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«Una chabola bonita»: en el taller más íntimo de Sabina Urraca

«La autora reflexiona sobre los motivos para escribir, sobre dónde fijar la mirada y sobre cómo mantenerla allí»

«Una chabola bonita»: en el taller más íntimo de Sabina Urraca

La escritora Sabina Urraca. | EP

No sé si hay un repunte o un nuevo interés por el género literario del diario (ni sabría decir, si lo hay, a qué podría deberse: muchas veces nos perdemos en conjeturas ante lo que seguramente son casualidades), pero el caso es que sólo en marzo he leído cuatro casos recién publicados. Aparte, me ha llegado también el Diario ateniense de un lanzador de naranjas (Xordica), primer libro del zaragozano Javier Aguirre, y sé de muy buena fuente que en las próximas semanas llegará alguna otra novedad. Y eso por no hablar de la poesía, que muchas veces es también un diario, tan exageradamente secreto o incluso «íntimo» que ni su propio autor/a repara en ello, por ejemplo un cuaderno de apuntes casuales, de “fotografías” vistas por ahí y anotadas de repente, de intentos de entender lo que te va pasando con tus amigos o con tus parejas o con los desconocidos, de declaraciones de amor a las canciones que te gustan… (así cabe leerse, por ejemplo, San Sebastián de los Reyes (Ultramarinos), el libro de título genial con el que acaba de debutar la madrileña de 1993 Alejandra Arroyo), o tal vez un listado de paisajes, apuntes de paseos en los que, como sucedería con los esbozos de un pintor, pueden adivinarse o intuirse profundas consideraciones de otro orden, excursiones al misterio o a la naturaleza ajena y propia (así sucede en el excelente Del giro en la quietud (Olifante), de Mariano Castro), por referirme exclusivamente a los dos libros de poesía que leí ayer, sábado 30 de marzo (ya ven: hasta la crítica literaria puede tener algo de diario…). Y es que en realidad, si se piensa bien, lo que te lleva a escribir un diario personal tiene mucho más que ver con la poesía o con la fotografía que con otros géneros del yo como las memorias o la autobiografía: la clave es el intento de retratar y retener el presente, el esfuerzo por entenderse y explicarse hoy (aunque para ello haya que hacer habituales reflexiones sobre el pasado o sobre los otros).

Uno de esos cuatro nuevos diarios a los que me refería veinte líneas arriba no es tan nuevo (se publicó originalmente en 2008) y además es francés, y por lo tanto podríamos dejarlo fuera de toda teoría común que intentase salir a la búsqueda de significados generales o aun generacionales (se trata de La alegría del momento (Periférica), de Jacques Brosse (1922-2008), un bonito cuaderno de uno de los últimos años de vida de un señor experto en pájaros y en silencios, con momentos muy buenos aunque a veces cae también en lo simplón o en lo santurrón -y no es nada raro que se caiga en esos dos horrores a la vez- y, como suele suceder entre los deliberadamente «apartados» del mundo, al final surgen aquí y allá pequeños pero visibles brotes de soberbia). Pero los otros tres sí son de escritores jóvenes o muy jóvenes: el primer libro del canario en Lavapiés Acoidán Méndez (Algunos días, en Plasson & Bartleboom), del que hablamos el otro día por aquí; la primera incursión en el género del poeta y cuentista madrileño Luis Bravo (Las terrazas desiertas, en La Pipa de Kif) y Escribir antes (Comisura), sin duda el libro más personal hasta hoy de Sabina Urraca, o al menos el que menos lo disimula.

Con Sabina Urraca me sucede algo que creo que no podría decir de ningún otro escritor de la Historia: sus libros me gustan (e incluso me gustan mucho) exactamente por las mismas razones por las que no acaban de atraerme o de conquistarme. En la crítica literaria (o, mejor, en la promoción editorial o en el periodismo cultural) se abusa del adjetivo “incómodo”, curiosamente planteado como elogio, aunque muchas veces sea para referirse a textos perfectamente dóciles, previsibles, forzados y estratégicos a la hora de hacer apología de lo chungo. A Sabina, en cambio, sí me la creo del todo: en todos sus libros, sin excepción, hay momentos en los que pienso “caramba, hubiera preferido no tener que leer esto último”, líneas desagradables u opiniones detestables (de los personajes) o sucesos lacerantes, pero entiendo perfectamente y valoro la, digamos, “necesidad” de introducirlas. Quiero decir que no creo que ella calcule: sabe, seguro, lo que puede provocar con esos fragmentos, porque es una tía lista como pocas, pero a la vez debe de sentir sinceramente que eso es lo que tiene que hacer, que es ése el tipo de detalles de la realidad que a ella le ha tocado investigar (¿qué sería de ciertos/as periodistas o comentaristas de la literatura si se les prohibiese utilizar durante cinco años el verbo “explorar”?). Y lo hace maravillosamente, ensanchando la literatura, ganando territorio al vacío, descubriendo nuevas islas. Donde otros se afanan en ganar lectores fáciles e invitaciones al festival EÑE hurgando, por ejemplo, en la violencia, ella sabe que probablemente los pierda o los sacuda porque ella sí lo hace de verdad, buscando significados o explicaciones y no visibilidad, escribiendo de forma no superficial y sin complicidad con lo malo. Así que, si una vez en la vida hay que aplaudir lo que nos hiere, yo, entre la literatura española actual, la aplaudiría a ella y la nombraría ministra de los bajos fondos, embajadora de lo escabroso, única escritora con licencia para robarnos esa bendita paz que tanto nos cuesta merecer y acumular.

