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Cuando Oriana Fallaci conquistó Hollywood

Un libro que reúne sus crónicas cinematográficas y una serie de televisión reivindican a la leyenda del periodismo

Cuando Oriana Fallaci conquistó Hollywood

La legendaria periodista Oriana Fallaci. | Wikimedia Commons

«¡Guau!, esto habrá sido un pequeño paso para Neil Armstrong, pero ha sido un gran paso para mí», dijo Charles Pete Conrad, comandante de la misión Apolo XII y tercer hombre en pisar la Luna. Como cualquiera adivinará, ironizaba sobre la celebérrima frase de su antecesor, porque él era notablemente más bajo. ¿Se le había ocurrido a él esta gracieta retransmitida a todo el mundo? No, se la había sugerido una periodista italiana que le apostó 500 dólares a que no se atrevería a soltarla. La autora era Oriana Fallaci (Florencia, 1929-2006), que estaba haciendo un reportaje sobre la NASA. ¿Por qué la agencia espacial había permitido acceso exclusivo a sus instalaciones a una extranjera? Porque en 1967 la Fallaci, como la llamaban sus colegas, ya era una superestrella de la prensa a escala mundial.

Ahora un libro y una serie de televisión nos acercan a los inicios de su carrera. El libro es Tan adorables (Alianza Editorial) y reúne las crónicas cinematográficas escritas por la periodista a lo largo de la segunda mitad de los años cincuenta. Y la serie, Oriana Fallaci (título original: Miss Fallaci) es una estupenda producción italiana de ocho episodios que acaba de estrenar Movistar+ y se centra en los años en que la joven y ambiciosa reportera escribió esos textos y conquistó Hollywood. Le da vida en pantalla una magnética Miriam Leone.

En la Italia de los años cincuenta, si eras mujer y querías trabajar como periodista estabas condenada a las secciones consideradas femeninas: moda y chismes de estrellas de cine. A Oriana la había introducido en el oficio su tío Bruno, el intelectual de la familia, primero en el diario florentino Il Mattino dell’Italia Centrale, en el que era el responsable de Cultura, y después en el romano Epoca, del que fue director. Al parecer el tío, para no ser acusado de nepotismo, le encargaba los temas más áridos, que nadie quería.

De ahí Fallaci pasó al semanario milanés L’Europeo, etapa que reconstruye la serie. Ella aspiraba a hacer entrevistas políticas, pero su director –que no tardó en descubrir su carácter impulsivo y su inmenso talento– la mantenía husmeando en los chismes de las actrices autóctonas de Cinecittá, como Anna Magnani, y del cine internacional, como Brigitte Bardot. De ahí surgió el reto que la haría famosa: conseguir entrevistar a Marilyn Monroe, que había roto su contrato con la Fox y estaba desaparecida. Tal como cuenta en su artículo He odiado a Marilyn como una mujer celosa, viajó a Hollywood con una maleta llena de camisas italianas, que sabía por un soplo que le encantaban al cineasta Jean Negulesco, amigo de Marilyn. El seductor truco de las camisas solo le sirvió para que este le dijera que la estrella estaba refugiada en Nueva York y ella se plantó allí. Armó tanto ruido en la ciudad –habló con agentes y colegas de profesión, recorrió clubs selectos como El Morocco y garitos de jazz, incluso se quedó encerrada toda una noche en un teatro– que la chismosa oficial de Hollywood, la temida Louella Parsons, lo comentó en su muy leída columna: una joven e insistente periodista italiana andaba a la caza de Marilyn.

La intrépida Fallaci no logró encontrar a la esquiva actriz, pero no se arredró y lo que hizo fue escribir el mencionado artículo, en el que relata su infructuosa búsqueda. Apareció en enero de 1956 en L’Europeo y es un hito que se anticipa en diez años a Frank Sinatra está resfriado de Gay Talese, pieza histórica del nuevo periodismo americano, publicada en Esquire en abril de 1966. En ella el reportero cuenta el plantón que le da el caprichoso cantante, y es cierto que es un texto más rico, porque logra trazar un perfil de Sinatra a través de su entorno. Sin embargo, la veinteañera Fallaci ya anunciaba en su texto su capacidad para quebrar las normas sagradas del periodismo canónico al ponerse en el centro del relato y escribir la crónica de un fracaso. Además, es una muestra temprana de su vibrante prosa y su talento narrativo. Su máxima era: «La primera regla es no aburrir al lector».

La doble moral de la meca del cine

Los artículos escritos durante sus largas estancias en la meca del cine fueron recopilados en su primer libro: Los siete pecados de Hollywood, con prólogo nada menos que de Orson Welles, del que se había hecho amiga. Tan adorables reúne los mejores textos de ese libro, en uno de los cuales describe así Los Ángeles: «Provoca una sensación de consternación en quienes vienen del este. Es demasiado grande, demasiado ancha, demasiado aplastada y, hasta donde alcanza la vista, está desierta. (…) Más que una ciudad es una nebulosa da chalés, bungalós, edificios de una sola planta unidos por avenidas que parecen pistas de aterrizaje. Un europeo que ha visto los rascacielos de Nueva York se siente perdido».

