Operación Biting: El asalto inglés con paracaídas que los alemanes nunca imaginaron
En febrero de 1942, paracaidistas de las fuerzas británicas se lanzaron sobre Francia para robar el radar de Hitler

Max Hasting.
Todo comienza con el envío anónimo que se realiza, el 04 de noviembre de 1939, de un paquete de documentos que describían armas secretas de las que Hitler supuestamente disponía y que le llegó al agregado naval de Gran Bretaña en Oslo. Se le conoció como el «Informe de Oslo», y luego de la guerra se supo que lo había mandado un noble físico antinazi, Hans Ferdinand Mayer. En un principio, el MI6, el servicio secreto británico, descartó el informe por considerarlo falso y un intento de engaño por parte del enemigo.
Sin embargo, el informe llegó a las manos de Reginal V. Jones, un pionero del estudio del radar, así como de la inteligencia militar, quien le dio credibilidad. Muchos descartaban que los alemanes tuvieran radares, pero en 1940 se descubrió lo que parecía un escáner en Lannion, en el norte de Bretaña. Eso, sumado a las señales interceptadas de la Luftwaffe y que hacían referencia a la palabra en clave «Freya» (nombre de una diosa mitológica nórdica), y que a la postre, resultó ser un radar, le llevaron a pensar a Jones que sí, que sí que existían radares nazis. Sin embargo, el Gabinete de Guerra no le creía una palabra.
Pero Jones estaba convencido de que los alemanes iban a necesitar el radar porque, «estaba seguro de que los alemanes llegarían a la conclusión, como nosotros, de que […] lo necesitarían para los combates nocturnos», escribió en sus memorias. Como nos dice Max Hasting en su libro Operación Biting (Ediciones Crítica), en aquel momento Reginal V. Jones era «de los pocos británicos que poseían el conocimiento especializado y la imaginación suficiente para plantear las preguntas correctas y acertar con la contestación»; o dicho de otra manera, constituía él solo la práctica totalidad de la inteligencia británica sobre la cuestión, pero sabía que la inteligencia electrónica iba a ser decisiva en los resultados bélicos.
La obstinación de Jones por demostrar la existencia de los radares vino ayudada por Claude Wavell, quien hacia finales de noviembre de 1941 desarrolló, aplicando la trigonometría esférica, un artilugio que bautizó como «altazímetro» y que le permitía calcular la altura de los objetos que aparecían en las fotografías aéreas. Le bastaba con saber la latitud de una ubicación, la escala y orientación de las fotos y la fecha de captura. Estudiando las fotos que tenía de la costa francesa, se planteó si ahí podía estar la antena parabólica que Jones y sus colegas llamaban «la Würzburg», en la zona de Bruneval. Para acabar de comprobarlo, y poder cotejar fotografías del mismo lugar en diferentes días, el piloto Tony Hill se lanzó al día siguiente con su Spitfire en picado contra la costa francesa para sacar más fotografías. Las fotografías mostraron sin duda una antena parabólica levantada en lo alto de un Würzburg. Y durante los meses posteriores se localizaron más ejemplos distintos de estas antenas situadas por la costa continental Europa.
Así las cosas, ya no había dudas: los radares existían. Se calculó que los alemanes habían situado unos cuatrocientos Würzburg como elemento clave de sus defensas contra la intrusión de los cazas y bombarderos británicos. Y aquí fue cuando se planteó si sería posible robarlo y apoderarse de sus secretos, para avanzar en el desarrollo de los radares británicos y mejorar la tecnología aliada.
El 12 de diciembre de 1941 se celebró en Richmond Terrace (sede del cuartel general de Operaciones Combinadas, en Londres), la primera de una serie de reuniones destinadas a debatir sobre el asalto y, finalmente, el 21 de enero de 1942 se aprobó el plan operativo del ataque a Bruneval.
