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Historia Canalla

A sangre y fuego: el Frente Popular del 36

En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de personajes polémicos y desmonta mitos con ironía y datos

A sangre y fuego: el Frente Popular del 36

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hay quien dice que la Segunda República no fracasó como democracia, sino que no se consolidó. Otros que modernizó el país con derechos y reformas que poco antes solo eran un sueño político. También hay quien cree que fue un régimen concebido como propiedad de una coalición para hacer la revolución pendiente de España, cuyos dirigentes estuvieron bien nutridos de mesianismo político, lo que es contrario a las formas y contenido de la democracia. Finalmente, están los que consideran que fue una ocasión perdida, truncada por los de siempre.

No tiene pinta que con el pensamiento y el comportamiento de la élite política, la falta de compromiso y de responsabilidad que dijo Juan José Linz, la Segunda República se quisiera constituir como una democracia, ni siquiera siguiendo los parámetros de las democracias del momento, como la francesa, la británica o la norteamericana. No sé, pero perder las elecciones y llamar a la Guerra Civil, como hizo Largo Caballero en 1933, que estaba al frente del PSOE, el principal partido de la izquierda y constructor de la República, no parece muy edificante para una democracia. Tampoco el resto de la élite política estuvo a la altura ni creía en el sistema, como la mayoría de españoles.

Las elecciones del 16 de febrero de 1936 estuvieron protagonizadas por el fraude y la violencia. Hay quien dice que son términos muy gruesos, de batalla, pero las investigaciones apuntan, aunque duelan a los guardianes de la Historia, que se manipuló el resultado electoral en un ambiente de violencia que acabó con la dimisión de Portela Valladares y el nombramiento de Azaña como presidente del Gobierno. Desde su presidencia, se consumó la falsificación en la segunda vuelta electoral.

Las masas frentepopulistas se lanzaron a la calle pensando que habían ganado, que nada les podía parar en su revolución, cuando todavía no se había hecho el recuento. Esos mismos intimidaron y ejercieron la violencia sobre la oposición y las autoridades encargadas de garantizar un escrutinio limpio. En ese proceso hubo 41 víctimas mortales, otras 9 imputables, y casi 80 heridos graves. Al tiempo, no es cierto que existiera sobre el gobierno una presión golpista en connivencia con Gil Robles, el líder de la CEDA.

Luego, una comisión de actas bajo el control de la nueva mayoría parlamentaria despojó de su escaño a varios parlamentarios de la oposición y anuló las elecciones en Cuenca y Granada, donde se repitieron en mayo con toda la presión del Frente Popular, que ganó. El resultado fue que el Frente Popular pasó de 220  a 286 diputados, mayoría absoluta, gracias a la treintena de escaños conseguidos por las alteraciones de la primera vuelta electoral y los generados por los abusos de la comisión de actas.

El gobierno republicano de izquierdas, presidido por Azaña, se formó a toda prisa el 19 de febrero de 1936. Se trataba de un Ejecutivo débil, minoritario, formado solo por republicanos de izquierdas. Azaña quiso contar con miembros de todo el arco republicano, desde la Unión Republicana de Martínez Barrio, hasta con Felipe Sánchez-Román, del Partido Nacional Republicano.

Sánchez-Román no quiso saber nada. Había participado en el Frente Popular, pero la entrada del Partido Comunista le pareció un error y un mal para la República. Iba a ser un «caos», dijo, porque los bolcheviques acabarían dominando al Gobierno y agitarían la calle para su beneficio. Tenía razón.

Finalmente, Azaña reunió a diez de Izquierda Republicana -su partido-, a dos de Unión Republicana, y a un independiente. Al día siguiente, Azaña se dirigió al país por radio para asegurar que el Gobierno se dirigía «con palabras de paz». Sin embargo, el desorden público fue el gran problema: ataques a sedes de partidos de derechas, a iglesias, conventos, e incursiones violentas a cárceles para liberar a presos izquierdistas. Fue la primavera del 36, con 2.143 víctimas en cinco meses.

El programa electoral del Frente Popular hablaba de amnistiar a los presos de la revolución del 34, seguir los procesos de autonomía regional, y reanudar las reformas del primer bienio. El acuerdo lo firmaron los republicanos de izquierdas con el PSOE, quien rubricó también en nombre del PCE, el trotskista POUM y el Partido Sindicalista. La victoria había abierto muchas expectativas en las izquierdas y en los nacionalistas, que vieron llegado el momento para satisfacer sus pretensiones políticas, aunque estuvieran fuera del consenso que aconsejaba una democracia.

