Ser pobre en el país más rico del mundo
El sociólogo americano Matthew Desmond analiza el nivel de pobreza de EEUU con su nuevo libro ‘Pobreza, made in USA’

Portada del libro 'Pobreza, made in USA'.
Comencemos con algunos números: en Estados Unidos, 1 de cada 9 adultos y 1 de cada 8 niños es pobre; 1 de cada 18 personas vive en la indigencia total; más de 2 millones de personas no tienen agua corriente ni inodoro y 30 millones siguen sin acceder a un seguro médico; la mayoría de las familias arrendatarias que viven por debajo del umbral de la pobreza destina al menos la mitad de sus ingresos a la vivienda y 1 de cada 4 dedica más del 70% a pagar el alquiler y los servicios; 3,6 millones de avisos de desahucio se pegan en las puertas de las casas anualmente, casi tanto como en el peor momento de la última gran crisis financiera, 2 millones de personas están presas en las cárceles y 3,7 millones en libertad condicional. La inmensa mayoría de estas casi 6 millones de personas son pobres, claro.
Comparado con las democracias más avanzadas, Estados Unidos tiene un índice de pobreza demasiado alto, el cual, prácticamente, no ha mejorado en los últimos 50 años. Encontrar una explicación, y una salida, para este fenómeno, es el objetivo de Pobreza, made in USA, el nuevo libro del sociólogo americano y premio Pulitzer, Matthew Desmond, un texto elegido como libro del año en 2023 por las principales revistas estadounidenses y que llega a España gracias a la edición de Capitán Swing.
«EEUU supera en 5,3 billones de dólares la producción de bienes y servicios de China. Nuestro producto interior bruto es mayor que la suma de las economías de Japón, Alemania, Reino Unido, India, Francia e Italia, que son el tercero, cuarto, quinto, sexto, séptimo y octavo países más ricos del mundo. La economía de California es mayor que la de Canadá; la del Estado de Nueva York es mayor que la de Corea del Sur. La pobreza en EEUU no se debe a falta de recursos. Es otra cosa«.
Para poder identificar qué es esa otra cosa, es necesario hacer un punto, porque lo valioso del texto de Desmond es que barre con prejuicios, semiverdades y sesgos varios.
En este sentido, lo primero que podría suponerse es que el Estado Federal no dedica los suficientes recursos en ayudas y que, especialmente durante la era de gobiernos republicanos, la tendencia al recorte debería acentuarse. Y, sin embargo, no es el caso.
A propósito, si tomamos los ochos años de Reagan, el presupuesto antipobreza no solo no se contrajo, sino que aumentó y siguió haciéndolo después de que él dejara el cargo. Expuesto en más números: las ayudas destinadas a la población que no llega a determinados niveles de ingresos, pasó de 1015 dólares al año con Reagan a 3419 dólares al año después de cumplirse un cuarto del primer mandato de Trump, aumento que en buena parte se explica por el dinero destinado a las coberturas de salud. De aquí que Desmond afirme: «El término neoliberalismo forma parte del léxico habitual de la izquierda, pero mi intento de encontrar su huella en los presupuestos federales ha sido en vano, al menos sobre el papel, en lo tocante a las ayudas para la población pobre».
¿Por qué no ha disminuido la pobreza, entonces? Una de las claves está en cuánto de la ayuda del Gobierno Federal se pierde en trabas burocráticas, ejecuciones discrecionales de los Estados y una carencia de acceso a la información que deriva en ingentes cantidades de dinero perdido en intermediarios. Para decirlo con 3 ejemplos: por cada dólar que el gobierno central trasladó a los Estados para que transfieran un subsidio particular asociado a condiciones de pobreza familiar, los hogares recibieron 22 centavos; solo el 48% de los ancianos habilitados para exigir los cupones de comida realizaron el trámite para conseguirlo, y, por último, para acceder a una pensión por discapacidad, las trabas son tantas que los beneficiarios deben contratar abogados, de modo que 1000 millones de dólares al año del Seguro social se destinan a pagarle a los mismos.
Con todo, dinero sigue habiendo y debería alcanzar. Especialmente si se toma en cuenta que, según los cálculos de Desmond, y a contramano de lo que algún distraído podría imaginar, el estado de bienestar americano es el más grande del planeta después del francés, esto, claro está, si se contabilizan distintos mecanismos financiados por las arcas públicas como los planes de jubilación ofertados por las empresas, los créditos estudiantiles y los planes de ahorro 529 para ir a la universidad, las bonificaciones fiscales por hijos y las subvenciones para propietarios de vivienda. ¿Por qué se hace mención a estos casos en particular? Porque se trata de ayudas indirectas destinadas a un sector de la población que vive por encima del umbral de la pobreza.
Este punto es central porque, en general, se hace hincapié en la ayuda «visible», esto es, transferencias de dinero «directas» que van al bolsillo de los pobres. Sin embargo, no se toma en cuenta el modo en que a través de exenciones impositivas el Estado beneficia a sectores medios y altos. Se trata de ayudas «invisibles», dinero que no entra en el bolsillo y, por eso, moralmente es interpretado de otra manera. Pero el resultado es el mismo.
Frente a la objeción de que esto es cierto tanto como también es cierto que los más ricos pagan más impuestos, Desmond indica que esto es así hasta cierto punto. Por supuesto que hay un impuesto progresivo sobre los ingresos que es mucho más alto en las clases más acomodadas, pero si tomamos en cuenta una larga lista de impuestos regresivos, especialmente asociados al consumo, el número que obtiene Desmond es mucho más parejo. Así, en promedio, las clases medias y bajas acabarían tributando un 25% de sus ingresos, mientras que, las altas, un 28%.
La injusticia es más palpable, cuando, para Desmond, «según algunas estimaciones, el mero hecho de recaudar los impuestos federales sobre la renta no abonados del 1 por ciento de los hogares más ricos permitiría obtener unos 175.000 millones de dólares al año. Si los más ricos de entre nosotros pagaran todos los impuestos que deben, podríamos acabar con la pobreza en Estados Unidos».
En este escenario, Desmond llama a un activismo en pos de la abolición de la pobreza basado en tres ejes. El primero, acabar con la explotación laboral, subiendo el salario mínimo y fomentando la sindicalización que, en el caso de los trabajadores privados, solo alcanza a un 6% de los mismos. Pero acabar con la explotación también incluye políticas públicas para resolver el problema de la vivienda generando las condiciones para una baja en los precios de los alquileres, y el fomento de ayudas directas o indirectas que eviten las condiciones usurarias que muchos bancos imponen al momento de brindar créditos.
El segundo, presionar a los gobernantes para el rediseño de un estado de bienestar que solo genera el bienestar de las clases más acomodadas. Tomando en cuenta que algunos cálculos hablan de un Estado Federal que, por ejemplo, gastó 193.000 millones en subvenciones para propietarios de viviendas, mientras que solo destinó 53.000 millones para ayudas directas a familias no propietarias, hay margen para una discusión, al menos.
Por último, en tercer lugar, Desmond propone un rediseño geográfico y una relocalización de las familias pobres evitando los guetos y los muros, tanto visibles como invisibles, que separan los barrios más prósperos de aquellos que no lo son.
En síntesis, en un contexto de enorme polarización política entre demócratas y republicanos, Desmond sale del laberinto por arriba para mostrar las condiciones estructurales de un Estado y una sociedad que, gobierne quien gobierne, convive y acepta unas condiciones de injusticia inadmisibles, especialmente si hablamos, claro está, del caso particular del país más rico del mundo.