Cómo reaccionan los escritores ante el peligro
Uwe Wittstock desvela en ‘Febrero de 1933’ cómo Hitler desmanteló el mundo literario de la República de Weimar

Detalle de 'Caín, o Hitler en el infierno' (1944), óleo sobre lienzo de George Grosz. | © Estate of George Grosz / Deutsches Historisches Museum, Berlín
Sucedió en un instante. Muchos, los que se salvaron, salieron a la carrera, apenas una maleta como equipaje improvisado y un puñado de marcos para aguantar un exilio que creyeron breve. Febrero de 1933. El invierno de la literatura (Ladera Norte) del periodista Uwe Wittstock repasa el destino de los escritores y periodistas alemanes, desde Bertolt Brecht a Thomas Mann o Alfred Döblin, condenados a huir de las garras del nazismo. El libro transcurre en las seis semanas en las que Alemania pasó de ser una democracia a convertirse en una dictadura sin escrúpulos. Arranca con un Berlín congelado y nevado, el 29 de enero, con el nombramiento de Adolf Hitler como canciller del Reich hasta las elecciones del 5 de marzo de 1933. En las semanas previas a la votación, 69 personas fueron asesinadas, varios centenares heridas por motivos políticos y se suspendieron los derechos civiles. Los asesinatos en masa llegaron más tarde.
Fue un punto de inflexión que cambió millones de vidas, pero el periodista Uwe Wittstock (Leipzig, 1955) ha puesto el foco en el mundo literario, carreras que arrancaron llenas de esperanza y se hundieron o sobrevivieron a duras penas en el exilio. Visto con los ojos del presente, sorprende que se resistieran a abandonar su país pese a las señales de terror. No eran patriotas ni héroes, se sabía que circulaban listas negras y el terror se palpaba en la calle, con tiroteos, palizas y detenciones diarias, pero no fue fácil enfrentarse al dilema espantoso de salir corriendo, dejando atrás toda una vida.
A lo largo de casi 300 páginas, el autor funde las situaciones personales de los artistas que hicieron posible la efervescencia cultural de la República de Weimar con píldoras informativas sobre lo que sucede en las calles y los allanamientos de viviendas. Febrero de 1933. El invierno de la literatura se lee como un thriller donde se palpa el peligro. El relato, que adolece quizás de un exceso de nombres para un público menos ilustrado, se sigue como los buenos reportajes. El autor, que fue jefe adjunto de la sección de reportajes y corresponsal cultural de Die Welt, acompaña el destino de cada uno de los personajes retratados con los itinerarios que siguieron, calle a calle, la programación de los teatros, los bares que frecuentaban y hasta la red ferroviaria de todo el país que facilitó la huida de muchos de ellos.
Las señales de peligro venían de lejos: la grave crisis económica, la debilidad del centro político, la influencia de los partidos extremistas que dividieron el país, el terror guerracivilista de derecha e izquierda, el odio a los judíos y, como guinda, la epidemia de gripe. Ya el mismo día del nombramiento de Hitler como canciller, una procesión de antorchas con patrullas de las SA y las SS aullando consignas en honor a su líder recorrió las calles de Berlín. Goebbels, consciente del poder y la revolución que supuso la radio, obligó a que la marcha y los discursos fueran retransmitidos en casi todas las emisoras.
En medio de ese ambiente, algunos lo tuvieron claro y se adelantaron a los hechos. A George Grosz, pintor, caricaturista y dibujante denunciado por blasfemia, lo buscaba un comando de las SA. La sátira puede ser mortal y Grosz ridiculiza a los nazis, los muestra como peleles arrogantes y matones insensibles. Después de Navidad regresa a Alemania desde Nueva York, donde ha impartido clases. Su llegada tiene billete de vuelta: viene a recoger a su familia y emigrar a América. Lo tiene claro. En Alemania es un artista respetado, pero en EEUU apenas lo conoce nadie. Tendrá que trabajar por 150 dólares al mes. Desmonta el piso, regala los muebles y almacena cuadros en casa de su suegra. El 23 de enero desembarcan en Nueva York, una semana antes de que Hitler se convierta en canciller del Reich y ocho días antes de que las SA derriben con hachas su estudio.
