La cultura en la Alemania nazi, ¿arte o propaganda?
El libro del historiador Michael H. Kater es una ambiciosa aproximación al conflicto entre creación y totalitarismo

El estadio olímpico de Berlín en 1936, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura megalítica del Tercer Reich. | KPA (Zuma Press)
«Cada vez que oigo la palabra cultura saco la pistola». Seguro que han oído esta frase en más de una ocasión. Se le ha atribuido alternativamente a Goebbels, a Himmler y a Göring, y se cita como paradigma de lo que los nazis opinaban sobre el tema. En realidad, no la pronunció ninguno de ellos y no es exactamente así. La frase original es: «Cuando oigo la palabra cultura saco el seguro de mi Browning», y la decía un personaje en una pieza teatral titulada Schlageter. El autor era el prolífico escritor Hanns Johst y la obra tuvo un estreno muy especial. La primera representación fue en 1933, como regalo de cumpleaños para el nuevo canciller Adolf Hitler, pocos meses después de acceder al poder.
El comentario lo hacía en la pieza un joven muy patriota que, ante la situación humillante que vivía Alemania, le decía a su amigo que lo que había que hacer no era estudiar para el examen que estaban preparando, sino tomar las armas. ¿El nacionalsocialismo soñaba con aplastar cualquier forma de cultura? ¿Existió un verdadero arte nazi o para ellos fue un mero instrumento de propaganda? ¿Además de acallar cualquier voz disidente, trataron de forjar una nueva cultura acorde con su abyecto ideario político? A estas y otras preguntas da respuesta el historiador germano-canadiense Michael H. Kater en La cultura en la Alemania nazi (Siglo XXI). Es un libro de prosa académica y 450 apretadas y densas páginas, que puede apabullar al lector por la cantidad de información que contienen. Pero quien se anime a leerlo, descubrirá la aproximación más ambiciosa que se ha hecho hasta el momento sobre el asunto.
La primera relación de los nazis con la cultura fue como aniquiladores. El objetivo era borrar del mapa la vibrante y riquísima producción que había germinado en el caos político de la República de Weimar: expresionismo, dadaísmo, nueva objetividad, cine de vanguardia, literatura radical, cabaret, influencias del jazz norteamericano, dodecafonismo… Para los nazis una mezcla de depravación, feísmo, bolchevismo y, para colmo, con abundante presencia de judíos en todos los campos creativos.
Dos acontecimientos han quedado para la historia como expresión de la voluntad de arrasar con el pasado: la quema de libros en Berlín en 1933 y la organización de la exposición del «arte degenerado» en 1937, que pasearon por las grandes ciudades alemanas para regocijo y mofa del público, que formaba largas colas. A esto se sumó el hostigamiento a cualquier creador crítico y una específica y metódica persecución a los judíos, a los que se fue expulsando de sus puestos en orquestas, estudios de cine y universidades. El exterminio de la cultura de la República de Weimar, incluyó el cierre de la Bauhaus, la escuela de arquitectura más importante de la época internacionalmente. También se clausuraron editoriales y los punteros estudios de cine UFA pasaron a estar al servicio del nuevo régimen.
Esto provocó un exilio masivo de creadores, algunos de los cuales nutrieron a Hollywood y Broadway de talento. Su estandarte fue Thomas Mann, que se veía a sí mismo como el preservador de la dignidad de la lengua alemana desde su residencia en California. Entre los que permanecieron en Alemania, hay algunos casos muy llamativos por paradójicos, como los del poeta Gottfried Benn y el pintor Emil Nolde. Ambos eran de estética expresionista y por lo tanto artistas degenerados, pero simpatizaban con la causa nazi y mantuvieron una compleja relación con el régimen. Después, en la posguerra, pusieron mucho empeño en lavar su imagen matizando o directamente negando sus pasados fervores ideológicos.
