Aleixandre M. Jacob: memorias de un bandido anarquista
«Aventura, robo e ideología se funden en los escritos de uno de los más famosos anarquistas franceses, quien sirvió de inspiración para el personaje de Lupin»

Arsenio Lupin. | Redes sociales
Circula un meme por internet que merece atenderse con el mismo grado de comicidad que de decepción. La imagen lleva por título «Combatir al fascismo». Bajo él, dos subtítulos; siglo XX y siglo XXI. Encarnando el siglo XX, vemos un dibujo de un perro fortachón, ataviado con una pañoleta con los colores del antifascismo, y un bocadillo que sale de su boca en el que hay escrito: «Me he alistado en las brigadas internacionales para combatir el fascismo a 1000 kilómetros de mi hogar». Al lado, encarnando al siglo XXI, otro perro, en este caso pachón y mohíno, los ojos achinados frente a un portátil con una pegatina del Che Guevara, declara en su bocadillo: «Ya me he dado de baja en X. Sígueme en Bluesky, porfa».
Más allá de la ironía, tan real como la posmodernidad misma, este cambio en cuanto a las implicaciones ideológicas de los movimientos antifascistas y anticapitalistas, da fe de un impulso revolucionario que chochea, convertido en un ectoplasma digital con pocas implicaciones materiales. La disidencia política, la disidencia real, arriesgada y corajuda, ha entrado en un periodo de senilidad manifiesto. Una gimnasia revolucionaria que los bandoleros del pasado tenían muy claro, era un sacrificio al que someterse por lo que ellos creían significaba el bien común. O el propio, si nos ponemos cínicos.
«En los albores de la comunidad virtual del Capital, apatía y esclavitud se han vuelto sinónimos. La guerra devasta el planeta, la industria lo corroe y el hastío lo hipnotiza: el exceso de trabajo sigue exudando plusvalía», aseguran desde ediciones L’Insomniaque (donde no se usan nombres propios) como introducción a los escritos de Alexandre M. Jacob, que la editorial Pepitas de Calabaza reeditó bajo título Por qué he robado y otros escritos (2018).
Y es que, a tenor de lo anteriormente dicho, ¿no es una de las más reveladoras formas de conciencia de lo que es la verdadera lucha por la libertad, los derechos y la igualdad, atender a quienes, tiempo atrás, la practicaron? Con todas sus consecuencias. Con todos sus encierros, amenazas, marginaciones e ilegalidades, como medios insalvables para lograr un mundo, al menos a su modo de ver, más justo. Así que, veamos: ¿quién fue Alexandre M. Jacob?
Nacido en 1879, en Marsella, Alexandre M. Jacob fue uno de los artífices de una de las redes de «robo científico» (anarquismo expropiador) más punteras del siglo XX. También sirvió de inspiración a Maurice Leblanc para su famoso personaje de caballero ladrón: Arsenio Lupin. Fue detenido en 1905 y condenado a una vida de trabajos forzados en el penal de Guyana (muy mal sitio para pasar el rato). Por suerte para él, en 1928, gracias a la acción de compañeros y diversas personalidades, regresó a Francia, donde pasó su tiempo como vendedor de telas. Se intuye que durante la Guerra Civil española estuvo en acción junto a los anarquistas catalanes, lo mismo que con los franceses durante el régimen de Vichy. No obstante, poco, o nada, se sabe de él en ese tiempo, hasta el día de su muerte. Un suicidio, cometido en 1958 en Bois-Saint-Denis, que justificó como una delantera a las enfermedades que lo acechaba: «sois demasiado jóvenes para apreciar el placer que proporciona irse gozando de excelente salud, burlándose de todas las enfermedades que acechan a la vejez. Allá están todas estas asquerosas reunidas, listas para devorarme. Pero voy a defraudarlas. Yo he vivido y ya puedo morir».
Pero más allá de su vida, que bien podría homologarse a la otros «ilegalistas», como Ravachol o Clément Duval, e incluso a grupos tal que Los Solidarios españoles (Durruti, Oliver, Ascaso), los textos de Jacob reunidos en esta edición adquieren un renovado interés en vista de la confesionalidad narrativa, la cotidianidad por la que se navega en varios de sus relatos y correspondencias, o las justificaciones a sus actos delictivos lejos de proyecciones mitineras. Tratándose de escritos paridos a lo largo de más de dos décadas, se alcanza a definir una multidimensionalidad a la que se deja poco margen, hoy día.
