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El día que Vargas Llosa se enamoró de Madame Bovary

«Su siempre pendiente historia de amor con el personaje habría de esperar hasta los últimos años de su vida»

El día que Vargas Llosa se enamoró de Madame Bovary

El escritor Mario Vargas Llosa junto a Isabel Preysler en 2022. | Ricardo Rubio (Europa Press)

En mi opinión, la gran novela de Vargas Llosa es la primera que escribió, La ciudad y los perros. Luego vendrían Conversación en la catedral, la guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo, todas ellas imponentes novelones decimonónicos en las que el insigne novelista deja constancia de su insuperable virtuosismo y su destreza como narrador, pero en ninguna de ellas, a pesar de ser casi todas superiores técnicamente a La ciudad y los perros, se alcanza el desgarro, la pasión y la rabia que hacen que una buena o, incluso, magnífica novela se convierta en una obra maestra. Cualquiera que haya habitado en una de esas cárceles educacionales a las que Foucault se refería con la denominación de instituciones de encierro habrá sentido la misma conmoción en su lectura de esta novela.

Y luego está la figura de Vargas Llosa como intelectual. Entre las muchas imágenes que se han recuperado con motivo de su muerte, hemos podido ver una intervención suya el programa Debate de la irrepetible periodista Victoria Prego. En él, con esa elegancia marca de la casa, se bate el cobre frente a otros intelectuales, Octavio paz, Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo, que desgranan, unos más y otros menos, todos los tópicos de la izquierda contra el capitalismo al mando: culto al éxito, primacía del dinero, publicidad, dictadura del consumo. Frente a ello, Vargas Llosa, con una precisión que no excluye la serenidad, les recuerda que nunca el mundo ha conocido tanta libertad, tanta justicia, tanta igualdad, y que, ciertamente el capitalismo estará lleno de insuficiencias y defectos, pero que estando él convencido de que la sociedad perfecta no puede existir, nunca tantos seres humanos gozaron, sin embargo, de tantos derechos, incluyendo los de las minorías, aplastadas sin contemplaciones en cualquier otra época histórica.

Hubo un tiempo en el que la mera mención de Vargas Llosa en ciertos círculos bastaba para ser mirado con la desconfianza que inspiran siempre quienes pueden estar incubando un peligroso virus ideológico de signo contrario. Recuerdo a una dirigente de Izquierda Unida, hija a su vez de otro dirigente de la misma formación, a la que me permití recomendarle una exposición sobre Flora Tristán que en aquellos días se celebraba en Madrid, añadiendo ingenuamente que Vargas Llosa había escrito un libro sobre dicho personaje. «¿Vargas Llosa?», reaccionó como si le hubiesen mentado al mismísimo Satán. «Pero es un facha, ¿no?» Cuando le contesté que lo que era, sobre todo, era un gran novelista, me preguntó «¿pero entonces tú me recomiendas que lo lea?» No estamos hablando de alguien sin formación, sino de una dirigente política que, como mucha gente de izquierdas, se había prohibido cualquier contacto con la obra de Vargas Llosa simplemente por sus ideas.

Hay quienes sostienen que el escritor hispanoamericano alcanzó en gran parte los honores y distinciones que obtuvo a lo largo de su vida precisamente por esas ideas, que concordaban sin complejos con la democracia realmente existente y con eso a lo que sus críticos se refieren como el Sistema. Yo creo, sin embargo, que sus reconocimientos se produjeron mayormente a pesar de ello. Incluso la concesión del Nobel hubo de justificarse escondiendo en cierta forma sus posiciones liberales y dándole a su obra una pátina de valores progresistas: «Por su estructura cartográfica y sus imágenes de resistencia del individuo, rebelión y fracaso», dijeron los académicos. Mientras que, en el mundo de las Letras, abundan los escritores perfectamente mediocres (ponga aquí el lector los nombres que le vengan a la cabeza) de los que nadie se acordaría si no fuera por sus estentóreos compromisos con la izquierda, a Vargas Llosa parecía que había que ir perdonándole siempre que hiciera lo propio con la democracia liberal. Y, por cierto, permítanme un inciso: ¿Cuántas medianías vamos a tener que padecer hasta que le den el Cervantes a un escritor verdaderamente importante como Fernando Savater?

