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De surrealismos alucinantes y japoneses desnudos

Las exposiciones de la Sala Recoletos son un guiño de los tiempos en que la provocación artística tenía gran valor social

De surrealismos alucinantes y japoneses desnudos

Armario surrealista (Surrealist Wardrobe), 1941. | Marcel Jean

Lo mismo que ciertos manjares se comen por los ojos, hay exposiciones que entran por la premisa. Si el título se revela estimulante, y la elección de la imagen es un acierto llamativo, la cita azuza una curiosidad que se impone a la premeditación. Las dos exposiciones disponibles hasta el 11 de mayo en la Sala Recoletos de Fundación MAPFRE, de Madrid, son el mejor ejemplo de esta hambre visual. Tanto el catálogo fotográfico firmado por Sakiko Nomura, titulado: Tierna es la noche, como la riquísima colección de obras surrealistas, titulada: 1924. Otros surrealismos, encarnan ese humeante puchero abuelil innegable a primera vista.

Una vez metido el cucharón, no obstante, no todo goza de la sabrosura esperada. En especial, si nos referimos al descorche de las exposiciones, capitaneado por una primera sala donde la obra de Sakiko Nomura se luce en una crepuscular estancia de perezosas luces. Se trata de la primera retrospectiva en Europa de la reconocida fotógrafa nipona, reverenciada por su atinado paladar a la hora de bañar las imágenes en sombras y negruras selectas, así como por su dedicación al desnudo masculino japonés. Una pulsión que, huelga decir, no fue recibida sin escarnios o críticas por parte de la sociedad japonesa de los años 90 (época en la que Nomura empezó su andadura), debido al profundo machismo imperante en el país del sol naciente.

Aunque la exposición de la Sala Recoletos sí recoge parte de la fotografía nudista de Nomura en la última sala, en este primer contacto con las imágenes de la artista la organización se ha decidido por presentar su escena urbana. Fenómenos atmosféricos, reflejos brutalistas de edificios y otros parpadeos desenfocados del entorno metropolitano, componen la primera toma de contacto con la artista, dejando un insulso sabor de boca. Por mucho que puedan entenderse sus intenciones alegóricas sobre la fugacidad existencial y el constante guiño a la poética de la tiniebla, tamizado sobre la tensión de la mirada desorientada, el inicio de la retrospectiva de Nomura hace dudar de las genuinas premisas expresadas en el folleto. Por no hablar de la prioridad figurativa corporal que se le presupone a la exposición.

La segunda cucharada, en cambio, cumple con toda expectativa. Al fondo de la Sala Recoletos, se encuentra la primera parte de la colección de obra surrealista a la que ha tenido acceso la Fundación. Y, hay que decirlo, se trata de una selección brillante en variedad y calidad de las obras expuestas.

Despegar el encuentro surrealista con una obra de Marcel Jean tan clásica como Armario surrealista, de 1941, habitualmente visible en Musée des Arts Décoratifs, en París, es un match point. Quizás el único hándicap sea el tapón humano que la reconocida composición forma, impidiendo deslizarse hasta la galería donde se exponen una veintena de cuadros, esculturas y fotografías, perfectas para celebrar el centenario (1924) de la publicación del manifiesto surrealista de André Bretón. Una corriente, la de las evocaciones oníricas como relatos de una realidad perdida, que tuvo una presencia notable en España. Nuestro país siempre ha destacado por sus contradicciones, frescuras y fuerza minoica, notablemente bien embebida en las creaciones de artistas como Buñuel, Dalí, Domínguez o Miró. Por supuesto, todos ellos presentes en la exposición.

