El invento bélico español: la guerrilla
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de personajes polémicos y desmonta mitos con ironía y datos

Ilustración de Alejandra Svriz.
La posibilidad de la guerra mundial está ahora en las portadas de los periódicos. La última noticia para la población civil es que debe pertrecharse con un kit de supervivencia para tres días por si acaso. Tres días. Al tiempo, Francia y Reino Unido anuncian el envío de tropas a Ucrania. El gobierno español no ha dicho nada porque no se atreve.
Al margen de la política, surge la cuestión de cómo han hecho los españoles la guerra en la historia contemporánea. Una de las formas más conocidas, y exportada a otros países, ha sido la guerrilla. No me voy a adentrar en la cuestión terminológica de si son terroristas o bandidos, o libertadores por otra parte. Pensemos en países caribeños o africanos donde la guerrilla es un mito o una pesadilla.
Empecemos por el principio de nuestro siglo XIX. Si la expresión política del pueblo en 1808 eran las juntas, la expresión militar fue la guerrilla. Aunque comenzó a formarse con la derrota del ejército regular ante las tropas de Napoleón a finales de 1808, la «época dorada» de la guerrilla corre entre las batallas de Ocaña (19 de noviembre de 1809) y la de los Arapiles (22 de julio de 1812). La guerrilla estuvo extendida por todo el país, hostigaba a los ejércitos franceses, cortaba sus correos y convoyes impidiendo la necesaria comunicación y el abastecimiento. Entre sus éxitos se cuentan el impedir la invasión de Valencia en 1809, la interrupción del avance de Dupont antes de llegar a Bailén, y su intervención en las batallas de Talavera, Arapiles, Guadalajara o Tafalla.
No todo fueron éxitos y apoyos. Las juntas provinciales primero, y luego la Junta Central y la Regencia, tomaron a la guerrilla con ciertas reservas. Se trataba de un poder armado e incontrolable, por lo que publicaron varios decretos para organizarla o sumarla al ejército regular. La Junta Suprema los llamó «corsarios terrestres», «partidas» o «cuadrillas», porque hasta bien entrada la guerra no se generalizó el uso de la palabra «guerrilla». No obstante, pronto se hizo imprescindible dada la debilidad del ejército español por inexperiencia, la falta de medios, el exceso de oficiales y la vejez de los mismos.
El ejército español era aún un ejército real, propio del Antiguo Régimen, que comenzó entonces su transición para ser un ejército nacional o patriótico. Así lo veía la publicación titulada Semanario Patriótico, del liberal Manuel José Quintana, que decía que «desde el momento en que los intereses de los ejércitos están separados de los del pueblo, todo está perdido». Cuando un ejército se convertía en patriótico las razones para combatir eran otras. Era una situación similar a la que habían pasado los colonos norteamericanos en su independencia o los franceses de la República. La fórmula del ejército nacional respondía a ideas y sentimientos, a principios, costumbres y valores que constituían una identidad nacional y que justificaban el servicio de armas. Pero el ejército español en 1808 era todavía un ejército real y mal pertrechado. Esas deficiencias se suplieron con las ventajas de la guerrilla, que no colocaba sus efectivos en un campo de batalla, como los ejércitos tradicionales, sino que utilizaba el paisaje. De todas maneras, y en contra del tópico de que fue el ejército inglés el que venció la «Guerra Peninsular», es preciso insistir en que el ejército regular español nunca se rindió. Después de cada derrota, a pesar del repudio al servicio militar obligatorio, conseguía rearmarse, engrosar las filas, y volver a dar la batalla.
Los guerrilleros contaban con la ventaja de conocer el terreno y a la población, la facilidad en los desplazamientos y la sencillez de sus métodos. Estos métodos eran el ataque por sorpresa y la huída, a los que unían el terror psicológico, producto de la violencia con la que actuaban y las prácticas de crueldad con el enemigo. La guerrilla no necesitaba conservar el terreno, ni se atenía a los criterios clásicos de lucha, y siempre tomaba la iniciativa. Era una guerra de desgaste total.
Los franceses hicieron una guerra de propaganda contra la guerrilla, a la que trataron de bandoleros, intentando indisponerla con la sociedad. El lema propagandístico contra la guerrilla era «¡Viva Fernando y vamos robando!». También organizaron una «contraguerrilla» –en Cataluña fue famosa la liderada por Pujol, alias Boquica-, formada por vecinos afrancesados. La composición social de la guerrilla fue variada, aunque la formaron sobre todo desertores, estudiantes y clérigos, así como campesinos y artesanos, con una media de edad que rondaba los treinta años.
La estimación del número de guerrilleros es complicada. Oscila entre los 33.000 y los 55.000. Juan Martín Díaz, el Empecinado, llegó a contar con 5.000 hombres, y Francisco Espoz y Mina, sumó 13.500 efectivos. No llegaron nunca a unirse, a pesar de los intentos de El Empecinado en 1809 y 1810, ni tampoco tuvieron una organización, aunque los catalanes se agrupaban en miqueletes y somatenes.
La tendencia política de los líderes de la guerrilla fue también variada, aunque quizá los más importantes apoyaron a las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, como el Empecinado, Díaz Polier, Espoz y Mina, Milans del Bosch o Villacampa.
