Francisco Umbral: en el nombre del hijo
«Siempre que me acerco a ‘Mortal y rosa’, me pregunto si alguna vez se ha escrito tan bien en español»

El escritor y periodista Francisco Umbral junto a su hijo Pincho, fallecido en 1974 a los 6 años debido a una leucemia.
Los escritores de padre ausente se ven obligados a ser padres de sí mismos. Como diría Artaud: son hijos de su propio sudor. Al mismo tiempo, estos hijos suelen establecer una alianza muy estrecha con la madre, que a su vez se ve obligada a hacer de padre y madre, convirtiéndose en una figura andrógina que abarca los dos sexos en su cuerpo extenso como el mundo.
En Francia hay casos muy notables entre los que cabe destacar de manera especial dos, por lo lejos que llegaron: Rimbaud y Sartre. El padre de Rimbaud fue un militar de baja graduación que abandonó muy pronto a su mujer y a su hijo, y que anduvo media vida perdido por cuarteles de provincia y tabernas tenebrosas que siempre cerraban al alba. La madre de Rimbaud se virilizó a la par que se convirtió en la madre absoluta, la que todo lo sabe y todo lo abarca. En la vida de Rimbaud fue la luz que nunca se apaga en la noche oscura del alma. Ella le enseñó a rezar y a detectar el ritmo sagrado de las palabras, y cuando Rimbaud escribió su libro más incendiario, Una temporada en el infierno, el hijo pidió dinero a la madre para poder publicarlo, y la madre le envió el dinero con el que Rimbaud editó en Bruselas 200 ejemplares en una editorial sindical, ejemplares que luego abandonó y que se salvaron de milagro.
Si ahora mismo existen todavía libros de aquella primera edición, se lo debemos a la sufrida madre del poeta, que no entendía los textos de Rimbaud, cosa nada asombrosa pues en aquel momento ni siquiera los entendía el autor, pero sí que Rimbaud sabía que Una temporada en el infierno es una narración autobiográfica más lineal de lo que parece, en la que el poeta lleva a cabo una especie de metamorfosis espiritual y hasta aparece convertido en mujer (en novia para ser exactos) en uno de sus capítulos más herméticos y revulsivos de la obra. Y cuando Rimbaud se vio enfermo e incapaz de seguir con su vida de traficante sin escrúpulos en países hostiles que estaban minando su salud, ¿dónde se refugió? En casa de su madre, por supuesto. Ay, qué extraños resultan esos grandes espíritus que, como el mismo Nietzsche, van a morir a casa de la madre después de haber huido tanto de ella. Encarnan un destino trágico, encarnan el fracaso del deseo, pues, como diría Lezama Lima, «deseoso es aquel que huye de la madre». Verso formidable de otro poeta pegado a su madre, que nunca supo ni pudo huir de ella.
Y Sartre, otro hijo sin padre pero con padrastro, ¿supo huir de su madre, él, que se creía tan hijo del deseo? En Las palabras confiesa que menos de lo que él creía, y que sus vínculos con la madre, que se casó en segundas nupcias con un hombre que no miraba bien a su hijastro, determinaron buena parte de su vida.
El caso de Umbral se parece más al de Rimbaud que al de Nietzsche, Lezama Lima o Sartre, pues nos hallamos ante un hijo no reconocido por su padre, al menos no abierta y públicamente, más que ante un hijo con el padre muerto. Siempre he pensado que el no reconocimiento paterno incita al hijo a proclamar su ser con voz de trueno, para que su nombre llegue a oídos del Gran Sordo, del Gran Otro: del Padre. Es como si el hijo dijera: «¿De modo que no me reconoces? Pues vas a oír mi nombre hasta en las más remotas regiones. Mi fama te perseguirá como las brujas perseguían a Macbeth en la selva oscura: mi fama te superará, te matará, te recordará continuamente quién soy».
«En los mitos clásicos, la ausencia de padre o de padres está sugiriendo que el héroe se hace a sí mismo»
Es sabido que en la mitología clásica el héroe tiene a menudo problemas con el padre vinculados al reconocimiento. Apolo y Artemisa nacen en una isla flotante porque la esposa legítima de Zeus, padre de las criaturas, no los quiere ver ni en pintura; el padre de Edipo abandona a su vástago en el bosque; Moisés es hallado en una cesta que flota en el Nilo, sin padres y a merced del río y los cocodrilos; Amadís de Gaula es rescatado del mar siendo un lactante… La ausencia de padre acerca a estos escritores de los que hablo al héroe clásico, y no en vano todos ellos se han convertido en héroes de nuestro tiempo, como hubiese dicho Lérmontov, no sin ironía. Paradójicamente, la ausencia de padre, o el no reconocimiento de su paternidad, te puede elevar al cielo. En los mitos clásicos, la ausencia de padre o de padres está sugiriendo que el héroe se hace a sí mismo. Lo indicábamos al principio: son mitos que inciden en la idea de que ciertos individuos son hijos de su propio sudor, son hijos que tenían que haber muerto en la infancia, y que por la fuerza del destino, salvan la vida y se convierten en seres excepcionales. Dicho de otra manera: no son los elegidos por los hombres, que quisieron acabar con ellos, son los elegidos por los dioses o por una forma de fatalidad que está mucho más allá de las conjuras y miserias humanas.
El padre de Umbral, que nunca proclamó el nombre de su hijo, generó en el escritor una especie de reflejo invertido, convirtiéndolo en la figura opuesta, ya que Umbral sí que proclamó el ser de su hijo, su vida breve y gloriosa, en su obra más conseguida: Mortal y rosa.
Contaba Umbral que tardó mucho en abordar la muerte de su niño, y no me extraña. Para acercarse a un tema tan abismal hace falta una cierta distancia, una cierta disposición. El dolor, que en casos así nunca cesa, ha de estar, sin embargo, amansado bajo las estrellas, para que la melancolía fluya sin problemas por la más oscura oscuridad, y el alma se entregue sin reparos a la música más trágica, la que alberga en su más íntima melodía el dolor de lo irreparable.
Ya fuera pronto o tarde, lo que consiguió Umbral con el libro dedicado a su hijo alcanza cotas poco habituales en nuestra literatura. Desde la más pura cotidianidad, Umbral nos conduce a dimensiones de la existencia de una profundidad sofocante. La vida del niño está vista desde dentro y desde fuera al mismo tiempo, formando un tejido de una densidad única y al mismo tiempo de una gran porosidad. El lenguaje vuela para expresar un dolor que pesa, un dolor que mata. El lenguaje alcanza alturas inalcanzables para expresar el oleaje del animal de fondo.
Siempre que me acerco a Mortal y rosa, a cualquiera de sus páginas, me pregunto si alguna vez se ha escrito tan bien en español, con ese ritmo, con esa fluidez, con esa ondulación, con esa capacidad de adjetivación, con esa delicadeza, con ese amor, con esa sensación de estar configurando un espacio sagrado para la memoria, con ese dolor que se nutre de belleza en cada sílaba, con esa precisión lírica que clava puñales de plata en el alma inhumana de la noche.