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‘A Oriente por el norte’: el relato del primer vuelo entre EEUU y China

Anne Morrow Lindbergh recrea el viaje que realizó en 1931 como radioperadora junto a su marido, el famoso aviador

‘A Oriente por el norte’: el relato del primer vuelo entre EEUU y China

El matrimonio Lindbergh posa frente a su aeronave. | Wikimedia Commons

«Cuando salté del avión, los tres o cuatro inuits se alejaron y asomaron dos niños pequeños inuits con aire tímido que empezaron a seguirme. Les brillaban los ojos bajo los gorros mientras me observaban curiosos el rostro, la ropa… ‘Es usted la primera mujer blanca que ven –dijo uno de los comerciantes–. Nunca antes ha venido ninguna por aquí’».

Era el verano de 1931 y aquella mujer era Anne Morrow Lindbergh. Nacida en Englewood (Nueva Jersey) en 1906 y casada con el aviador Charles Lindberg, el primer hombre en realizar un vuelo transatlántico entre Europa y Estados Unidos sin escalas, ambos se habían propuesto llegar en avión a Oriente por la ruta del gran círculo y acababan de aterrizar en el lago Baker. Ella, copiloto, era la radioperadora. «Mientras nos acercábamos a la orilla arenosa pude ver la tierra de cerca, otra vez gris, sin árboles, sin colinas; nada salvo musgo gris, agua gris y cielo gris. ¿Cómo podía alguien vivir allí, incluso animales? », escribió en A Oriente por el norte, sobre su primer aterrizaje. 

Primera obra en ganar el National Book Award de No Ficción, publicada ahora por Nórdica con traducción de Blanca Gago, el testimonio de Lindberg evocaba un mundo difícil de imaginar hoy. En la era de la inmediatez, la lectura de estas primeras impresiones nos devuelven a un espacio sosegado y desacelerado, casi distópico, hecho de lugares remotos y aislados en los que los avances, la información o, incluso, ciertos alimentos como la fruta o la verdura, son un bien de increíble valor. Era, de hecho, lo opuesto a nuestro presente. Como ilustra uno de los comerciantes del lago Baker con esta historia: «Recibimos 365 periódicos a la vez y vamos leyendo uno al día, igual que hacen ustedes, pero claro, nos enteramos de las noticias muy tarde». 

De Canadá al Ártico de Punta Barrow y de ahí a la isla del Rey Guillermo, a medida que los Lindbergh se aventuraban más al norte este aislamiento se volvía, de hecho, más hermético. «Todas las provisiones llegaban una vez al año en un barco que rodeaba el extremo de Alaska desde el pueblecito minero de Nome. Solo durante uno o dos meses de verano las heladas aguas se derretían lo suficiente como para que el barco se abriera paso hasta Barrow, e incluso entonces los bloques de hielo, encallados contra la orilla a veces durante semanas, podían impedir el desembarco de las provisiones». Barcos que sus habitantes esperaban como el gran acontecimiento anual, conscientes de que, si se habían equivocado en el pedido o sus mercancías habían sufrido algún desperfecto o daño, tendrían que esperar otro largo año para recibirlas nuevamente.

Clásico entre los libros de viajes, en A Oriente por el norte, Morrow va rompiendo, además,  con estereotipos y prejuicios sobre una realidad que se aleja a la suya. Sobre Rusia, a donde llegan tras dejar atrás el Ártico, cruzando el meridiano, escribe, «hasta donde tenía entendido, era un país de trabajadores austeros e intransigentes empecinados en una causa». Sin embargo, su contacto con el país le descubre a unos hombres, mujeres y niños «modernos», algo que le hace replantearse si ella misma lo sería. «Volaba en un aeroplano moderno y usaba una radio moderna, pero no como parte de mi trayectoria personal, sino como esposa de un hombre moderno». 

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A Oriente por el norte
Anne Morrow Lindbergh
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Hospitalidad japonesa

No exentos de aventuras, los Lindbergh sobrevolaron envueltos en una espesa niebla, las islas Kuriles, en Japón, donde aterrizaron forzosamente el 20 de agosto de 1931, poco más de tres semanas después del inicio de su trayectoria en Nueva York. De su paso por el país nipón, la escritora, que destacó especialmente su hospitalidad y evocó sus elaboradas ceremonias del té, dejó también sendas descripciones. 

«Contemplé maravillada la apreciación japonesa por los elementos más pequeños de la naturaleza. ¿Será porque su país repleto de montañas tan hermosas como teatrales, apenas permite las amplias vistas y obliga a mirar las cosas de cerca? ¿Acaso sus extrañas y bellas brumas, que a menudo caen como un telón de fondo tras un pino solitario, separándolo del resto del mundo, también los han enseñado a ver? ¿O es que los japoneses, que durante generaciones vivieron en casas de papel de un solo piso han aprendido el lenguaje, el alfabeto del encanto de la naturaleza, mientras que nosotros en nuestras casas de piedra y ladrillo nos hemos cerrado a él?».

Fue precisamente en Japón donde el matrimonio escuchó por primera vez hablar de las inundaciones que asolaban el valle del bajo Yangtsé que más tarde se estimó que habían afectado a unos 50 millones de personas. «Al observarlo desde el aire en nuestro vuelo a Nankín, vimos que no había nada que pudiera contener la riada. Las llanuras se extendían cientos de kilómetros a orillas del enorme y caudaloso río. (…) El valle del Yangtsé, pese a la inmensa extensión de tierra que ocupa, siempre parece atestado. Cada metro cuadrado de tierra está cultivado».

Un «acto de magia»

«Era una región donde las inundaciones sobrevenían para destruir cosechas, casas y gente», continúa Morrow sobre el lugar al que el matrimonio acudió como voluntarios para ayudar a la Comisión Nacional de Auxilio trazando un mapa de las áreas afectadas e incluso socorriendo a la gente y transportando medicinas y otros enseres. Sin embargo, nada de todo aquello sirvió demasiado. Según los historiadores chinos, aquella tragedia dejó más de 400.000 muertos, entre los ahogados y los fallecidos por el hambre y las enfermedades ocasionadas por las inundaciones. Cifra que, si atendemos a las fuentes occidentales, alcanza casi los 4 millones de personas. 

Después de aquella devastadora experiencia, los Lindbergh regresaron en barco a Nueva York. El avión en el que habían volado, y que recuperarían en 1933 para realizar otra travesía, se había visto dañado, al volcar accidentalmente en Hankou. Pero habían demostrado la viabilidad de viajar a Oriente hacia el Norte por la ruta del gran círculo. En 1933, Morrow fue distinguida con la Cruz de Honor de la Flag Association de Estados Unidos por su participación en el trazado de rutas aéreas transatlánticas. 

En 1935, escribió A Oriente por el norte, donde recordaba aquel primer vuelo: «Fue un acto de magia causado por una colisión de métodos antiguos y modernos, de historia antigua y moderna, de accesibilidad y movimiento. Unos años antes, desde la perspectiva técnica, habría sido imposible llegar a esos lugares en avión; y unos años después ya no existiría ese aislamiento».

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