Listas negras
Que los nazis dominaban la propaganda lo sufrió en sus propias carnes Erich Maria Remarque, un autor joven que había triunfado con una novela bélica, Sin novedad en el frente, en la que desvela sin tapujos la vida de un soldado durante la Primera Guerra Mundial, el pánico en las trincheras y las carnicerías con bayoneta en el combate cuerpo a cuerpo. Se publicó en 1928, vendió miles de ejemplares y se tradujo a 13 idiomas. Para nacionalistas y nacionalsocialistas se trataba de una provocación que degradaba a los caídos. La ofensiva propagandista se intensificó especialmente cuando la versión cinematográfica de Sin novedad en el frente llegó a la gran pantalla. Goebbels envió a las salas a sus matones y se interrumpieron los pases. Remarque, que se había hecho rico gracias a la venta de la novela, tampoco esperó que la procesión de antorchas iluminara las calles de su ciudad, quién fuera a ser el nuevo canciller no le importaba. Se sentó al volante de su Lancia Dilambda y puso rumbo a Suiza. No volvería a su patria hasta casi 20 años después. Su villa en el lago Mayor sirvió como refugio para perseguidos, aunque la Gestapo y hasta la policía estalinista se movieron después más allá de sus fronteras, buscando a disidentes.
Grosz y Remarque se anticiparon, sabían que su nombre parpadeaba en las listas negras, pero otros, la mayoría, trataron de aguantar lo más posible. La huida y el exilio no entraba en sus planes, pero, a medida que se acercaba la fecha de las elecciones, el peligro se multiplicaba de tal manera que la mayor parte de los que decidieron aguantar para contarlo fueron arrestados y trasladados a campos de concentración. Solo 30 días después de jurar su cargo como canciller del Reich, se aprueba la Ley de Plenos Poderes, la base jurídica para el dominio absoluto. Las instituciones no resistieron.
Bertolt Brecht, que era remiso a marcharse, buscó cobijo momentáneo en un hospital privado, donde aprovechó para operarse de una hernia inguinal pensando que nadie lo buscaría allí, en el Berlín de 1933. Con el alta en la mano, cruzó la frontera hacia Viena, aprovechando la oscuridad y el pasaporte de un militante comunista que se lo cedió. Fue tan precipitada la huida que su hija pequeña se quedó en Berlín.
Y Alfred Döblin, autor de Berlín Alexanderplatz, una novela que figura en los anales literarios por su modernidad, esperó tanto a tomar la decisión de huir que acabó corriendo por la calle, tratando de despistar al policía de la SA que lo vigilaba, hasta alcanzar el tren que lo sacó del país.
Archivos y diarios
Para entonces, el Reichstag había sido incendiado y se acusó a los comunistas. Las dudas de Thomas Mann, que ya había recibido el Premio Nobel de Literatura, se disiparon cuando su hijo Klaus, refugiado en la mansión familiar en Múnich, lo disuadió a través de una llamada telefónica para que siguiera en Suiza, donde descansaba tras una gira de conferencias sobre Wagner.
Para levantar un relato tan preciso de fechas y actitudes, el periodista alemán ha recurrido a diferentes archivos y bibliotecas además de los apuntes en diarios, anotaciones y cartas que surgieron paralelamente a los hechos. «En caso de duda, confié en ellos», cuenta en el epílogo. Ha huido de relatos posteriores donde embellecían su comportamiento político durante aquellas semanas.
Febrero de 1933 se cierra (y no es un espóiler) con la disidencia literaria en campos de concentración o en el exilio. En abril todos los escenarios del país habían dado un vuelco a su programa. De las carteleras han desaparecido los judíos y las obras de autores no adictos al nuevo régimen. En el estreno de una obra de Hanns Johst, dedicada al primer soldado del Tercer Reich en la que el régimen se celebra a sí mismo, una frase causa furor: «Cuando oigo la palabra Cultura, ¡quito el seguro de mi Browning!». Los asesinatos en masa comenzaron más tarde.