The Objective
Cultura

Agustina de Aragón, la mujer y el mito

La biografía escrita por Rafael Zurita contrasta la precaria vida real de la heroína y su conversión en símbolo nacional

Agustina de Aragón, la mujer y el mito

Detalle de 'Agustina. 1808', óleo sobre lienzo de Augusto Ferrer Dalmau. | Wikimedia Commons

La mujer y su circunstancia: una mujer normal y corriente, de su época, como cualquier otra. Pero un momento histórico trascendental para su sociedad y para ella misma, la invasión de su país a sangre y fuego por una nación vecina, en concreto por el más poderoso ejército del mundo en ese momento. El nombre de aquella mujer, Agustina Zaragoza Domènech. El agresor, Napoleón Bonaparte. La fecha decisiva, 2 de julio de 1808. El lugar, la puerta del Portillo en la sitiada ciudad de Zaragoza, donde la mujer antedicha dispara un cañón contra las tropas invasoras. Y la razón por la que recuerdo ahora todo esto: la aparición de un magnífico libro de Rafael Zurita que lleva por título Agustina de Aragón. Vida y mito de una heroína de guerra (Ático de los Libros).

Llamémosla pues Agustina de Aragón, porque así lo requiere la narrativa histórica, pero admitiendo que ya entonces, desde el propio nombre, estamos anteponiendo el mito al personaje histórico. Un mito que, como todos los que se precien, aglutina en sí distintos elementos. En su caso, es fundamental en primer término la condición femenina, en un cometido que la tradición asigna casi en exclusiva a los hombres: hacer la guerra. Incluso dentro de esta, el hecho mismo de disparar un cañón, es decir, ejercer de artillera (como quiere la estampa mítica), resulta si no totalmente insólito, sí por lo menos inusual.

Por el tiempo en que se ubican los acontecimientos y el escenario dramático en el que el personaje se inserta, hay otras dimensiones tan notables como la señalada. La llamada guerra de la Independencia, la lucha contra el francés, dibuja un ambiente nacionalista, romántico y, por supuesto heroico. Se perfila así la importancia del individuo en la historia, el hombre (en este caso, la mujer) providencial que, con su fuerza, su arrojo y su determinación, es capaz de sobreponerse a todo tipo de adversidades y salvar a su pueblo. La acción heroica en casos así no solo salva o libera a una colectividad sino que aspira a más altas cotas: representación del indómito espíritu nacional.

Bien podría decirse entonces que Agustina de Aragón es nuestra Juana de Arco, por tomar la referencia más conocida y cercana entre las que pueden hallarse fuera de nuestras fronteras. En otros muchos países hay otros personajes que cumplen una función parecida, normalmente ligada a situaciones bélicas, que desempeñaron un papel semejante. Mujeres que encarnan el valor o incluso el heroísmo, que suele ser patrimonio masculino. En la propia historia española podrían encontrarse antecedentes, como María Pita, la defensora de La Coruña, o Catalina de Erauso, la Monja Alférez. Incluso en la propia guerra contra el francés hubo otras mujeres que, sin llegar a la fama de Agustina, desempeñaron un papel relevante en la resistencia popular: Juana la Galana o Manuela Malasaña.

La figura de Agustina ha despertado desde siempre el interés de los historiadores. Aunque habría que matizar o diferenciar. Hay una enorme desproporción entre la mujer real y el personaje que se construye con posterioridad, durante los dos siglos siguientes. Incluso diría más, pues uno de los aspectos que más me ha llamado la atención de este libro, que no es solo biografía, es el contraste entre el crecimiento del mito y la «vida anónima» (así la caracteriza el autor) de la Agustina de carne y hueso. Como dos caminos paralelos, la mujer y la artillera providencial siguen su curso respectivo y nunca se encuentran. Aquella arrastra una vida llena de penurias, traslados y convulsiones familiares, mientras que el mito nacional la eleva a los más altos altares de la patria.

Exaltación nacionalista

Acabo de mencionar precisamente por ello que este libro no es solo una biografía, como ya anuncia su subtítulo, «vida y mito». Es innegable que en este caso la mitificación empieza muy pronto, casi desde el mismo momento en que tiene lugar la acción heroica, primero con la distinción expresa que recibe Agustina del general Palafox y luego con el reconocimiento expreso de los británicos y españoles, deseosos de destacar la oposición épica contra el francés. Por ello, mientras los siete primeros capítulos del libro entreveran los avatares de su existencia y su conversión en heroína, los tres últimos se dedican en exclusiva al análisis de la consolidación de su figura como símbolo «del nacionalismo español y de la identidad aragonesa».