Formando paracaidistas
El asalto a Bruneval iba a ser la operación bélica más importante hasta la fecha por la organización creada por Churchill llamada Operaciones Combinadas que, hasta el momento, se había caracterizado por algunas operaciones poco exitosas, ruidosas y desorganizadas. Como las tropas alemanas que protegían la costa y la ubicación del radar llevaban dieciocho meses de ocupación, habían tenido tiempo de cavar trincheras, colocar alambradas y minar el acceso desde el Canal, por lo que se descartó una operación de desembarco en la playa. La única posibilidad era lanzar a los asaltantes de noche y por vía aérea (cosa que no se había hecho todavía nunca, ni por parte de los ingleses ni de los alemanes).
La RAF quedó al cargo de instruir a los nuevos soldados, todos voluntarios y sin experiencia en vuelos (siquiera como pasajeros). En febrero de 1941 realizaron su primera incursión en el sur de Italia para destruir el acueducto de Tragino, pero salvo uno de los treinta ocho hombres que se lanzaron por el aire, cayeron presos. Una acción más propagandística que táctica, pero que marcaría el tono de precariedad e improvisación de ensayos posteriores, pues los paracaidistas que se lanzarían sobre Bruneval apenas habían realizado doce ensayos de salto (ninguno de ellos nocturno), no llevaban un doble paracaídas (como los norteamericanos) e iban a ser lanzados desde unos poco adecuados y viejos bombarderos Withley y las armas que utilizarían eran novedades, incluso en fase experimental, en particular los subfusiles Sten de 9 milímetros, que era habitual que se encasquillaran y activaran solos, y fuera de las distancias cortas eran imprecisos.
La clave de la operación consistiría en derrotar a los defensores alemanes; proteger a los ingenieros encargados de desmontar el aparato Würzburg; proteger la retirada hacia las lanchas, que se acercarían a la pequeña playa situada por debajo del acantilado para evacuar a los asaltantes y, con suerte, subir a las lanchas el radar.
La realidad, sin embargo, era que en las preparaciones previas, los pilotos no acertaban con las luces verdes que servían de alerta para el salto, y daban la señal de lanzamiento demasiado pronto (o demasiado tarde). Además, a los soldados, durante las pruebas, se les hacía difícil localizar los puntos de encuentro en la oscuridad, distinguir las señales lumínicas y recuperar a los hombres en las playas seleccionadas. Vaya, que no pintaba demasiado bien.
Para una exitosa empresa, se necesitaba la luna llena de febrero y una marea suficiente para que las lanzas no quedaran encalladas. Y así, se fechó la madrugada del 27 al 28 de febrero como día para la acción bélica.
La suerte del ganador
Para acometer adecuadamente con la operación, se pidió a la sección de inteligencia de la «Francia Libre», el régimen exiliado en Londres, que presidía en general De Gaulle, información sobre Bruneval. Y así, Roger Dumond (conocido como Pol) y su amigo Charles Chauveau, de casualidad de visita en París y quien poseía un Ausweis o documento que le permitía viajar por la costa del Canal (una «zona prohibida», zone interdite, para los ciudadanos corrientes), gracias a poseer un próspero garaje y comercio de coches en El Havre, se dirigieron hacia la zona de la costa, donde fácilmente consiguieron información de los lugareños y pudieron dar un paseo por la aldea de Bruneval y acercarse hasta la playa, argumentando frente a un centinela alemán, que solo querían ver el mar. Así, pudieron comprobar todas las instalaciones alemanas, al tiempo que descubrían que el paso del desfiladero, de acceso a la playa, no estaba minado. Esta información fue clave para el éxito de la empresa, sobre todo para conocer la ruta de escape.
El 27 de febrero salieron los barcos de Portsmouth a las 17:00 y durante su travesía por el Canal tuvieron un tremendo golpe de suerte, ya que se cruzaron con dos destructores y dos S-Boote alemanes que se desplazaban lentamente hacia Le Havre, que pasaron a menos de cien millas de ellos, sin verlos.
Tres de los aviones sufrieron impactos al acercarse a la costa, pero no fue suficiente para derribarlos. En total constituían la expedición unos 110 hombres y 12 aviones. 8 de los 12 pilotos lograron con precisión dejar a los paracaidistas en el lugar punto adecuado.