Acabo de decir que me ocurre eso con “todos” sus libros pero me refería a la línea más ortodoxa de su obra, la formada hasta hoy por Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017), Soñé con la chica que robaba un caballo (Lengua de Trapo, 2021) y El celo (Alfaguara, 2024). Aparte, publico el también incisivo pero divertido y festivo Cha-cha-chá (Comisura, 2023) y, como si se hubiera propuesto entregar a esta meritoria y perfeccionista editorial madrileña sus libros más amables y graciosos, acaba de sacar allá el ya mencionado Escribir antes, que es una delicia estructurada en dos tiempos, en dos movimientos, en dos cuadernos, en dos lugares. La primera parte está escrita mientras redactaba El celo ante el mar de Sanià, becada por un mes en la Residencia Literaria Finestres, y la segunda responde a su cotidianeidad en el barrio madrileño de Usera, la patria del reguetón a orillas del Manzanares, y ese barrio al que se está mudando medio Legazpi conforme van llegando a Legazpi los que ya no pueden vivir en Lavapiés, en ese proceso de paulatina expulsión disimulada que produce la mala política, o la codicia convertida en municipalidad, la sociopatía con escaños.

Casi me he quedado sin espacio para hablar de Escribir antes, pero se trata de una ventana no sólo a la vida de Urraca, sino a su taller, a la cocina de su literatura. De forma muy aguda, la autora reflexiona aquí sobre los motivos para escribir (para escribir todavía, cabría matizar, perdida la inocencia y la libertad total con las que escribíamos de niños), sobre dónde fijar la mirada y sobre cómo mantenerla allí durante el tiempo suficiente, sobre cómo no distraerse, sobre cómo los estímulos constantes de la realidad conspiran para que resulte cada vez más difícil hacer vida con tinta y papel. Es un libro muy divertido, indiscreto en el mejor sentido, agudo y tierno, inteligente y sincero. Hay una agridulce elegía por esa alegría inconsciente con la que escribíamos cuando no nos dedicábamos a ello, pero hay también mucha esperanza, una apuesta declarada por perseverar, por trabajar, por esforzarse. Por enamorarse de los propios proyectos (así lo dice ella), por seguir apasionándose a pesar de todo (y a pesar de muchos lectores y comentaristas de Instagram, verdaderos enemigos de toda forma de Belleza y de Verdad).

La principal norma de la ficción es no mentir. La clave de la literatura es que todo sea verdad, aunque no sea real. En libros como éste, de testimonio en principio directo, sin invenciones ni apariencia de demasiada elaboración, sin apenas corregirse… es donde con más fuerza encontramos normalmente el identificable aleteo de lo verdadero, de lo inmediato, de lo espontáneo. Es ese tipo de libros en los que encontramos algo así como la “cara B” de un escritor, por no decir los descartes, lo desechado, pero muchas veces acaban convirtiéndose en el título más especial y querido de su bibliografía. El mérito mayor, sin duda, es recrear y cantar la vida levantando fábulas duraderas, novelas llenas de simbolismos e implicaciones, grandes o pequeñas historias que atrapen todo un modo de existir, personajes icónicos que lo encarnen…, pero mientras duren las obras en la construcción de esas maravillas, no hay nada más irresistible que la desnudez de estos cuadernos de trabajo, que la supuesta poca ambición de estos apuntes preparatorios o estas reflexiones al margen. Ya levantaremos obras maestras, pero de momento vamos a intentar hacer nuestra la dificilísima sencillez, sobre todo porque el proceso es el mismo: “Escribir, al fin y al cabo, es hacer una chabola bonita con los materiales que sea. Que se sostenga”.

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