El apocalipsis ya llegó (y tiene forma de automóvil)
Daniel Knowles defiende en ‘Carmageddon (Autocalipsis)’ un cambio cultural en la relación con los coches y las ciudades

Atasco de vehículos en Tampa, Florida. | Skip O'Rourke (Zuma Press)
Hay datos que son elocuentes. En este caso pertenecen a Estados Unidos, pero en algunas ciudades españolas y en distintas partes del mundo podemos encontrar números más o menos similares: en el país norteamericano hay 290 millones de autos circulando, más de uno por adulto, y tres cuartos de los estadounidenses van al trabajo en sus coches manejando solos (en Houston o Dallas el número alcanza el 90%). Esta es una de las razones por las que un conductor promedio en EEUU recorre 63 kilómetros diarios y, en una ciudad como Chicago, pasa unos cuatro días por año en atascos. Por cierto, además, el costo anual por mantener el coche asciende a 9.500 dólares.
Asimismo, cada año muere más de un millón de personas en accidentes de tráfico en todo el mundo y en EEUU la cifra alcanza los 40.000, el doble de los que mueren asesinados. Se calcula, a su vez, que la contaminación atmosférica a la cual esa cantidad de autos contribuye, mata diez veces más. De hecho, el transporte de todo el Estado de Texas representa el 0,5 de las emisiones mundiales de CO2, es decir aproximadamente el doble de toda Nigeria.
Si desde mediados del siglo XX el auto ha sido sinónimo de libertad, es evidente que es tiempo de revisar algunos conceptos. Así, al menos, lo entiende el periodista Daniel Knowles, en su nuevo libro Carmageddon (Autocalipsis). Cómo nos perjudican los automóviles y qué podemos hacer al respecto, editado en español por Capitán Swing.
Como ya lo indica en el mismo título, además de datos, Knowles propone algunas salidas a este apocalipsis que, según el autor, hace que nuestras ciudades empeoren nuestra calidad de vida haciéndonos perder tiempo, se transformen en horribles bloques de cemento, sean peligrosas, tanto para automovilistas como para peatones, y generen una atmósfera irrespirable.
En este sentido, no se trata de inventar nada, sino de retomar los casos de otras ciudades. Por ejemplo, en Tokio, solo el 12% va al trabajo en coche; en Ámsterdam ese número se eleva al 27%, pero ya son más los que van en bicicleta, siendo prueba de ello que, en esa ciudad, existen 1,2 bicicletas per cápita; y en el caso de Copenhague, aunque el clima no ayuda, por cierto, las utilizan el 62% de los residentes para desplazarse al trabajo, el colegio o la universidad.
Contra el decrecentismo
Donde seguramente la propuesta de Knowles se hace más controvertida y seguramente obtenga no pocas críticas, es en su idea de que la salida a esta dinámica enloquecedora no es la descentralización, sino, por el contrario, la hipercentralización, esto es, la creación de megaciudades. De hecho, el libro comienza con una descripción de un paisaje distópico, digno de J. G. Ballard, que representa las grandes autopistas de Chicago, las cuales fueron pensadas para conectar una ciudad que crecía con suburbios y cordones de nuevos barrios en las afueras y que, sin embargo, devienen el ejemplo de una ciudad desbordada y jamás planificada que obliga a sus habitantes a depender de un auto.
Knowles, entonces, critica la idea decrecentista y al izquierdismo que llama a vivir en pequeñas comunidades autosustentables, pero entiende que debemos crear ciudades donde las acciones diarias de la mayoría de la población puedan realizarse caminando o en vehículos alternativos. Para eso hace falta, afirma, decisión política y una serie de medidas que van desde distintas formas de desincentivar el uso de coches (mayor carga impositiva, párkings más caros, calles vedadas, etc.) hasta la creación de carriles exclusivos para bicicletas y, sobre todo, una inversión sustantiva en el transporte público para que éste deje de ser «el transporte de los pobres» donde se viaja mal e inseguro y donde perdemos una enorme cantidad de tiempo. Knowles lo ilustra haciendo suya la famosa frase: «Un país desarrollado no es aquel en el que los pobres tienen coche, sino aquel en el que los ricos utilizan el transporte público».
Por otra parte, si bien el autor refiere repetidamente a la cuestión de la contaminación, su énfasis está puesto más en el espacio que ocupan los coches y en el modo en que las ciudades acaban siendo diseñadas para estos, no solo por las autopistas sino también por los garajes en los edificios, los párkings, etc. De aquí que Knowles no vea a los automóviles eléctricos como una solución sino como una continuidad del problema. Es que, aunque no se trata de la eliminación de los autos, lo que se busca es demostrar que, con un rediseño de las ciudades, el auto prácticamente no sería necesario. En este sentido, compárese el promedio de 0,32% coches por familia que posee Tokio con el hecho de que el 30% de los hogares británicos y el 57% de los hogares estadounidenses posea más de dos coches.
De cara al futuro, el autor entiende que estamos en un punto de inflexión en el que se están enfrentando dos tendencias opuestas: por un lado, el confinamiento durante la pandemia le mostró a toda la humanidad que había otra forma de «habitar» la ciudad, hacerse de sus espacios, conectar con el aire libre, etc. Asimismo, asistimos a una lenta pero firme merma en el porcentaje de jóvenes con carné de conducir en Estados Unidos (del 90% en 1983 al 79% en 2017).
Cambio cultural
Esto se debe a diversas razones, entre ellas, un auge en la cantidad de jóvenes profesionales que, en tanto tal, acceden a trabajos que suelen desarrollarse físicamente en centros urbanos a los cuales se llega mejor en transporte público; y un cambio cultural respecto al significado que el auto tiene respecto a los jóvenes de los sesenta y setenta, cuando poseer un coche era la manera de tener privacidad y escapar de la mirada de los padres conservadores (recuérdese el mito del Fiat 500 en Italia, el cual era un auto accesible para los más jóvenes, y al que se le adjudicó ser la principal razón de la explosión de la natalidad, aunque no de la comodidad, claro).
Sin embargo, por otro lado, entre 2004 y 2014 la cantidad de autos en la India se triplicó y en China se quintuplicó. Incluso en la Europa occidental, donde florecen las bicicletas, también ha aumentado el número de coches, aunque, hay que decirlo, ese aumento fue de apenas un 4%. Esto significa que el discurso que busca la eliminación o la limitación del uso de los autos, convive con una industria y, sobre todo, con una cultura que entiende que allí hay algo más que una necesidad.
Aunque resulta bienvenido el esfuerzo de Knowles de posicionarse por fuera de los lugares comunes existentes en el debate, aquel que ubica a los críticos en la línea decrecentista y anticapitalista, el libro sobresale más por una prosa entretenida y el uso comparativo de los datos que por la originalidad de las ideas. Incluso por momentos parecería necesario la inclusión de variables no mencionadas (como cuando entiende que el problema de la vivienda podría solucionarse construyendo edificios en aquellos lugares que son ocupados por los autos) y, si bien hay referencias a ciudades periféricas que el autor ha visitado en África, por ejemplo, hay pasajes que se perciben como soluciones del primer mundo para problemas del primer mundo.
Con todo, el llamado a un cambio cultural en la relación que establecemos con los autos y la necesidad del rediseño de las ciudades y sus accesos, lo cual también debe incluir un plan de vivienda, tema en boga si los hay en España, es un recordatorio de que es posible vivir mejor y de que no deberíamos esperar a la próxima pandemia para poder probarlo.