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Historias de la historia

El judío que asesinó a un nazi

El asesinato de dos miembros de la embajada israelí en EEUU es como una copia en negativo del asesinato de un diplomático alemán por un judío en vísperas de la Guerra Mundial

El judío que asesinó a un nazi

El asesino y la víctima. El joven judío Grynszpan, y el diplomático alemán, Vom Rath.

Las cervecerías bávaras son los lugares más felices de Alemania, con amplias terrazas repletas de gente a la que se ve disfrutar bebiendo cerveza en jarras de litro y engullendo embutidos. Allí las familias están en harmonía y los amigos celebran su amistad. Pero en el periodo entre las dos guerras mundiales las cervecerías bávaras se convirtieron en los centros de conspiración de una nueva fuerza conocida como nazismo, prácticamente el hogar de un emigrante austriaco llamado Adolf Hitler, donde maduró el proyecto que estuvo a punto de destruir el mundo.

El 8 de noviembre de 1938 Adolf Hitler regresó al escenario de dónde había surgido, acudió a la Bürgerbräukeller, una cervecería con capacidad para 1.800 clientes donde había comenzado el Putsch de Múnich, su intento de golpe de Estado de noviembre de 1923. El Putsch fracasó y Hitler fue a la cárcel, lo que le serviría para escribir Mein Kampf, la obra teórica del nazismo. 

Cada año, los viejos nazis celebraban en la Bürgerbräukeller el aniversario de aquella intentona, pero el Hitler de 1938 no tenía nada que ver con el de tiempos anteriores. Aquel don nadie sin un marco en el bolsillo, pero con labia suficiente para engatusar a sus contertulios, había dado paso al Führer, el jefe del Estado del III Reich. Su acceso al poder había comenzado en 1933, como canciller, o sea jefe de gobierno de una coalición conservadora en un estado democrático, pero a base de maniobras y falsas promesas había ido acumulando poder y transformando la República de Weimar en el III Reich, un estado totalitario y represivo, pero con enorme respaldo de la mayoría de los alemanes.

Estaba el Führer tomando cervezas con los antiguos camaradas de los tiempos duros cuando llegó la noticia. En la embajada alemana en París un diplomático había sido asesinado por un judío. Hitler se consideraba un elegido de los dioses y los hechos le daban la razón. No había pasado un mes de su nombramiento como canciller en 1933 cuando un comunista provocó el incendio del Reichstag, el Parlamento alemán, lo que le permitió dictar un decreto que anulaba de hecho las libertades políticas propias de los países democráticos.

Y ahora un terrorista judío asesinaba a un diplomático alemán, poniéndole en bandeja a Hitler la culminación de su política antisemita, uno de los rasgos de identidad del nazismo y una obsesión personal para Hitler. Además, el atentado de París tenía unos protagonistas que parecían fruto de una cuidadosa selección de un director de casting, hasta el punto de que un seguidor de las teorías conspiranoicas vería en ellos la evidencia de la conspiración.

En primer lugar, la víctima Ernst Eduard vom Rath. En 1938, para representar a Alemania en un puesto diplomático había que responder al prototipo del «hombre ario» y Vom Rath lo hacía perfectamente: alto, rubio y con una cicatriz en la mejilla que acreditaba que se había batido en duelo. Esa era una seña de identidad de las fraternidades de estudiantes nacionalistas, imbuidos por la tradición aristocrático-militar.

Vom Rath pertenecía a una familia de la pequeña nobleza, había estudiado Derecho en la Universidad Albertina de Könisberg, una de las más prestigiosas de Europa, centro de la inteligencia de Prusia, de la que había sido rector el filósofo Kant. A estos credenciales aristocráticos e intelectuales Vom Rath añadía los políticos, pues se había afiliado al Partido Nacional Socialista (nazi) en 1932, antes de subir al poder, y al año siguiente entró en las SA, la milicia de «camisas pardas» que se enfrentaba con porras y pistolas a los comunistas alemanes. En el 34 entró en el cuerpo diplomático y había servido en Rumanía y la India antes de ser nombrado secretario de embajada en una importantísima legación diplomática como era París.

Si Ernst Eduard von Rath se nos aparece como un triunfador, su asesino era una patética destilación del perdedor. Herschel Grynzspan era un muchacho de 17 años, hijo de una familia judía polaca que había emigrado a Alemania en 1911. Medía solamente 1’54, era raquítico, muy moreno, de aspecto enfermizo e inquietante, como un judío de caricatura antisemita.

Cuando comenzó la etapa nazi en Alemania, Herschel intentó emigrar a Palestina, pero no le dieron permiso por ser demasiado joven. Con buen acierto sus padres lo enviaron fuera de la Alemania nazi, a Bélgica, donde tenía un tío. Pero se peleó con él y se fue a París, donde vivía otro tío, aunque tuvo que entrar en Francia clandestinamente y vivir escondido en el desván de casa de sus parientes. Un día llegó una carta estremecedora de su padre. La familia Grynzspan, junto a millares de judíos de origen polaco, habían sido expulsados de Alemania, pero Polonia tampoco los había admitido. Sobrevivían en la tierra de nadie entre los respectivos puestos fronterizos, auxiliados por la Cruz Roja.