Los liberales, no obstante, no supieron encauzar el aspecto militar de la guerra. Desconfiaron del ejército regular por creerlo afecto a las viejas instituciones del Antiguo Régimen; de hecho, muchos altos mandos estaban en manos de nobles, o personajes como Gregorio de la Cuesta, que ansiaban una simple restauración de la monarquía tradicional. Los liberales discutieron entonces si la revolución era más importante que la guerra. Decidieron que era la revolución, y dejaron a los tradicionalistas la organización del ejército. Es preciso señalar aquí que tampoco los liberales se aliaron con los jefes de la guerrilla que simpatizaban con la obra de las Cortes de Cádiz. Ni siquiera formaron una milicia nacional, verdadera institución armada en la que los liberales depositaban su confianza en la defensa del régimen constitucional. Cuando ordenaron su formación, en abril de 1814, era ya muy tarde y la reacción había triunfado. El resultado fue que Fernando VII, en mayo de 1814, no encontraría ningún obstáculo en el restablecimiento de su poder absoluto.
Durante el resto del siglo XIX la estrategia de las guerrillas quedó en manos de los carlistas, que organizados en partidas atacaban al ejército liberal y al Estado constitucional. En todas las carlistadas se formaron partidas o guerrillas en las zonas sublevadas, con distinta suerte. No repitieron el fenómeno los republicanos ni los cantonales.
No obstante, la historiografía y propagandística liberal del siglo XIX creó la figura mítica del guerrillero. El guerrillero era el símbolo del pueblo luchando por su libertad, era «la nación en armas», escribió el republicano Rodríguez Solís, el héroe que necesita todo mito, la encarnación de todo lo bueno frente a todo lo malo. En su pretensión de construir un ideal de hombre comprometido, sostenían que el guerrillero era un soldado y un ciudadano; esto es, que echar a los franceses tenía un propósito político avanzado, liberal y verdaderamente revolucionario, al tiempo que odiaban la tiranía y la tradición de las oligarquías. No eran personajes históricos, sino novelescos. Estos guerrilleros, además, no olvidaban sus obligaciones familiares y con la comunidad. Muchos seguían trabajando para mantener a sus hijos. Este discurso político de finales del siglo XIX estaba destinado a convencer a los españoles de que podían dedicarse a la revolución a tiempo parcial, que las obligaciones pecuniarias no eran excusa para olvidar la opresión de los de arriba. En esto la influencia de la interpretación jacobina de la Revolución francesa que se hizo desde la década de 1830 fue evidente. Era el «ciudadano-soldado» que salvaba la República de sus enemigos internos y externos tomando las armas, porque amaba la libertad y la igualdad. Además de Rodríguez Solís, fue otro republicano, Fernando Garrido, el gran constructor de esta parte del mito. Este republicano socialista defendió que en el pueblo español estaba muy asentado el sentimiento igualitario, y por tanto democrático y republicano. Lo natural en España, por tanto, era la República porque encajaba con la raza y el espíritu histórico del pueblo español. Del mismo modo, esa era la razón también natural de que la oligarquía no quisiera la República sino la Monarquía.
Ese «ciudadano-soldado» era un héroe y había que mirarlo como a un «ser sobrenatural». Esto significaba que encarnar el espíritu racial español convertía a cualquiera en alguien superior, en un santo laico, o como sostenía Rodríguez Solís, en «un héroe en el más alto sentido de la palabra: pundonoroso y cortés con las damas, dulce y cariñoso con los niños, y humano y compasivo con los prisioneros y heridos». El historiador republicano Juan Ortega Rubio añadía que esos héroes no temían a la muerte porque nada significaba la vida frente a la defensa de la libertad y la igualdad de la patria. Los españoles, y entre ellos más los guerrilleros, eran en momentos difíciles, un conjunto de «hombres esforzados y de soldados valerosos hasta lo inverosímil», escribía el novelista Blasco Ibáñez.
El guerrillero se convirtió en un ser mitológico por sus grandes virtudes, que eran el patriotismo, la solidaridad, la caridad y el sentimiento de justicia. Jamás cometían un delito porque respetaban a las clases populares. Eran siempre honestos y entregados a la causa, como personajes de novela romántica. La crueldad con el invasor francés y los traidores a España estaba justificada por la justicia, la reparación de las víctimas, y el amor a la patria libre e independiente. El sentido de justicia, además impulsada por la Providencia, como indicación de Dios, generaba aplauso entre los patriotas y el pueblo, y pánico irrefrenable entre los enemigos. «El terror que su nombre infundía a los enemigos», escribió el historiador Eduardo Chao, era suficiente a veces para ganar batallas.
El último episodio de las guerrillas tuvo lugar en la Guerra Civil española, como contó de una forma romántica Ernest Hemingway en Por quién doblan las campanas. En 1939, nada más acabar la guerra, el PCE quiso restablecerla a través de la guerra de guerrillas combinadas con el terrorismo. Ese año fracasó y la dirección del PCE cambió de estrategia, quizá porque la URSS y la Alemania nazi llegaron a un acuerdo en octubre de 1939. Los que antes eran enemigos fascistas se convirtieron en aliados. Todo cambió con la Operación Barbarroja, el intento de Hitler de invadir Rusia en 1941. Esto abría la posibilidad de reanudar la guerra en España y derrotar a Franco. Eso fue la Operación Reconquista, una invasión por el Valle de Arán, en octubre de 1944, con hasta 7.000 hombres, muchos de ellos provenientes de la guerra contra los nazis y que había adoptado, además, el nombre de Agrupación de Guerrilleros Españoles. Fueron vencidos en pocos días, y algunos de los que escaparon engrosaron las filas de la guerrilla comunista. Esos maquis fueron guerrilleros, que duraron hasta 1952, incluso después de que Stalin ordenara que se desmantelaran. A esas alturas la línea que separaba a un guerrillero de un bandido o ladrón no existía.
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