La catástrofe educativa: el testimonio de un profesor
Santiago García Tirado ofrece en ‘Profesor(x)s. Un emoji’ una radiografía de la situación en las aulas de nuestro país

El profesor y escritor Santiago García Tirado. | Cedida
Un día en el instituto: una alumna, en medio de la clase, grita que tiene frío y que no tiene bolígrafo y que, por eso, no puede copiar lo que le pide el profesor. Al poco, otro alumno se levanta y detiene su explicación porque le resulta impostergable subir una persiana. Acto seguido la chica que no quiere copiar dice que tiene la regla y que no piensa copiar lo que se le pide bajo ningún concepto.
Si el docente insiste, se arriesga a que los alumnos pongan una queja en jefatura de estudios por considerar que el profesor se ha excedido pidiéndoles que trabajaran. Esto pondrá en marcha automáticamente una investigación contra el profesor. Conclusión: los alumnos saben que tienen poder.
Y esto es lo que pasa cada día y lo que tienen que sufrir los docentes en su labor cotidiana: un sistema educativo que ha puesto al alumno (cliente) en primer plano y al docente como un mero acompañante, un coach, de su supuesto aprendizaje autónomo. Los alumnos hoy aprenden lo que quieren; o mejor, no aprenden, porque las notas se inflan y los aprobados se regalan. Un ejemplo que cuenta Santiago García Tirado en conversación con este periódico: a los profesores de inglés se les ha prohibido que den explicaciones gramaticales.
Otro ejemplo: un alumno pone en duda, en el aula, que la tierra sea redonda. «Ah, sí, que el agua se curva… anda, ya, qué me vas a decir tú que eso es así. A mí no me entra en la cabeza. Y tú, además, qué vas a saber si eres un gilipollas». Otra más: «Me vas tú a contar que Julio César y todos esos pringados son de verdad… que son gente que existió de verdad, ¡Sí, hombre!». Y, así, ad infinitum.
Lo cuenta Santiago García Tirado en Profesor(x)s. Un emoji (El viejo topo, 2025), cómo nuestro sistema educativo en los últimos 30 años ha entrado en una deriva alarmante que provoca que los estudiantes cada vez sepan menos, pero crean saber más. Un espejismo fomentado desde las instituciones que, contra formar personas independientes, con pensamiento crítico y libertad de elección que serán el futuro de nuestra sociedad, construye monstruos.
La disciplina es cosa del pasado
García Tirado es concluyente: «Una enseñanza basada en datos y en desarrollar competencias prácticas, donde el juicio moral, el pensamiento y la emotividad –es decir, lo humano– no tiene prioridad, lo que forma son trabajadores de éxito y buenos consumidores, pero no ciudadanos conscientes de su posición en el mundo».
«Yo no tengo por qué estudiar, lo haré cuando quiera, porque voy a trincar 5.000 euros al mes, yo me meto a influencer, invierto en criptomonedas o me monto un dropshipping», le espeta al profesor otro alumno. Y no es uno, porque son muchos los jóvenes que piensan así y, cada vez más, los que lo exponen en voz alta en las aulas, impunemente.
Creen que todo es muy fácil, que tienen derecho a todo, que no deben esforzarse, que la disciplina y el rigor es cosa del pasado, saberes inútiles. Creen que los profesores son idiotas (el emoji del título de García Tirado hace referencia a esos pequeños pictogramas, simpáticos y superficiales que usamos como acompañantes a nuestras comunicaciones y que sirven de analogía a la figura del profesor, de mera comparsa del discurso). Pero luego: absentismo laboral alarmante los lunes (son incapaces los jóvenes de tener una mínima disciplina), un terrible aumento de los porcentajes entre adolescentes de depresiones y tendencias suicidas. Chavales que entran en el mundo laboral y no saben interpretar una nómina. Suma y sigue.
En el propio instituto de Santiago García Tirado este año, a comienzos de curso, en septiembre, hubo un caso de suicidio. La orden desde el centro fue: mejor no hablar del tema, aquí no ha pasado nada. Pero lo peor es la autocensura, los profesores no quieren hablar de temas controvertidos (religión, política, sexo) por temor a una denuncia.
El poder de los alumnos
La institución lo solventa mandando una vez al año a un especialista que da una charlita sobre finanzas o sexo, diversidad o respecto de lo que sea que hayan indicado las encuestas que preocupa a la sociedad en cada momento. «Así el sistema lo que hace es dotar a los alumnos de un sucedáneo de valores», cuenta García Tirado. Y añade: «El sistema está hecho para que los alumnos vayan pasando de curso sin estudiar, cuando llegan a cuarto de la ESO se les da el título y a la calle. Y, a partir de ahí, el sistema se lava las manos, te dicen ‘le hemos dado una educación maravillosa, todo pedagogía moderna y ahora una vez que te vas de aquí nos importa un pito si comes o no comes o si te tienes que dedicar a la prostitución o si cobras subsidios’». Y es cierto: a nadie le importa. ¿O sí?