Pues bien, aunque Vargas Llosa cultivó la literatura confesional y memorialística, tal vez uno de los libros más reveladores, tanto sobre su personalidad como sobre su idea de la escritura, sea uno que paradójicamente se presenta en formato de ensayo: La orgía perpetua. En él, el novelista se sumerge en la obra de quien siempre consideró su principal referencia en términos literarios, Gustave Flaubert, y más concretamente en el análisis de su personaje más célebre, Madame Bovary. «Cuando desperté» –nos dice Vargas Llosa en las primeras páginas del libro–, «para retomar la lectura es imposible que no haya tenido dos certidumbres como dos relámpagos. Que ya sabía qué escritor me hubiera gustado ser y que desde entonces hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary».  

«Vargas Llosa comprende a Emma Bovary, esa frívola figurita de porcelana, como un símbolo de la rebeldía y la liberación femenina»

Estas palabras nos hablan ya del deslumbramiento que sufrió el escritor en su primera lectura de la obra de Flaubert, la cual se produjo en su primera visita a París, allá por 1959, cuando aún apenas si había publicado algún relato. Aunque el escritor peruano, tal y como ahora sabemos, cultivaría a lo largo de toda su vida la misma férrea disciplina de trabajo, esa orgía perpetua, que aprendió en su maestro y que, unida a su talento innato para la fabulación, le conduciría los más altos reconocimientos, su siempre pendiente historia de amor con Madame Bovary habría de esperar hasta los últimos años de su vida, cuando de forma sorprendente incluso para sus más íntimos, inicia un romance con la reina del famoseo Isabel Preysler. Tal vez, esta era su cuenta pendiente con aquellos sueños de juventud.

Y, sin embargo, la relación de Vargas Llosa con el personaje de Flaubert constituye uno de los malentendidos más clamorosos de toda la historia de la literatura. De la misma forma que los románticos, hasta llegar al mismísimo Unamuno, no lograron entender el componente de crítica e ironía que Cervantes proyectó sobre el personaje de su novela más conocida, convirtiendo en un héroe sustantivo a quien sólo es un pobre loco víctima de su locura, Vargas Llosa comprende a Emma Bovary, esa frívola figurita de porcelana, como un símbolo de la rebeldía y la liberación femenina. 

Pero no era esa en absoluto la visión que Flaubert tenía de su personaje. Por sus cartas sabemos de la importancia que da a El Quijote, incluyendo las influencias de las lecturas, como modelo para la construcción de la tragedia ridícula de su burguesita, con la única diferencia que allí donde Cervantes muestra una compasión profunda por la locura de don Quijote, Flaubert no oculta en ningún momento el desprecio que le inspira el suyo, símbolo al fin y al cabo de un mundo, el de la burguesía francesa de su tiempo, que odia con todas sus fuerzas. En una carta a su amante, Louise Colet, le confiesa: «¡Dios, cómo me fastidia mi Bovary!». Y en otra le dice: «La Bovary, que habrá sido para mí un ejercicio excelente, quizá me sea funesta después como reacción… Necesito grandes esfuerzos para imaginarme a mis personajes, y luego para hacerles hablar, ya que me repugnan profundamente».

Pues bien, si hay algo, aparte de su talento, que caracterizó al individuo Vargas Llosa a lo largo de toda su vida fue, sin duda, su tenacidad. Tras haber cumplido con sobresaliente cum laude su compromiso con la escritura, ¿no era el momento de saldar sus cuentas con el amor a su personaje ideal? El resultado, por supuesto, no podía ser otro que la decepción. Lo que Flaubert, por decirlo en términos kantianos, había descubierto trascendentalmente a través de su imaginación, Vargas Llosa tendría que aprenderlo de forma empírica por medio de la experiencia. Al final, el escritor regresaría a la única vida que para el escritor tiene sentido: la de esa orgía perpetúa que le procura la escritura.

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