La espiral interminable de 'Alicia en el país de las maravillas'
CaixaForum Madrid explica la influencia del cuento de Lewis Carroll en una ambiciosa exposición con 283 objetos

Entrada a la madriguera de la exposición «Los mundos de Alicia. Soñar el país de las maravillas». | David Campos (Fundación La Caixa)
Alicia en el país de las maravillas es un concepto. A veces un tópico, otras una fuente de inspiración, un recurso, un plan de fuga. Hace tiempo que dejó de ser solo una historia maravillosa. En el hueco de la madriguera de conejo cabe de todo. Y más: el universo de conejos histéricos, sombrereros dementes y reinas de vocación decapitadora sigue creciendo en un imaginario colectivo insaciable. La exposición Los mundos de Alicia. Soñar el país de las maravillas, que CaixaForum Madrid presenta en colaboración con el Victoria and Albert Museum (V&A) de Londres, propone un viaje —onírico, simbólico, cultural— por los muchos rostros de una niña que se niega a dejar de caer.
Un total de 283 objetos de toda condición, algunos realmente extravagantes y divertidos, otros de gran interés documental e histórico, cuentan este descenso: Alicia en los libros, en el cine, en las artes plásticas, en la moda, en la política, en la psique colectiva. Pura sugerencia siempre, porque, como explica Kate Bailey, conservadora del V&A y comisaria de la exposición, «todo el mundo se puede identificar hoy con este texto y seguir el mantra de la curiosidad y del aprendizaje continuo». Ahí juega un papel decisivo la contribución de las colecciones de arte y diseño del V&A, cuya creación, en plena era victoriana (1852), coincide prácticamente en el tiempo con la publicación del primer libro de Alicia.
Como no podía ser menos, la entrada de la exposición tiene forma de extravagante madriguera de conejo. Pero antes de la madriguera, hubo un río. Nada menos que el Támesis. Lo surcaba en el verano de 1862 Charles Lutwidge Dodgson —más conocido como Lewis Carroll—, a bordo de una barca con una tripulación de tres niñas para las que inventó una historia maravillosa. Entre las niñas, Alice Liddell ejercía de musa. El primero de los cinco capítulos en que se divide la muestra, La invención de Alicia, describe el contexto original de su magia. Fotografías, manuscritos, juegos lógicos, ilustraciones originales de John Tenniel (con una Alicia todavía morena) y primeras ediciones recrean la atmósfera victoriana en la que la lógica matemática que lideraba el mundo hacia el capitalismo convivía con la alucinación literaria.
El segundo capítulo, A través de la pantalla, explora el que probablemente sea el hito decisivo en el devenir de Alicia: la apropiación cinematográfica. Desde su primera aparición en una película muda de apenas diez minutos dirigida por Cecil Hepworth en 1903, solo cinco años después de la muerte de Lewis Carroll, ha sido un reto técnico y artístico, de fantasía y tazas voladoras, hasta que llegó su entronización más mercantil: en 1951, la varita de Disney convirtió a Alicia en una niña rubia, angelical y definitivamente icónica para el consumo de masas. Su magnetismo fácil se impone, pero algunos aventureros se rebelaron diseñando Alicias experimentales, como la de Jan Svankmajer (1988), hecha de sombras checas y angustia expresionista, o la distópica de Jordi Feliu, que imaginó un viaje a la España franquista. Más adelante, en otro giro de la espiral, Hollywood le inyectó un poco del primer woke creando la Alicia empoderada de Tim Burton (2010).
La exposición adquiere un tono más lisérgico en el tercer capítulo: Alicia, puerta a otros mundos. Alicia fascina al surrealismo, a Dalí, a Max Ernst, a la cultura psicodélica de los años sesenta. ¿Qué mejor guía para el inconsciente que una niña que habla con orugas fumadoras y gatos que se desvanecen? La exposición incluye aquí obras de artistas de la talla de Salvador Dalí, Max Ernst, Yayoi Kusama, Paula Rego, Aldous Huxley, Peter Blake, Edward Burra, Marion Adnams, John Craxton o Ralph Steadman, entre otros.
Entre lo real y lo imaginario
Además, quizá sea en este espacio donde adquiera su mayor intensidad la propuesta de Ignasi Cristià, escenógrafo responsable de una museografía deliberadamente inmersiva, con colores mutantes, proporciones alteradas, espacios que se doblan como si estuvieran hechos de sueño. El juego constante entre lo real y lo imaginario propone, por ejemplo, una recreación de la célebre merienda del Sombrerero Loco con una mesa alargada y tazas que cuelgan del techo como si hubieran decidido emanciparse de la gravedad. Aunque también hay un hueco para la reflexión: el viaje de Alicia al interior de sí misma ejerció de metáfora preferente de la rebeldía contracultural, símbolo de las identidades líquidas, espejo de una juventud que se niega a aceptar las reglas sin interrogarlas.
Alicia en escena convierte el país de las maravillas en un teatro. Su peripecia ha servido de materia prima para óperas, ballets, performances, sátiras políticas, realidades virtuales y campañas publicitarias. Su versatilidad es su fuerza: como todo gran mito, Alicia se adapta a cada época sin dejar de ser ella misma. Destacan ejemplos de su uso político, como la sátira Alice in Thunderland del convulso 1944 o, más recientemente, la viñeta crítica sobre el Brexit Alice in Sunderland, pero también extraños vestuarios futuristas para bizarros montajes del National Theatre de Londres.
Finalmente, Convertirse en Alicia propone al visitante que se reconozca en la heroína del viaje interior que nunca termina. Aparecen las reinterpretaciones contemporáneas del mito: desde cómics de anime y editoriales de moda en Vogue hasta portadas de discos, pasando por el calendario Pirelli de 2018, que reescribía la historia con un elenco negro bajo la dirección estética de Tim Walker y Edward Enninful. Una espiral vertiginosa desde la quebradiza rigidez victoriana al indisimulable desconcierto actual. La vida sigue siendo muy extraña. Pero nos gusta.