'Revista de Occidente' propone una nueva visión de Andalucía
Un número monográfico revisa la teoría de Ortega y subraya la ventaja de la diversidad cultural de la región

Bandera de Andalucía. | Rocío Ruz (Europa Press)
Hace unos años conocí a un andaluz que se sentía desterrado viviendo en Málaga. Había llegado de su Jerez natal, y a orillas del mar no se encontraba. Me explicó la razón. Málaga no era Andalucía, argumentaba con un deje de desprecio. Para él todo lo que quedaba fuera del triángulo, cuyos vértices lo formaban las ciudades de Sevilla, Sanlúcar y Tarifa, no podía considerarse Andalucía. Me pareció una teoría extravagante, pero ahora creo que lo entiendo mejor.
No existe una Andalucía, sino varias (por cierto, es la tesis que se esboza en la colaboración de Andreu Jaume en este ambicioso monográfico). A veces las provincias funcionan como reinos de taifas, porque se dan la espalda, compiten entre sí y se desconocen. ¿Qué tiene que ver un gaditano con un jiennense? ¿Cómo ignorar que Sevilla ignora a Málaga y que está hace lo mismo con Granada o Córdoba? Hace unos años esta última y Málaga compitieron por la capitalidad europea de la cultura. Ganó San Sebastián. ¡¡Habrase visto mayor despropósito!!
Carlos Mármol, sevillano atípico, que no participa de las señas de identidad más celebradas por sus paisanos, y coordinador del monográfico, se ha propuesto darle una vuelta a la teoría orteguiana, que ha quedado prácticamente, aunque hay otras, como el único intento de desentrañar el «misterio» de la identidad andaluza. Como es sabido, Ortega define Andalucía por su inmenso legado histórico y cultural y por el «ideal vegetativo», un rasgo de su carácter estoico, que se interpretó equívocamente como un canto a la holgazanería y a la consiguiente pobreza.
En realidad, la sabiduría meridional pone el énfasis en «trabajar para vivir», frente al axioma calvinista, que defiende justamente su contrario: «vivir para trabajar». O lo que es lo mismo: el disfrute de las cosas se impone a la posesión de estas. Pero Ortega que hace una aproximación metafísica al asunto de la identidad andaluza, olvida, nos advierte Mármol, que «la vita mínima no es una elección de naturaleza voluntaria. Se trata, más bien, de una necesidad hecha virtud…» Ni la riqueza ni la abundancia de bienes serían, dentro de la cultura meridional, lo único, sino que deben acompañarse de cuestiones espirituales, tales como la libertad y el disfrute gozoso y desinteresado de la que se tiene.
Mármol concluye con una orteguiana propuesta para «deshacer el nudo meridional» en el actual momento político, caracterizado por el nefasto efecto del egoísmo contagioso que las nacionalidades históricas producen en el resto. También en Andalucía. Parece mentira. Después de tantos años de que lo andaluz fuese sinónimo de lo español, mire usted dónde estamos. Los socialistas primero, y ahora los populares se arriman al tópico de la diferencia, cuando huelen votos…
Variedad de culturas
¿Qué hacer con esto? Mármol sugiere que la única forma inteligente, para que emerja la verdad del Mediodía español, sería callar y escuchar: «Una forma de vivir que, al no profesar el dogma de la pureza de sangre, puede permitirse el inmenso lujo de ser diferente cada día y actuar (dentro de España) como el único antídoto eficaz contra la regresión intelectual que predican todos los nacionalismos insolidarios».
Al ensayo de Carlos Mármol siguen otros siete, que abordan la cuestión de la identidad andaluza desde las perspectivas de la historia cultural, la lengua, los heterodoxos, la relación con América, el arte y la danza, para terminar con la mirada admirada del forastero (Andreu Jaume), que contempla Andalucía como un fenómeno exótico, distinto y distante. Todos inciden en algo que ya había resaltado Ortega, la riqueza y variedad de culturas que se superponen y armonizan en la tierra andaluza. Una abundancia patrimonial que no se encuentra, ni por asomo, en ninguna otra parte de España.
No hay, por tanto, una cultura andaluza, sino una plétora de culturas integradas y asimiladas en una historia de varios milenios, que tiene o encuentra sus emblemas, símbolos o iconos en monumentos artísticos, como la Giralda, el palacio de Carlos V en el conjunto de la Alhambra y del Generalife, e incluso en la Mezquita-Catedral de Córdoba. Estas joyas de la arquitectura resumen y muestran una asimilación cultural única en España y en Europa, como se encarga de argumentar María José Solano en su colaboración.
Y, sin embargo, Andalucía, rica en identidades culturales, carece de una identidad (política se entiende) como nos recuerda el historiador Manuel González de Molina en su clarificador ensayo El peso de la cultura agraria en la identidad (política) de Andalucía. Para este profesor la cultura agraria de Andalucía (con epifenómenos culturales derivados del agro como los toros, el flamenco, las ferias o las romerías tan pletóricas aún hoy) ha pesado y sigue pesando de manera determinante en la ausencia de un proyecto político propio, cuando la sociedad andaluza ha dejado ya de ser agraria en su mayoría.
Identidad híbrida
En cambio, para Manuel Peña Díaz, los escollos identitarios de Andalucía son su mayor ventaja. Se encuentran justamente en una realidad cultural que se afirma en la diversidad y niega cualquier idea nacionalista excluyente. Para este historiador, la revisión del devenir andaluz descarta la posibilidad de una teoría uniforme o única, como pretendía en cierto modo Ortega, porque «…la identidad andaluza, de existir, es diversa, mestiza e híbrida. Es una paradoja anti-identitaria, o no será».
Cierra el monográfico la visión septentrional, fascinada por el poderío de las culturas andaluzas, de Andreu Jaume. Para los catalanes –nos dice el mallorquín—, el andaluz es el «otro» por antonomasia. Es el emigrante que fue a Cataluña a cumplir un papel subalterno, necesario para el desarrollo industrial y el enriquecimiento de la burguesía. Pero, para el catalanismo indepe, el andaluz es, sobre todo (¡Oh, maravilla!), el enviado de Franco, que llevó a los andaluces a Cataluña, para pervertir la pureza de la nación catalana y amenazar su identidad. El resultado de estas majaderías y de otras muchas, dice Jaume, fue una integración desigual y parcial del andaluz en Cataluña. La izquierda «colaboró» en la «inmersión» pujolista, puso sus argumentos al servicio de los designios nacionalistas e hizo que los emigrantes andaluces arrinconasen su cultura en beneficio de la catalana, que se les impuso a la fuerza.
Está muy bien esta visión foránea. Es un soplo de aire fresco en la atmósfera que se respira en la Cataluña actual, y se agradece. Un testimonio así, que no es ni victimista ni ombliguista, es un verdadero lujo. Porque el riesgo, incluso para una tierra tan poco nacionalista, como lo es la de María Santísima, es siempre el ombliguismo narcisista. En este magnífico monográfico, que no es ni chovinista ni autocomplaciente, se echa en falta una mayor diversidad geográfica en el origen de sus colaboradores. El 90% es sevillano. ¿Va a ser cierto aquello del centralismo sevillano? ¿O llevaba razón el amigo jerezano?