La primera parte de la obra, está compuesta por un largo relato de Jacob titulado Recuerdos de un rebelde, publicado en 24 entregas por la revista anarquista Germinal, en la que el todavía joven bandolero (26 años) cuenta la cronología de uno de sus latrocinios junto a dos compinches. Aunque, a priori, parezca más un cuento, o parte de una novela, en vista de la cantidad de diálogos y descripciones, ya pueden leerse en el texto las turbaciones respecto a la propiedad que afectaban a Jacob. El «ideólogo ladrón», muy influenciado, claramente, por Proudhon y, posteriormente, por Max Stirner, deja claro que la condición de la propiedad es un robo. Y, en tanto que un robo de quienes más tienen, ¿no es lógico, dirá Jacob, jugar con sus mismas herramientas? «El honrado obrero es tan miserable como el «granuja». Ya lo haga bien o mal, el proletario siempre se va como ha venido: con el estómago hueco y los bolsillos vacíos», dirá en un punto del relato.
Siguiendo este pensamiento, que debemos contextualizar en un recién estrenado siglo XX en Francia, donde el Estado del Bienestar no era ni tan siquiera un espejismo en el horizonte, Jacob irá introduciendo, en mitad de sus narraciones sobre robos, las reflexiones que mueven sus actos. «Entonces comprendí el poder moderador de ese prejuicio», escribe. «¡Creerse honrado porque se es esclavo! Entonces comprendí también la fuerza de ese freno contra la rebeldía: la esperanza de una jubilación, ¡Vamos burgueses! ¡Todavía os quedan muchos días de reinado sobre el pueblo! No tendréis nada que temer en tanto que vuestras ignorantes víctimas se envenenen con la esperanza de una jubilación y por la imbecilidad de creerse honrados porque se mueren de hambre».
Al final del anterior texto, Jacob será detenido por sus actividades contra la propiedad privada (siempre, por supuesto, dirigidas a los más pudientes). A partir de ahí, los siguientes escritos irán dirigidos en una línea mucho más concreta, ideológica, con el fin de «justificar» sus actos.
En Por qué he robado, carta abierta que da por título el recopilatorio de Pepitas de Calabaza, Jacob esgrime un argumentario proudhoniano que viene a recalcar la naturaleza cleptómana del ser humano. Ya que, ¿no roba el hombre «el aire, el agua y la luz» de los que depende su existencia? Y, no obstante, no se lo considera un criminal por ello. Esto se debe a que lo demás exige un «gasto de esfuerzo, una cantidad de trabajo». Pero, para Jacob, el trabajo sería una asociación de todos los individuos para conquistar, con poco esfuerzo, mucho bienestar. Algo que, en las instituciones del Estado, no se produce. «Solo los audaces se adueñan del poder y se aprestan a legalizar sus rapiñas. De arriba abajo de la escala social, no hay más que canalladas por un lado, e idiocia por el otro», desvelará, antes de concluir que: «el derecho de vivir no se mendiga, se toma. El robo es la restitución, la reapropiación. Antes que verme enclaustrado en una fábrica, como en una cárcel, he preferido sublevarme, haciendo la guerra a los ricos, atacando sus bienes».
Huelga decir que las confesiones de Jacob son de un idealismo absoluto. Pero no menos palmario que su disposición al sacrificio por llevarlo a cabo. No hablamos de un hombre de condiciones esencialmente violentas, ni asesinas, más bien de esa expresión robinhoodiana del anarquismo, que vio en el robo un camino hacia la justicia. Y lo pagó caro, desde luego. Un cuarto de siglo, como relatará, en la Guayana francesa, encarcelado en unas condiciones de crueldad tan mezquinas, que sólo podían dar como resultado la locura o el embrutecimiento más bestial. Jacob, afortunadamente, no sucumbió a ninguna de ellas. Su mente, el deseo de reflexionar, fue lo único que consiguió alejarlo de la cochambre inmunda que lo rodeó.
Si bien no como hoja de ruta, ni homologación, nunca deja de ser estimulante dar un salto al pasado y codearse con relatos como los de Alexandre M. Jacob. Hombres que vivieron sus ideales con la pasión y el compromiso de los guerreros, dispuestos a bregar con incesante sufrimientos por un bien mayor. Por uno que iba más allá de ellos.
En una sociedad cínica, descreída, aplastada por una indefensión aprendida que ha cloroformizado la devoción por los ideales, resulta impresionante saber que Alexandre M. Jacob existió. Y quizás sólo justificó el éxtasis, la adrenalina y su adicción a la marginalidad con los argumentos que tuvo a mano. Pero también pudo agachar la cabeza y no decidir arriesgarse a pelear por lo que creyó era justo, igualitario y propio de un mundo en libertad.