Las traiciones de Fernando VII
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de personajes polémicos y desmonta mitos con ironía y datos

Ilustración de Alejandra Svriz.
Fernando VII es el monarca más repudiado de los últimos 200 años. Fue llamado «el rey felón», y no sin motivo. Lo han hecho trizas historiadores tradicionalistas, franquistas, izquierdistas y liberales. Si alguien quiere leer una biografía suya ya sabe lo que va a encontrar. No solo fue un mal rey, sino un personaje inmoral, cobarde y traidor a España.
Es curioso, pero sus traiciones a los liberales solo le procuraron la impopularidad cuando murió, pero no en vida. Quizá contribuyó a ello la propaganda que los patriotas hicieron de su persona durante la guerra de la Independencia, la adoración natural a la monarquía que existía entonces, y la desinformación general, algo lógico para la época.
Fernando fue el noveno de los catorce hijos de Carlos IV y María Luisa de Parma, nacido en San Lorenzo de El Escorial el 14 de octubre de 1784. Fue príncipe de Asturias porque sus mayores murieron. Normalmente, se insiste mucho en la instrucción de los príncipes para saber si fueron buenos reyes, pero la formación da igual si la personalidad está dominada por características negativas, como la ambición desmedida y la crueldad.
La relación con sus padres fue muy mala. En esto influyó el llamado «partido napolitano», que era liderado por el embajador de Nápoles, donde reinaban los Borbones. Este partido era enemigo de Godoy, al que veían como un peón de Napoleón, que estaba empeñado en remover las coronas europeas. De hecho, en 1805, Francia conquistó el reino de Nápoles, y Godoy aprovechó para expulsar al partido napolitano. No pensemos por esto que Fernando era enemigo de Napoleón, o que se hundió porque la princesa de Asturias, napolitana, murió en 1806. Ni mucho menos. Su intención fue aprovechar la situación para transformar el partido napolitano en el partido fernandino. Este partido se dedicó a hacer una campaña de propaganda popular contra Godoy, al que llamaron «choricero», y María Luisa, su propia madre, a la que presentaban como una ninfómana que mantenía relaciones con Godoy. Sacaron entonces aquello del ‘Ajipedobes’, que debía ser leído al revés.
De ahí, creada la imagen de una corte inmoral que no pensaba en España, Fernando dio una vuelta de tuerca. Intentó destronar a su padre, el rey Carlos IV, en octubre de 1807. Ciertamente, su progenitor no era el hombre más inteligente, pero sí tranquilo y bonachón. Ni una mala palabra, ni una mala acción podría ser el epitafio. Había dejado el gobierno del Imperio a Manuel Godoy. Fernando temía ser relegado por su padre, e intentó negociar con Napoleón el derrocamiento de Carlos IV. El complot fue descubierto registrando el cuarto del Príncipe, que confesó a la primera y fue perdonado.
No contento con esto, en marzo de 1808 dio un golpe de Estado contra Carlos IV en Aranjuez. Usó al populacho, que tomó las calles, y al ejército, lo que fue una constante suya. Luego entregó a la Familia Real a Napoleón, provocando el alzamiento del Dos de Mayo. Después vino la vergonzosa escena de Bayona, entre el 5 y el 12 de mayo, en la que Fernando devolvió la Corona a Carlos, y este se la entregó a Napoleón, que a su vez coronó a su hermano José como rey de España.
Mientras los españoles entregaban su sangre por la independencia y la dinastía, Fernando tuvo un retiro de lujo en el palacio de Valençay. Allí escribió cartas a Napoleón felicitándolo por sus victorias militares sobre los españoles. Llegó incluso a pedir la mano de una de sus sobrinas, y rechazó el plan de huida que le propuso un agente británico, al que denunció. Es más; hasta escribió una carta a Napoleón diciendo que su mayor deseo era ser «hijo adoptivo» suyo.
A su vuelta a España encontró que los realistas habían firmado el Manifiesto de los Persas pidiendo una rectificación del régimen constitucional. Encontró también a un pueblo español totalmente entregado a su persona, y a un ejército en el que apoyarse, no en vano, tenía al general Elío para sacar el sable. Ahí fue cuando se negó a jurar la Constitución de 1812 y permitió la represión de los liberales.
Los patriotas se pronunciaron en varias ocasiones porque consideraron que el rey era un felón, hasta que triunfaron en 1820 gracias al pronunciamiento del general Riego, del que hablaremos en otro episodio de Historia Canalla. Fernando VII juró entonces la Constitución, pero traicionó a los liberales, urdió un golpe en 1822 y aplaudió la invasión francesa del año siguiente. Tampoco su despotismo gustó a los tradicionalistas, que se sintieron traicionados por Fernando VII y se levantaron en armas en 1826.
La represión de los liberales aumentó entonces. Al pronunciamiento de Torrijos en 1830 lo contestó con fusilamientos para ejemplarizar. Ya lo había hecho con Riego, ejecutado atrozmente en la Plaza de la Cebada, en Madrid, tras ser arrastrado por las calles, o con el Empecinado. De la muerte de este último, llamado Juan Martín, un literato del siglo XIX escribió que fue «expuesto los días festivos en una degradante jaula, hiriendo en ella indefenso al hombre ante el cual temblaron un día Napoleón y sus aguerridas huestes».
Fernando VII, además, echó al profesorado liberal y reformista de las Universidades, que llegó a cerrar en 1830. No tuvo tampoco el coraje de mantener el Imperio. Con el dinero que el Reino Unido dio a España por acabar con la esclavitud compró unos barcos rusos de guerra que estaban desahuciados, tanto que cuando llegaron a las costas españolas se hundieron.
Al final de sus días intentó enmendar tanta tropelía. Decidió que a su muerte no habría más despotismo, y firmó la Pragmática Sanción para que le sucediera la Princesa Isabel. Aquello abolía la borbónica Ley Sálica que impedía el reinado de las mujeres. El motivo fue que no quería que reinara su hermano Carlos María Isidro, un tradicionalista, y que acaudilló a los llamados «carlistas». En su lugar, la regente María Cristina puso los pilares de la monarquía constitucional en nuestro país.
Atacado por varias enfermedades, en el caluroso verano de 1833 Fernando VII agonizaba. Mientras, los carlistas ya se habían lanzado a la guerra civil en varios lugares. El 29 de septiembre murió en Madrid. Corrió entonces por el país una de sus frases lapidarias: «España es una cerveza, y yo soy el tapón. Cuando yo me vaya, esto estalla». Fue llevado a El Escorial para ser enterrado en el Panteón Real. Las crónicas dicen que el oficio tuvo que hacerse a toda prisa porque el hedor que despedía el cadáver era insoportable.
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