En el presente estadio de nuestro conocimiento histórico, un libro sobre Agustina de Aragón no puede parecerse en casi nada a las biografías épicas del siglo XIX ni situarse de lleno en la exaltación nacionalista –básicamente conservadora, pero también progresista– de nuestro convulso siglo XX. Hay otra variable trascendental: al tratarse de una mujer –una heroína, no un héroe–, surge otro tipo de proclama reivindicativa en la vertiente de la perspectiva de género. Bordeamos así el riesgo de una nueva mitificación, de índole muy distinta a la tradicional. Y a todo ello debe sumarse que, en el caso de Agustina, confluyen al menos cuatro vectores candentes de los debates historiográficos actuales: relato o recreación histórica, construcción de la memoria, protagonismo de los individuos concretos y papel de la ficción.

Si se me permite una esquematización clarificadora que unifique hasta donde es posible la diversidad de líneas enunciadas, podría decir que si Agustina de Aragón no hubiera existido, la hubieran tenido que inventar, a ella como tal o alguien que desempeñara esa función u otra equivalente, es decir, la personificación de la soberanía nacional, la bravura de la raza y, en fin, la dignidad y la independencia de España. Por una razón muy fácil de explicar: porque todos esos enunciados, como abstracciones o generalidades, no admiten su conformación funcional en la retórica nacionalista. Había que ponerle voz, rostro y hasta ademanes a esa patria que se rebela contra el yugo extranjero.

Desde esa perspectiva es inevitable pronunciar un veredicto severo que a buen seguro, irritará –incluso a estas alturas– a quienes consideran que toda revisión de tradiciones y mitos es un atentado a la identidad nacional y a sus fervores patrióticos. El gesto de Agustina, que con todo derecho puede calificarse de heroico, resultó ser a la postre irrelevante –no podía ser de otra manera– para la marcha general de los acontecimientos y no digamos ya para el curso de la historia. Otra cosa, naturalmente, es su significado ejemplarizante, su valor simbólico y su capacidad de arrastre para sus compatriotas, aspectos nada desdeñables, desde luego. Precisamente por ello el mito de Agustina, la artillera, eclipsó y hasta devoró a la mujer de carne y hueso.

Estrecheces económicas

Si no fijamos en esta última, la mujer real, dos consideraciones se imponen. La primera, muy importante, que su gesto heroico en Zaragoza no fue en modo alguno casual, pues Agustina participó en otros episodios bélicos, estuvo vinculada al ejército durante toda la contienda y sufrió en carne propia –perdió un hijo de pequeña edad– las penalidades de la guerra. La segunda, que a partir de la documentación que se conserva, que deja muchas lagunas para reconstruir con fidelidad su vida, lo que puede establecerse sin lugar a dudas es que llevó una existencia precaria, con muchas limitaciones y estrecheces económicas.

Contrasta esa vida en penumbra con la brillantez deslumbrante que fue adquiriendo el mito. En demasiadas ocasiones, reconozcámoslo con amargura, no ha sabido España recompensar como es debido a sus mejores adalides. Agustina murió en Ceuta en 1857, a la edad de 71 años. Su muerte pasó inadvertida en la España de la época. La campaña y sobre todo la biografía novelada que le dedicó su hija, Carlota Cobo, impulsaron la canonización de Agustina, la artillera. A lo largo de las décadas siguientes, al mismo tiempo que la guerra de la Independencia adquiría la dimensión emblemática que hoy sigue teniendo, el mito de Agustina de Aragón se robustecía como símbolo del pueblo en armas defendiendo su libertad.

El mito llega hasta nuestros días, como todos sabemos. Eso sí, ya trivializado como quiere la posmodernidad. Icono popular, personaje de cómic e imagen de anuncios publicitarios, Agustina de Aragón está presente en el callejero de diversas ciudades españolas. Aunque, como era previsible, es en la comunidad aragonesa donde más se preserva su recuerdo. Un restaurante de su capital le rinde particular homenaje, en una apoteosis de esa banalidad que señalé antes: bautiza con su nombre «unos medallones de solomillo con salsa de boletus y micuit de pato». Según el autor del libro, un plato tan exquisito… «que podría deleitar hasta a los franceses». 

Publicidad