«Que el mundo me oiga»

Herschel enloqueció con aquella carta. Le exigió a su tío dinero para sacar a su familia del infierno, su tío no se lo dio y se pelearon. Su fue de la casa y con los pocos francos que tenía, tras pasar la noche en un hotelucho, compró un revólver y se dirigió a la embajada alemana. Pidió hablar con alguien para resolver sus problemas de documentación, y lo pasaron con el diplomático de menor categoría, el “tercer secretario” Vom Rath.

Cuando entró en el despacho parece que no llegaron a intercambiar palabra, simplemente Grynzspan gritó un insulto: «¡Sucio alemán!» y le disparó cinco tiros. Un perdedor lo hace todo mal, Herschel fue incapaz de alcanzar el corazón o la cabeza, todos los impactos fueron en la barriga, con lo que Vom Rath no murió allí mismo, aunque sí lo haría a los dos días.

Herschel Grynzspan se entregó sin resistencia a la policía, que encontró en su poder una carta explicativa: «Mi corazón sangra al enterarme de vuestra tragedia y la de 12.000 judíos. Tengo que protestar de modo que el mundo entero oiga mi tragedia y lo haré. Perdonadme». Firmaba «Hermann», que era su nombre alemán, un indicio de su propio desarraigo.

Y efectivamente, el mundo entero lo oyó. La izquierda y la prensa liberal tomaron partido por el joven judío, la periodista americana Dorothy Thompson recaudó en un programa de radio muy oído 40.000 dólares -como un millón de ahora- y con eso su familia pudo contratar al mejor criminalista de Francia, Vincent de Moro-Giaffery. Era un abogado famoso -fue el defensor de Landru, el Barba Azul francés- y hombre de izquierdas, había sido ministro y diputado del Partido Radical.

Moro planteó una defensa heterodoxa. El asesinato a sangre fría de un diplomático alemán, cuando Francia hacía todos los esfuerzos por evitar una guerra con Alemania, podía llevar a Grynzspan a la guillotina. Pero Moro decidió cambiar los términos del suceso. Averiguó que un hermano de Von Rath había sido encarcelado en Alemania por homosexual –eso era delito hasta en la muy democrática Inglaterra–, y decidió cargarle ese sambenito al diplomático. Presentaría a Grynzspan como un adolescente que había sido pervertido por un pederasta, y el homicidio como crimen pasional.

Antes de que el caso se viese en los tribunales, Moro activó en París a la prensa y al lobby homosexual. André Gide, célebre escritor y miembro del mundo gay, escribió en un periódico: «La idea de que un alto representante del III Reich haya pecado dos veces según sus leyes [por práctica homosexual y por relación íntima con un judío] es realmente divertida». 

El juicio prometía ser la bomba, pero antes de que se celebrara estalló la Segunda Guerra Mundial y Alemania conquistó Francia. Herschel Grynzspan fue entregado por las autoridades francesas a las alemanas, que lo encerraron en la cárcel de Magdeburgo a la espera de juicio. Pero ese juicio nunca se celebró porque a Goebbels, ministro de Propaganda, no le parecía nada «divertido», por usar el lenguaje de Gide, un proceso en el que pudiera mencionarse la homosexualidad en relación con Ernst vom Rath, al que había convertido un protomártir nazi. Grynzspan sería asesinado por los nazis en circunstancias desconocidas.

Hemos explicado lo que pasó fuera de Alemania tras el asesinato de Vom Rath, pero lo que pasó dentro fue muchísimo más grave. En cuanto llegó la noticia a la cúpula nazi, en la misma cervecería bávara, Goebbels lanzó una soflama, culpando del crimen a la «conspiración judía internacional», que pretendía derribar al régimen alemán. Algo parecido a lo que ha hecho ahora Netanyahu, diciendo que gritar «¡Palestina Libre!» es lo mismo que gritar «¡Heil Hitler!».

En ese momento, mediante llamadas telefónicas desde Munich, se montó la repuesta inmediata, «la Noche de los Cristales». En la noche del 9 al 10 de noviembre las turbas nazis asaltaron 7.500 tiendas y negocios de judíos; el destrozo de los escaparates le daría nombre a la acción, en la que además 177 sinagogas fueron incendiadas, 91 judíos asesinados y centenares heridos. 30.000 judíos ricos fueron detenidos por la Gestapo, 1.000 murieron en su encierro, y al resto lo liberaron a condición de ceder sus propiedades y abandonar Alemania. La comunidad judía en conjunto fue obligada a pagar 1.000 millones de marcos como «indemnización».

A partir de ese momento, una retahíla de leyes y decretos fue estableciendo la imposibilidad literal de que los judíos pudieran sobrevivir en Alemania. Había comenzado el Holocausto.

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