Y sobre la doble moral de Hollywood apunta: «Es una ciudad puritana. Todo puede parecer legítimo, pero todo está prohibido. (…) En ningún lugar se producen tantos divorcios como en Hollywood, pero todos se comportan como si la consideración del hogar doméstico fuera sagrada. Bajo la apariencia de ciudad sin prejuicios, Hollywood es conformista hasta la desesperación». Desde allí traza en varios artículos un completo perfil de James Dean que acaba de morir. En otro, hace un divertidísimo e iconoclasta retrato de Errol Flynn a partir de su entierro. En otro cuenta cómo en uno de sus viajes le lleva a Sophia Loren un cargamento de espaguetis por encargo de su madre.

Sobre Yul Brynner suelta: «Su cabeza calva enriquece a estas alturas nuestras conversaciones cotidianas, igual que las supuestas infidelidades de Felipe de Edimburgo o la crisis de Gaza». Y concluye, tras entrevistarlo: «¿Qué importa si es mongol o suizo, si habla chino o rumano o no, si fue acróbata o simplemente cartero? Cuantas más mentiras dice, más se espesa su misterio: el encanto surge de buena gana del malentendido. Nada les gusta más a las mujeres que ser engañadas». Así se prefabricaban las estrellas del Hollywood clásico y así lo contaba la Fallaci, con la perspicacia y el estilo incisivo que unos años después la convertirían a ella en una estrella del periodismo.

En Londres entrevista a una Ingrid Bergman con la que establece una gran complicidad y en Roma persigue a Audrey Hepburn. En Nueva York vuelve a la carga con Marilyn, pero cuando llega al apartamento donde la actriz la ha citado, le abre la puerta su entonces marido Arthur Miller, quien le informa de que su mujer está en el hospital porque se ha hecho un corte en la mano con un cuchillo de cocina. Fallaci opta por entrevistarlo a él y al despedirse le pregunta con ironía: «¿Está usted realmente seguro de que su esposa existe?»

Amores desgraciados

Sobre Ava Gardner y sus amoríos sentencia: «Sobre todo no la envidien, porque es una mujer infeliz. No se dejen engañar por su sonriente bravuconería, porque es una mujer decepcionada. No la acusen sin indulgencia, porque es una mujer merecedora de perdón. De la vida ha obtenido belleza, éxito y dinero. Pero no ha obtenido lo que más le importaba y lo que millones de mujeres poseen sin tener su encanto: un poco de paz y un hijo». También ella fue envidiada y admirada, pero tuvo una vida íntima marcada por los amores tormentosos y de aciago final; sufrió varios abortos –tema al que dedicó un libro, Carta a un niño que nunca nació, de próxima publicación en Alianza–, y lo sacrificó todo en el altar del periodismo.

La serie de Movistar+ retrata muy bien el primero de sus amores desgraciados, con el corresponsal italiano en Londres Alfredo Pierrotti. Se obsesionó hasta tal punto con él que, cuando se produjo la ruptura, intentó suicidarse y pasó una temporada en un psiquiátrico. La indómita y descarada Fallaci tenía también sus fragilidades.

Con el tiempo, pasaría de los artículos sobre estrellas de cine y grandes modistos al reporterismo bélico y las entrevistas. Cubrió la guerra del Vietnam con especial lucidez, porque no se limitó a criticar a los americanos como hacían todos sus colegas, también fue demoledora con los comunistas del Vietcong. Poco después pasó de reportera a protagonista en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas de Ciudad de México en 1968: recibió dos disparos –sus fotos caída en el suelo dieron la vuelta al mundo– y la dieron por muerta, hasta que un cura en la morgue descubrió que respiraba.

Estuvo en otras guerras –Líbano, la primera invasión de Irak–, pero la consagración llegó con sus incisivas entrevistas a líderes políticos como Indira Gandhi, Golda Meir, Arafat o Willy Brandt, recopiladas en Entrevistas con la historia. Algunas de ellas forman parte de la historia y la leyenda del periodismo: la que le hizo a Kissinger y este siempre se arrepintió de haberle concedido, o la de Jomeini, en la que se quitó el chador que le obligaron a ponerse y lo llamó tirano.

Contra el terrorismo islámico

En sus últimos años, el combate contra el islam radical se convirtió en su particular cruzada a partir de los atentados del 11-S, que vivió muy de cerca, en su apartamento de Nueva York, en el que luchaba contra el cáncer que la acabaría matando. Escribió artículos iracundos reunidos en libros que vendieron millones de ejemplares. Conforman una suerte de trilogía: La rabia y orgullo, La fuerza de la razón y Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El apocalipsis. Puede discutirse su visceralidad, pero lanzaba advertencias muy necesarias que casi nadie se atrevía a verbalizar. Y cómo no, fue atacada con inaudita saña por la izquierda.

A lo largo de su vida, a Oriana Fallaci la acusaron de comunista y de reaccionaria. Su carácter arrogante y su actitud altiva y en ocasiones despectiva con sus colegas le granjearon tantos admiradores como enemigos, que cuestionaban su rigor periodístico. Ella lo tenía claro: «No creo en la objetividad, creo en lo que siento». Y en más de una ocasión cruzó líneas rojas de imparcialidad, ayudando a disidentes y perseguidos. Fiera e incómoda, de opiniones contundentes, lo cierto es que sin ella no se puede escribir la historia del mejor periodismo de la segunda mitad del siglo XX.

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