La Pasión según San Juan
«Bach cambió la forma de cantar la ‘passio’ el Viernes Santo, intercalando narración con las reacciones de solista y coro»

Retrato de Johann Sebastian Bach. | Wikimedia
En un ensayo publicado en 1950 y titulado Johann Sebastian Bach. Una herencia obligatoria –según el título que le dio su traductor español, Luis Gago, guía, señor y maestro–, Paul Hindemith comentaba la extraña melancolía que se había apoderado de la obra del gran compositor en los últimos años de su vida. Su estilo tardío se caracterizaba por una repentina lasitud, difícil de explicar en quien tanto había conseguido. Hasta 1740, Bach había compuesto las dos Pasiones, el Magnificat, tres entregas del Clavierübung, la primera mitad de El clave bien temperado, todos los motetes, innumerables cantatas –sacras y profanas– y buena parte de su obra para órgano. Pero a los cincuenta y cinco años, observaba Hindemith a esa misma edad, el músico parecía de pronto fatigado y triste. En esa última década, hasta 1750, Bach compuso solo las Variaciones Goldberg, la Ofrenda musical y El arte de la fuga, una especie de summa de todo su arte musical.
Hindemith trató de explicarse esa repentina tristeza final dándole la vuelta a una expresión que Nietzsche había acuñado para referirse a Brahms. Si el filósofo había hablado de una Melancholie des Unvermögens (melancolía de la incapacidad) para definir la música de este último –injustamente, cabría replicar–, Hindemith consideraba que Bach, en esas obras tardías, había dado muestras de una Melancholie des Vermögens (melancolía de la capacidad). Liberado de las servidumbres de su oficio, el compositor se había quedado a solas con la música, transformada por ello en pura especulación. “Solo le queda una posibilidad”, escribía Hindemith, “aplicar los medios que está acostumbrado a utilizar para expandir un poco, para embellecer un poco, el paraje humilde, angosto y escarpado que ha conquistado en lo alto de la montaña. Con ello su arte se eleva y su poder deviene en reconocimiento visionario”.
Después de haber llegado a lo más alto, a Bach no le quedaba sino sentarse en la cima, acomodarse y contemplar melancólicamente el paisaje que se divisaba desde aquella latitud. Se trata de una imagen imborrable que viene a la memoria cada vez que uno regresa a él, por ejemplo ahora, como cada Semana Santa, para escuchar una de sus Pasiones, la mejor traducción del prendimiento y el martirio de Cristo, el episodio que cada año nos permite en nuestra cultura –seamos creyentes o no– salir simbólica y ritualmente de la pesadilla de la historia. La misa, vista bajo esa luz, se convierte así en una gran representación teatral de una vida ejemplar que tiene dos momentos culminantes y alegóricos. La Navidad está dedicada al nacimiento y por tanto al principio –para que hubiera un principio fue creado el hombre, decía San Agustín– y la Pascua a la muerte y la resurrección, el final de la venganza que había sido propia del linaje trágico en la herencia grecolatina.
No es raro que a Juan Sebastian Bach se le conociera también como el “quinto evangelista”, puesto que, de hecho, tanto La Pasión según San Mateo como la Pasión según San Juan –hubo una tercera, perdida, “según San Marcos”– conforman un Nuevo Testamento en sí mismo, compuesto con fragmentos de los Evangelios y textos de otros autores sobre la crucifixión. El primero de sus oratorios pascuales fue la Pasión según San Juan, menos monumental –y menos conocido también– que la de San Mateo, estrenado el 7 de abril, día de Viernes Santo, en la iglesia de San Nicolás de Leipzig, ciudad a la que Bach había llegado en 1723 para ocupar el cargo de Thomaskantor, encargado de la composición y ejecución de partituras para los domingos y demás festividades, tanto en la iglesia de Santo Tomás como en la de San Nicolás o en la de San Pablo.
A diferencia de los llamados Evangelios sinópticos –los tres restantes, similares en su línea argumental–, el de San Juan, el más tardío, es menos narrativo y más filosófico, de influencia neoplatónica, más concentrado en la cuestión de Jesucristo como logos que se hizo carne; como algo, por tanto, que se convirtió en alguien. Para su oratorio, Bach se basó en los capítulos 18 y 19 de Juan, según la versión de Lutero, además de incluir textos de autores alemanes de los siglos XVI y XVII. La obra está compuesta para soprano, alto, tenor –el evangelista–, bajo –Jesús, Pedro y Pilato–, coro a cuatro voces, dos violines, dos violas, viola de gamba, laúd, dos flautas traveseras, dos oboes, dos oboes d’amore, dos oboes de caccia, órgano y continuo.
Con su partitura, Bach revolucionó la forma de cantar la passio el día de Viernes Santo, intercalando la narración con las reacciones del solista y del coro, unos interludios líricos de una belleza inaudita que abrieron una nueva dimensión tanto litúrgica como artística. (La obra fue tan “vanguardista” que no gustó a sus patronos). Al estar más concentrada en el mensaje que en la narración, la Pasión según San Juan tiene una especial elevación concentrada, menos dramática y más poética, con momentos intensísimos como el aria en si menor Es ist vollbracht (“Se ha consumado”). Mientras la voz se va preparando para la eternidad, las cuerdas –dos violines, viola y viola de gamba– el órgano y el continuo construyen el tiempo de la misma. El trance se completa con la siguiente aria, Mein teurer Heiland, en la que el bajo dialoga con el coro: “¿Me he liberado de la muerte? ¿Por tu Pasión puedo esperar el Reino de los Cielos? ¿Es esta la salvación del mundo? Tanto es tu dolor que nada puedes decir, pero inclinas la cabeza y silenciosamente murmuras: Sí”.
Las Pasiones de Bach conocieron un revival decimonónico, a partir sobre todo del redescubrimiento de la Pasión según San Mateo por parte de Mendelssohn, que las dio a conocer con la gran orquesta romántica. En esa tradición hay algunas grabaciones memorables, como la de Eugene Ormandy con la orquesta de Filadelfia, recientemente reeditada. Pero en nuestro tiempo se han ido imponiendo las versiones historicistas con instrumentos de época, más reducidas y ajustadas al espíritu litúrgico original, como por ejemplo la del siempre excelente Philippe Herreweghe con su Collegium Vocale de Gante. También es muy recomendable la de Masaaki Suzuki con el Bach Collegium de Japón.
Gracias a su trabajo, el oyente digital puede disfrutar hoy de una calidad que nos devuelve la ilusión de las ceremonias de la época, cuando la primavera coincidía con ese episodio de represión, tortura, muerte y resurrección que nos sigue conmoviendo, más allá de la fe, por la mejor música jamás compuesta. Basta oír una de las últimas arias, Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine (“Descansad en paz, huesos sagrados”), para saber lo que fue el verdadero consuelo.