Delirio monumental
Los jerarcas nazis procedieron a utilizar a aquellos artistas del pasado que podían adecuar a sus ideales, como hicieron con Richard Wagner. Hay un caso que el libro no menciona, pero ejemplifica muy bien el grado de manipulación: se trata del vienés Gustav Klimt, fallecido en 1918. Cuando gracias al expolio de obras a sus propietarios judíos se hicieron con el célebre Retrato de Adele Bloch Bauer y lo exhibieron en el Belvedere, le cambiaron el título por La dama de oro, para borrar el rastro de que la modelo era judía, como buena parte de la clientela del pintor (más de medio siglo después, una descendiente de la familia logró que el Estado austriaco le devolviera el cuadro tras un largo litigio, que explica muy bien la película La dama de oro).
El sentido que daban a la cultura los nazis queda bien reflejado en el nombre del departamento que dirigía Goebbels: Ministerio de Propaganda. Entre los creadores que se sumaron a la causa hubo de todo: advenedizos, supervivientes y algunos verdaderos creyentes en la causa. Entre los que dieron forma a la estética del régimen destacan el pintor Hermann Otto Hoyer, constructor de la imagen del liderazgo del führer, el neoclásico y grandilocuente escultor Arno Brecker y el arquitecto y ministro Albert Speer, ideólogo del nuevo Berlín que debía expresar con su gigantismo el poder del Tercer Reich. Todo totalitarismo crea su delirio monumental, desde Stalin y sus «siete hermanas» -el proyecto de rascacielos moscovitas que debían hacer sombra a los de Nueva York y Chicago-, hasta el delirante palacio presidencial de Ceauşescu.
Kater aborda también el manejo por parte de Goebbels de la prensa y la radio, pero el cine era imbatible como forma de adoctrinamiento de las masas. Ya lo habían descubierto los soviéticos unos años antes. Las películas servían para colocar mensajes ideológicos apelando a las emociones y eran una imbatible avanzadilla para preparar el terreno. Se utilizaron, por ejemplo, para sembrar el antisemitismo con producciones como el documental El judío eterno, en el que el propio Hitler metió baza en el guion y que perfilaba los arquetipos negativos para demonizar. Otro título destacado es la fastuosa producción histórica El judío Juss, basada en un caso de corrupción política sucedido en Wurtemberg en el siglo XVIII, en el que un funcionario de Hacienda judío acabó ejecutado.
Cuando llegó el momento de promocionar la eugenesia, también se produjeron películas como Friedemann Bach, sobre un hijo con una tara genética del gran compositor Johann Sebastian, o Yo acuso, que abogaba por librar a la patria de la carga de las vidas que no merecían vivirse. Al ámbito de la propaganda pertenecían también El triunfo de la voluntad y Olympia de Leni Riefenstahl, la única cineasta que creó obras que, más allá de su dimensión manipuladora, tenían auténtico valor artístico.
Fascismo italiano
Lo cual nos lleva a una de las preguntas a las que intenta responder el libro: ¿generó el nazismo una verdadera cultura o sus producciones fueron mera propaganda al servicio del poder? Si entendemos que la verdadera cultura está ligada con la ambición de trascender, la mirada incisiva y crítica, y la exploración de nuevos territorios, la respuesta es no, con algunas excepciones como Riefenstahl.
Es particularmente interesante el último capítulo del libro, en el que el autor compara la cultura producida por los tres grandes totalitarismos de la época: el nazismo, el fascismo italiano y el estalinismo. Su conclusión es que el fascismo italiano sí tuvo en sus inicios una auténtica cultura, a través de los futuristas, y lo mismo sucedió con el comunismo soviético, que en los albores de la revolución atrajo a un buen número de vanguardistas. Sin embargo, en ambos casos, conforme los regímenes se iban endureciendo, el idilio con los artistas y escritores se quebró.
En el caso del nazismo, ya desde el primer momento concibieron la cultura como instrumento propagandístico a su servicio y bajo su férreo control. Aunque casos singulares como el de la cineasta Leni Riefenstahl nos invitan a hacernos preguntas incómodas en estos tiempos poco amantes de la complejidad: ¿Puede una obra ideológicamente perversa ser al mismo tiempo una valiosa genialidad estética?