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Cultura

En busca de Guillermo Larregui (o La felicidad que produce largarse)

El escritor y periodista persigue el recuerdo de «el Vasco de la Carretilla», al tiempo que rastrea su propia genealogía

En busca de Guillermo Larregui (o La felicidad que produce largarse)

El libro del Guillermo Larregui. | TO

Leyendo unas páginas que llegan hacia el final del último libro de Bruno Galindo, se me ha ocurrido (a mí, que no me gusta nada el teatro) que darían para una situación perfecta que representar sobre las tablas: en un comedor o en una pequeña sala de estar (“sala de estar”: ese podría ser el título porque adoro esa expresión, tan cotidiana como metafísica) hay un muchacho de unos dieciocho años separado por unos metros de una mujer de unos cuarenta. El contexto claramente doméstico haría que todo el mundo intuyera automáticamente que se trata de una madre y su hijo, pero lo que se dicen o sobre todo lo que no se dicen, el estruendoso silencio, la desconfianza, la timidez, cierta tensión… dejarían claro que allí ha pasado algo serio. Cuando el público comienza a entender (sin poder entenderlo del todo, un poco espantados) que esa mujer y ese chico, definitivamente madre e hijo, se acaban de conocer (o que, mejor, se acaban de reencontrar tras muchísimo tiempo separados), irrumpe un hombre anciano. El padre de ella. El abuelo de él. Pero, una vez más, la forma de saludarse demuestra que no solo los dos hombres se están viendo por primera vez, sino que está teniendo un lugar un segundo reencuentro vertiginoso entre ese señor y su hija, quienes prácticamente no se reconocen tras tres décadas y dos continentes de distancia.

Ese planteamiento, que daría para muchos desarrollos, parte de un hecho tan inverosímil como, al parecer, real. Así fue como Bruno Galindo conoció a su enigmática madre argentina y a su temible abuelo croata, y esa, como la de otros miembros de su propia familia, es una historia que en Nadie nos llamará antepasados (Libros del KO) se trenza de manera magistral a la trama en principio central, que es una quest sobre Guillermo Aguirre, conocido como “el Vasco de la Carretilla”, un pamplonés que emigró a Argentina a comienzos el siglo XX y que, tras dar muchos tumbos y estabilizarse como trabajador en una petrolífera, reaccionó a un inesperado despido con la idea, tan elemental como estrafalaria, de echarse sin más a caminar. Durante quince años recorrió a pie Argentina y parte de Chile, y, lo que es aún más extraño, acabó viviendo dentro del Parque Nacional de las Cataratas de Iguazú, algo que, una vez más, era tan irregular como cierto, algo tan demostrado como inexplicable. Y si algún lector, en efecto, ya está pensando que eso no puede ser, que no pudo ser, ha de saber que además su particular cabaña de Walden fue una choza que se construyó con latas de melocotón en almíbar.

Yo no sabía nada de este buen hombre, sobre quien, sin embargo, ya existe cierta bibliografía (de la que Galindo da buena cuenta al final) y que ha dejado un tímido recuerdo en la memoria popular argentina: hay algunas estatuas en el sitio patagónico desde el que partió y en el punto en el que se detuvo, tras hacerse algo así como veinticinco Caminos de Santiago, y sobre todo ha dejado su rastro (su surco, diría Galindo, que insiste mucho en esa imagen) en la paremiología, pues al parecer todavía hay quien exclama de vez en cuando aquello de que “¡has caminado más que el Vasco de la Carretilla!”. 

Tras leer el libro fascinado, y sin acabar de decidir si el destino de Larregui fue envidiable o trágico, entiendo además que no es un abuso que Galindo haya introducido la historia de su familia (y, en buena medida, la suya particular), guiado por un manuscrito de su abuela, que esbozó unas memorias que Galindo, al seguir los pasos de Larregui, acarrea en su propia “carretilla”, un fardo bastante pesado pues anda cargado no solo de traumas, daños y traiciones, sino probablemente de crímenes de guerra.

No debo ni quiero contar muchos detalles más porque destrozaría la perfecta gestión de la información que despliega Bruno en su libro, una habilidad bien conocida ya por quien leyera el maravilloso Toma de tierra, el aparentemente desconfigurado libro de memorias en el que contó sus experiencias como periodista musical (y, en buena medida, como trabajador de la industria). Allí ya se contaban muchos, muchos viajes (también su poesía, reunida y reconsiderada en Equilatera, se basaba en el movimiento, el viaje, la exploración en muchos sentidos…), y ahora nos hemos enterado de que quizá esa desazón provenga no solo del hecho de que en su familia han sido siempre emigrantes (o, en algunos casos, fugitivos), sino de que él mismo, por ello, estuvo a pocas horas de nacer en un barco italiano que cruzaba el Atlántico.

Nadie nos llamará antepasados viene dedicado “a los que emigran”, algo muy pertinente en estos tiempos, y en esa dedicatoria podemos estar todos, en distintos grados. Guillermo Larregui o los bisabuelos, abuelos y padres de Galindo lo fueron de un modo directo y además perseverante: los segundos no se desplazaron una vez sino varias, y el primero vivió muchos años de su vida en el camino perpetuo, acompañado por estrellas y culebras, miembro de honor y por gusto de esa “aristocracia de intemperie” de la que habló Juan Ramón Jiménez. Y, sea como sea, el impulso del Vasco tiene algo simbólico, pero que se nos escapa, un arrebato sublime que de algún modo nos hace vislumbrar algo que, según sentimos claramente, tiene muchísimo sentido y está esencialmente bien, pero sin que sepamos explicarlo. Es, al cabo, lo que Enrique Vila-Matas afirmó en El viaje vertical, al aludir a alguien que “se acordó de la envidia que había sentido a veces en su vida cuando había oído decir de alguien: mandó todo al diablo y se largó”.

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