Pero no solo algunas de las obras más potentes de los genios patrios están a la vista del respetable: como el Teléfono Afrodisíaco (teléfono con forma de langosta), o el extremadamente impactante Construcción blanda con judías hervidas (habitualmente disponible en Filadelfia, EEUU), ambas de Dalí, la Máquina de coser electro-sexual, de Domínguez, la Composición surrealista, de Ángel Planells, e incluso un pequeño guiño picassiano con un retrato cubista. En la selección de la Fundación MAPFRE, también encontramos brillantes cuadros de autores extranjeros como Magritte y su perversamente hipnótico El cielo asesino, o la singularísima tendida de mano a Freud, formulada en El doble secreto.

Ahora, de haber una excentricidad destacada en el apartado del surrealismo en esta muestra, esa es la capital presencia del estrógeno. La testosterona, por costumbre capitana de los relatos de la vanguardia, pasa aquí a quedar ensombrecida ante la palmaria calidad de las obras de firma femenina que pespuntean el espacio. Hay auténticas maravillas visuales, como la muestra de Suzanne Van Damme (quizás familia del kickboxer): Composición surrealista, con poco que envidiar a los inicios dalinianos. Y lo mismo se puede decir de Kay Sage, notable pintora neoyorquina con una elegantísima traza, rendida a la metafísica de los dólmenes, que luce su cierto regusto a apocalipsis espiritual con su obra: Registro Perdido. O de Jaquelina Lamba, que rompe con la figuración penetrando en una distorsión caleidoscópica en blanco y negro gracias a su obra A pesar de todo, la primavera. Aunque, por supuesto, en un destacado mujeril del surrealismo, no podía faltar como guinda de la sentencia femenina: Gala, quien antes que mujer de Dalí, fue también una notable investigadora de la estética y la desordenada armonía visual a la que se rendían los surrealistas. Por eso está presente con varios dibujos, fotografías y miscelánea creativa.

Lo imponente, si se piensa, de todas estas manifestaciones de la composición libérrima y, contra todo pronóstico, totalmente eurítmicas, es que se llevaron a cabo en las dos décadas posteriores al manifiesto de Bretón. Es decir, mientras en Europa se avecinaba, o libraba directamente, el mayor ejemplo de belicismo internacional que el mundo hubiera conocido, estos artistas se careaban contra los clichés e impedimentos morales a través de la pintura. Algo que, si hablamos de la esquina femenina del ring, todavía se revela más heroico.

Y, hablando de heroicidades, la última parte de la exposición, auspiciada en la planta baja de la Sala Recoletos, pertenece a la ya mentada Sakiko Nomura, que en esta segunda parte de la muestra sí es reconocible. Aunque no faltan ejemplos de inmortalizaciones a plantas y detalles urbanos, en este apartado de la exposición podemos encontrarnos, por fin, con esos modelos masculinos desnudos con los que Nomura se desliza hacia su característica visión oscura y hermética. Son como viejos guiños sometidos a la opacidad del olvido, donde las sombras visten entrepiernas y pliegues corporales de manera casi artificial. Una obra producida por primera vez para su fotolibro Naked Room (1994) que, como decíamos, a pesar de parecer una fecha ya asentada en un periodo de apertura y modernidad, no debemos asumir desde una visión etnocéntrica. El desnudo masculino, tal y como lo expone Nomura, significó un gran revuelo en la sociedad japonesa, muy conservadora en estas lides a pesar de estar a las puertas del siglo XXI.

En conjunto, las dos selecciones disponibles al espectador en la Sala Recoletos de Madrid comparten un elemento común: el valor artístico de la provocación. Aun separadas entre sí por más de medio siglo, tanto las obras de los surrealistas, como las fotografías de Nomura, pertenecen a épocas -o contextos- donde el arte dejaba un profundo poso en la sociedad. Ambas provocaciones estéticas, bien sea por su confección, bien por su contenido, trastocaban los parámetros del imaginario colectivo en un momento de la historia donde no estaba todo visto. Donde la gente todavía podía sorprenderse y soñar. Un espíritu que, con algo de concentración, puede invocarse al dejarse llevar por esta selecta muestra de la Fundación MAPFRE.

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