La empresa fue una mezcla de azar, suerte, escenas cómicas, desconcierto y perplejidad. Por un lado, los aviones británicos llevaban varios días sobrevolando la zona para hacer fotos, por lo que, de primeras, a los alemanes, les desconcertó que volaran de noche y tan cerca del mar (ya que había una densa neblina esa noche). Además, nadie había informado a los alemanes de que debían proteger el radar, sus técnicos apenas llevaban unos pocos días en Francia y no sabían qué hacer, por lo que se dedicaron a defender sus posiciones, temiendo un ataque aliado. Con ello, el fuego fue impreciso y poco atinado (y ello aun considerando que se había producido una nevada nocturna y que los aliados se habían dejado olvidados los sobretodos blancos, por lo que eran un tiro perfecto para las mirillas de los alemanes).
A ello se le ha de sumar que los paracaidistas que cayeron en zonas no previstas sumaron confusión a la escena y, además, es que apenas una hora antes se había producido un ejercicio nocturno y ruidoso por parte de algunos hombres de la Luftwaffe. Con todo, los alemanes, oscilaban entre la turbación y la perplejidad y no opusieron una verdadera resistencia. Los alemanes, de hecho, nunca tuvieron claro el objetivo de los británicos ni supieron muy bien qué hacer.
Una última calamidad más es que, a pesar de que Rudy Lang, suboficial principal de Luftwaffe al cargo, avisó a las 00:15 (justo cuando caían sobre el cielo los primeros paracaidistas, que acabaron de saltar a las 00:39) al cuartel general más cercano, y que desde Gonneville se dirigía una compañía de infantería y por el sur un destacamento de infantería en bicicleta, y a pesar de que los británicos no fueron rescatados de la playa sino a las 03:15, nunca llegaron a tiempo (aunque por unos pocos minutos).
Coge el radar y corre
A la 01:00 de la mañana los británicos comenzaron a desmontar el radar, pero no llevaban instrumental adecuado y tuvieron que arrancarlo a la fuerza bruta. Se trataba de un armatoste de acero de 1,5 metros de alto, 3 de ancho y 2 de profundidad, que pesaba 35 kilos y que tuvieron que ir arrastrando hacia la playa. De los 30 minutos previstos para desmontar el radar, solo pudieron disponer de 10 y lo único que no pudieron llevarse es la pantalla en la que el operador veía las señales de radar entrantes. Tenían que recorrer 800 metros hasta la playa. Abrieron un camino en la alambrada a golpe de tenazas. Apenas encontraron antagonismo, todo eran disparos lejanos y errados. Es cierto que los británicos estuvieron a punto de sucumbir en un último momento, pero la extraña falta de firmeza de los alemanes les dejó vía libre al pie de los acantilados de Bruneval.
Al llegar a la playa se encontraron con que la radio no funcionaba, tampoco lo hacía un radiofaro experimental que llevaban. Por culpa de la neblina, los barcos no les veían. Las bengalas no servían para nada, ni las de color verde, ni las rojas y no fue hasta las 02:45 que los hombres de la flotilla de barcos divisaron por fin los destellos azules de las linternas de la costa y dieron la orden de acercarse a la playa; la puntería de los alemanes era errática y poco hostil. No hubo presencia de artillería pesada.
A las 03:15 finalmente partieron de vuelta los aliados. Seis paracaidistas se quedaron en tierra. Otra vez de nuevo y misteriosamente, ningún avión alemán intento impedir que las lanchas británicas siguieran avanzando de vuelta hasta Portsmouth. Un fracaso extraordinario de los alemanes, de su dirección bélica y la comunicación entre servicios.
Los británicos, en sus informes, afirmaron haber matado a cuarenta alemanes que, al final, parece que solo fueron tres. Por su parte, los alemanes, exageraron tremendamente su hostilidad bélica también en sus informes.
Por supuesto, la hazaña fue magnificada en los medios británicos, y lo que tan solo fue fruto de la inexperiencia, la ingenuidad, la poca formación, pero, sobre todo, de la mucha suerte, acabo relatándose como un tremendo ejercicio de heroísmo que sirvió para un perfecto ejercicio de relaciones públicas y para levantar los ánimos de la población.
En palabras de Max Hastings, la Operación Biting fue «un triunfo menor de los británicos», pero significó que «personas corrientes que aciertan a hacer bien las cosas útiles y difíciles»