Por ello, sin docentes que puedan ayudar a poner un cierto orden en las cabecitas de estos chavales, a conformar una estructura mental racional o una idea de lo que son los valores básicos, y aceptando también que las familias han desertado de su educación, «entonces esto es un poco la selva, los chavales se informan en redes sociales, con los youtubers, y entre ellos corren los mitos sobre el funcionamiento de las cosas», nos cuenta García Tirado, quien añade, con frustración, pero tratando de buscar la esperanza en la sociedad civil, que «en todos mis años de carrera docente siempre he sentido la necesidad de ir corriendo para cumplir con lo que se me pedía, pero nadie me ha exigido nunca que mejorase mis clases». El germen está en las prácticas docentes innovadoras actuales, particularmente las competenciales, que sitúan al docente en un segundo plano, vaciando finalmente la figura del profesor referente.
Escribe Santiago García Tirado en su libro: «Solo hace falta levantar la vista y contemplar el panorama de botarates que nos gobiernan para saber que ya hace tiempo que habitamos la distopía».
Santiago García Tirado entró como docente en las aulas en el año 2000. Llegó justo cuando se había implementado la LOGSE con aparente éxito. Su primera impresión fue que se había producido un cambio sustancial desde su época de estudiante (15 años atrás). En su primer día percibió ya «la brutalidad que lo permeaba todo, aulas, despachos, reuniones». Ya en aquel momento los profesores veteranos le aleccionaban: «Esto ha cambiado mucho; ahora tú no puedes decirle a un alumno que…». Se habían instalado en el cinismo. Y, partir de ahí, no han tenido más remedio que desertar de su misión.
Pérdida de autoridad de los docentes
Esta es la base: para que pueda iniciarse el acto educativo, el docente debe ser respetado sencillamente por la figura que representa. Pero, paradójicamente, aunque es inherente al trabajo de quienes enseñan, no se espera de ellos la motivación autodeterminada. Quienes gobiernan el sistema educativo solo se manejan con respecto a los docentes por la orden, la amenaza y la coacción.
Así, se ha instalado la idea de que la opinión de los alumnos «es tan válida como la de cualquier experto». Y ello ha provocado un «relativismo estólido y peligroso», debido a que, desde los años ochenta, fue ganando espacio el principio de que no había certezas, de que los chavales debían buscar por sí mismos su propia verdad, y que «intentar llevar modelos cognitivos o éticos era una estratagema nada saludable». Los docentes debían contenerse, no intervenir, actuar como meros observadores. Se instauró la idea de que un juicio era una idea totalitaria y que, así las cosas, mejor omitir opiniones. Con ello llegamos a lo que Gregorio Luri llama el individualismo emotivista, una tendencia egotrópica según la cual «las opiniones de uno son una íntima verdad y no admiten una refutación externa».
Eso implica que se considera que todos los alumnos son brillantes, se les inflan las notas año tras año y la conclusión es una pandilla de botarates con la autoestima por las nubes, pero sin saber manejarse en el mundo real. Chavales, ya adultos, sin criterio. Porque sin rigor no hay criterio. Y eso nos lleva a la tragedia de dimensiones invisibles que vivimos: la glorificación de la estupidez. El mito de que todo es posible sin esfuerzo. Una sociedad sin valores. Y, por lo tanto, una sociedad acrítica, sin capacidad para emanciparse.
Un dato: según la WISE, la Cumbre Mundial de Innovación para la Educación, seis de cada diez especialistas de la organización consideran que los docentes no son tratados con respeto y dignidad en sus países.
Tenemos que recuperar la autoridad simbólica del docente, por ahí pasa su misión. Y en esto, Santiago García Tirado es tajante: «Si los totalitarismos triunfaron, en buena medida se debió al éxito de sistemas educativos formulados precisamente para que el ciudadano asumiera un nuevo papel: el del individuo disciplinado y acrítico, que debía subordinarse al interés del régimen». Pero el mundo, nuestro mundo, puede cambiar: debemos abandonar la educación DIY (do it yourself), aquella que dice que un alumno debe decidir y desarrollar sus propios aprendizajes y volver a convertir las aulas en lugares marcadamente dinámicos, vivos, cargados de futuro. Porque ya lo decía Hanna Arendt, que el mundo se renueva con la llegada de una generación a la que transmitimos el viejo mundo para que en sus manos se actualice. Sin garantes de esa transmisión, de nuestra tradición, sencillamente no tenemos futuro.