El primer gobierno frentepopulista empezó a cumplir: 15.000 presos fueron puestos en libertad de forma inmediata, disolvió la mitad de los ayuntamientos para poner a los expulsados en 1934, y los gobiernos civiles pasaron a manos izquierdistas. Companys, protagonista del golpe del 34, fue liberado, elogió la insurrección, y el Parlamento catalán lo eligió Presidente.

El 1 de marzo de 1936 socialistas y comunistas hicieron una demostración de fuerza con una manifestación que reunió en Madrid a 250.000 personas. No faltó el desfile de revolucionarios uniformados. Ese mismo día, el Gobierno publicó un decreto por el que se obligaba a los patronos a contratar con indemnización a todo despedido por las huelgas políticas desde 1934. Giménez Fernández, al frente temporalmente de la CEDA, dijo que «se llama fascista a toda persona que no se deja atropellar». De esta manera, y por ir a la contra, algunos, los más radicales, acabaron diciendo: «¿Fachas? Que nos lo llamen». La violencia se convirtió en el principal problema.

Tras la formación del Gobierno, una delegación del PCE fue a Moscú a recibir instrucciones. Las órdenes fueron apoyar y presionar al débil Ejecutivo en la dirección de la transformación socialista, y desarrollar fuera de las Cortes una estructura de poder, al modo de los soviets, cuya legitimidad fuera reconocida por ser la voz de la soberanía popular, decían, y «avanzar en la democracia». Ese apoyo al Gobierno republicano de izquierdas permitiría ir avanzando poco a poco, en la guerra de posiciones gramsciana, hacia un programa comunista.

De hecho, comenzó la ocupación de tierras alentada por el Gobierno, quien asumió la facultad de incautar cualquier terreno por «razones de utilidad social». Además, el Ejecutivo aumentó el gasto público en casi todas las partidas, anunció planes para cerrar colegios religiosos y la confiscación de colegios privados, e ilegalizó a Falange -muy violenta- lo que fue visto como un proceso para dejar fuera de la ley a los partidos que no fueran de izquierdas. Al mismo tiempo, cada sesión de las Cortes era un escándalo: insultos, amenazas y golpes. Los diputados comenzaron a portar armas, y para evitar altercados se tomó la precaución de cachearlos a la entrada.

En este clima, el gobierno de Azaña quiso hacer unas elecciones municipales con tono plebiscitario. Alcalá-Zamora, presidente de la República, vio en esto el paso final hacia un tipo de «República popular». Atacó entonces en el Consejo de Ministros la tolerancia de Azaña con la violencia izquierdista, la irregular atribución de escaños y la actuación de la Comisión de Actas. Argumentó que no podían convocarse las municipales. Fue su fin. El 7 de abril de 1936 fue destituido por un voto de censura promovido por el socialista Prieto. El Presidente fue acusado, según el art. 81 de la Constitución, de haber disuelto las Cortes inapropiadamente. Alcalá-Zamora no dudó en calificar la maniobra de «golpe de Estado parlamentario», y al mes fue sustituido por Azaña. Calvo Sotelo, diputado, definió bien aquella situación: «la revolución devora a sus líderes».

La República ya estaba en manos de la izquierda y de los nacionalistas. El discurso contra las derechas subió de tono: todos eran «fascistas», ajenos a la República y violentos, lo que en algún caso era cierto. El mismo Azaña acusó a la CEDA de llevar cinco años alentando la violencia, olvidando que eran los anarquistas y los comunistas quienes se habían levantado contra la República desde 1931. De hecho, la Pasionaria fue encarcelada por ese motivo en dos ocasiones durante el gobierno republicano-socialista.

El último gobierno antes de la guerra lo presidió Casares Quiroga, de Izquierda Republicana, en mayo del 36. Sentó en Trabajo a Juan Lluhí, de ERC, y el resto de ministerios se lo repartieron los republicanos de izquierdas. Aquel gobierno azañista sin Azaña siguió el programa del Frente Popular: desmantelar la escuela católica y privada, una reforma judicial para eliminar la independencia de los jueces, y continuar el cambio socialista. Mientras la crisis económica se comía al país.

La CNT y la UGT exigieron la inmediata colectivización de la industria y del campo, e iniciaron una ola de huelgas y disturbios. Esa revolución estaba en marcha, como dijo el Komintern, la Internacional Comunista. El golpe de Estado del 18 de julio fue tomado como una oportunidad para culminar la toma del Palacio de Invierno y hacer la revolución contra media España.

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