos desde la más temprana edad. Tenían que ser resistentes, valientes, despiadados, y a la vez muy obedientes con la autoridad. Eso me decían los relatos que me trasmitieron mis padres y eso dice la novela de Boyer, que está ubicada en un llano más bien árido de la campiña francesa, durante la Segunda Guerra Mundial. La sociedad que describe se rige por los mismos principios que los de cualquier pueblo de Castilla de la misma época, exactamente los mismos: los principios del catolicismo, visto desde una asfixiante intimidad. Todo es reconocible para un español, inmensamente reconocible. Las mismas fiestas, el mismo comportamiento, las mismas distancias, la misma religiosidad, los mismos pensamientos sobre la vida y la muerte: el mismo sistema moral y social, las mismas misas, los mismos enterramientos… El Estado casi no llegaba a esos pueblos, pero sí que llegaba la Iglesia con todos sus símbolos, todas sus ceremonias y todas sus creencias. 

TO Store
Juegos prohibidos
François Boyer
Compra este libro

Los niños de la novela son hijos de la crueldad familiar a la que hay que añadir el magisterio de la guerra, que endurece mucho la cotidianidad, que la radicaliza en el peor de los sentidos, dejando el campo abonado para el ejercicio de una ferocidad involuntaria, que parece emanar del ambiente: que parece algo natural. Son esos momentos, siempre presentes en las guerras, en los que inconscientemente se llega a la trivialización de la muerte y los padres dan tortazos y patadas con mucha más facilidad que antes, y las oraciones murmuradas a todas horas parecen jaculatorias antiguas contra los poderes del mal. 

«Los niños se curtían muy pronto, a costa de golpes traumáticos de gran calado: piedras arrojadas a un abismo sin fondo»

Los niños se curtían muy pronto, a costa de golpes traumáticos de gran calado: piedras arrojadas a un abismo sin fondo. A veces hasta perdían la sonrisa y adoptaban una frialdad prematura y desangelada, como le pasa a la niña de la historia de Boyer. Mis padres me contaban hechos que se parecen a los de la novela, en un mundo casi idéntico por su lado oscuro, por su lado simbólico, y hasta por su luz cegadora. 

Mi infancia fue también bastante dura, con largos periodos en los que me sentía completamente solo ante el misterio de la vida, perdido en un mundo donde todo me parecía cruel y absurdo, pero mis padres fueron más blandos que mis abuelos, y con menos autoridad. Padres urbanos de la clase media, padres ya muy desactivados si los comparábamos con los de la guerra civil, padres del desarrollismo que ya no regían su vida por la religión, que la regían por la economía y que se abrían a la sociedad de consumo. Pero aún ejercían la violencia sin demasiados miramientos y les costaba mucho destruir los modelos que llevaban incorporados a sus personas. Eran aún seres distantes y atroces, gobernados por símbolos muy poderosos.

Hay sociólogos que creen que la infancia se inventó tras la Segunda Guerra Mundial, cuando por primera vez en la historia se intentó proteger la infancia y se les empezó a dar a los niños un gran protagonismo, evitando hacerles trabajar. Quizá, pero eso no va a convertir la infancia en una fábula. Ya lo dijimos, la infancia es la edad del vértigo y la lucha, a veces en soledad, y me temo que los niños de ahora están más solos que antes, mucho más. Los niños de pueblo de la novela son realmente maltratados, de forma continua y necia, pero sus padres están siempre ahí, y siempre ahí los símbolos fundamentales. Se hallan muy cerca unos de otros, viven en un tejido muy denso. Ahora no. Pero, antes y ahora, nacer es precipitarse en una luz que abrasa, y la infancia es aprender a moverse en una selva de símbolos que nos parecen indescifrables. Algo que no va a ser nunca fácil, a pesar de lo mucho que ha cambiado nuestra manera de mirar la edad más determinante de la existencia, así como la más mitificada.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D