Hiroshima 80 años después, la memoria del horror
Varias editoriales publican las crónicas y novelas de escritores japoneses que sobrevivieron a la bomba atómica

Una hilera de supervivientes se abre paso entre la desolación causada por la bomba atómica en Hiroshima, 1945. | Europa Press
«No sabría decir cuántos segundos pasaron hasta que ocurrió todo; súbitamente, una especie de ola sónica retumbó en mi cabeza y luego todo se oscureció». Era la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando la tierra se estremeció y el infierno se desató en la ciudad japonesa de Hiroshima. El escritor nipón Tamiki Hara acababa de despertarse. Tres días antes, había llevado flores e incienso a la tumba de su mujer. El olor de aquellas varas aún emanaba de los bolsillos de su pantalón. «Grité instintivamente y me levanté cubriéndome la cara con las manos. Los objetos se estrellaban unos contra otros, como azotados por una tempestad».
Las semanas previas en Hiroshima, aunque bajo ese aire de amenaza constante, se había respirado cierta sensación de tregua. «Los duraznos estaban en flor y las hojas verdes de los sauces refulgían», había escrito Hara. En realidad, la ciudad había sido deliberadamente resguardada de los ataques enemigos para poder realizar una evaluación precisa después de los daños ocasionados por el arma letal que se había fabricado a miles de kilómetros de allí.
En Estados Unidos, donde aún escocía el ataque a Pearl Harbor, el presidente Harry S. Truman había dado la orden de lanzar la primera bomba atómica –la segunda se lanzaría tres días después sobre Nagasaki–, con el objetivo de obligar a Japón a rendirse incondicionalmente y, con ello, poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, como diría la escritora nipona Yoko Ota en Ciudad de cadáveres (Satori), «ya hubiese caído en Hiroshima o en cualquier otro lugar, la bomba atómica no fue más que la cruel secuela de una guerra que ya había concluido».
Aquella madrugada, Tamiki Hara estaba en su casa de Hiroshima. «Le debo mi vida a un retrete –escribió en su célebre novela Flores de verano–. La mañana del 6 de agosto me levanté de la cama a eso de las ocho. Las alarmas antiaéreas se habían activado en dos ocasiones la noche anterior, pero en aquel momento no sonaba ninguna». Tan solo 15 minutos después el mundo tal y como lo conocían los hiroshimitas estalló.
Representante de la llamada literatura de la bomba atómica –integrada por aquellos autores que escribieron sobre las tragedias de Hiroshima y Nagasaki–, Hara fue uno de los siete escritores, junto a Shinoe Shoda, Sadako Kurihara, Hiroko Takenishi, Kyoko Hayashi, Yoko Ota y Sankichi Toge, que habían sobrevivido a la catástrofe.
La luz del infierno
«Todo estaba oscuro como la boca de un lobo. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo. Tanteando a ciegas, deslicé la puerta que daba al engawa (pasillo exterior de las casas tradicionales japonesas). Angustiado, en medio del estruendo alcancé a escuchar con claridad mis propios aullidos de agonía, pero era incapaz de ver nada. Sin embargo, en cuanto logré salir, pude ver cómo se iban perfilando rápidamente, bajo aquella luz desmayada, los contornos de una escena de destrucción». Se estima, que tras aquel primer impacto, murieron 140.000 personas solo en Hiroshima, y 70.000 fallecerían tres días después en Nagasaki.
Prohibida en su país durante muchos años por la censura que impedía hablar del trauma atómico –solo se permitía abordarlo desde artículos científicos aprobados–, Impedimenta recupera esta obra fundacional, con traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, que bajo el título de Flores de verano nos muestra el antes, durante y después de la tragedia.
«La ciudad entera parecía haber perdido su naturalidad de siempre para convertirse en una simple acumulación de fría materia inorgánica». Edificios derrumbados, casas convertidas en solares vacíos, árboles tronchados, rostros hinchados llenos de ceniza, Hara escribe esa literatura directa, sin rodeos, «que no se puede rumiar o tragar», como diría Mohamed Chukri. «No recuerdo con claridad cuál era el color exacto del cielo. Pero puede que estuviéramos atrapados en el terrible y lúgubre halo de luz verdosa y mortecina que representa el infierno en los cuadros budistas medievales».
«Era, sin duda, un nuevo infierno, planificado con precisión y destreza» –continúa en otro momento–. «Allí todo lo humano había sido exterminado, como si las expresiones de los rostros de los cadáveres hubieran sido sustituidas por un único molde fabricado en serie. Sus extremidades eran presa de una especie de ritmo diabólico: el rigor mortis parecía haberlos atrapado en el último estertor de su agonía. Los cables eléctricos, caídos y enmarañados, y los incontables cascotes diseminados por doquier propiciaban una atmósfera de angustia y crispación, de caos en medio de la nada».
Caminar entre los muertos
Como Hara, la mañana del 6 de agosto, a las 8.15 horas, Yoko Ota se encontraba durmiendo plácidamente en su casa de Hiroshima, a donde había regresado, precisamente, para escapar de los bombardeos constantes que asediaban Tokio. «Inmediatamente se produjo un terrible sonido que hizo temblar la tierra. Fue como si se hubiera desatado una tormenta eléctrica, y los tejados de las casas cayeron con tal fuerza que parecían haber sido aplastados por una enorme roca caída desde la cima de una montaña», escribió.
Se estima que la detonación había elevado la temperatura a más de un millón de grados centígrados, creando una bola de fuego de 256 metros de diámetro aproximadamente. «Lo siguiente que recuerdo es estar de pie en una nube de humo creada por las paredes de arcilla hechas añicos. Me quedé aturdida como una tonta. Era una sensación etérea como una pompa de jabón, ni dolorosa ni aterradora, casi igual que si no hubiera pasado nada. El sol, que resplandecía a primera hora de la mañana, había desaparecido, y estaba tan oscuro como el crepúsculo vespertino de la estación de lluvias».
Ota escribió Ciudad de cadáveres entre agosto y noviembre de 1945 aprovechando cualquier trozo de papel que fue encontrando, en servilletas y con dos lápices. «Cinco días después del 15 de agosto, cuando la guerra terminó con la rendición incondicional de Japón, una horrible enfermedad conocida como el síndrome de la bomba atómica apareció de la nada. Afectaba a los que habían sobrevivido al 6 de agosto y la gente comenzó a morir en masa. Entonces me apresuré a escribir esta obra. Tenía que darme prisa en plasmar todo esto por escrito, ya que yo misma podía ser la siguiente en morir en cualquier momento», afirmó en el prólogo de su novela.
Bajo esa urgencia, la escritora japonesa, representante también de la literatura de la bomba, compuso esa breve novela que, traducida por Kuniko Ikeda y Marta Añorbe Mateos, publica ahora Satori, coincidiendo con el 80º aniversario del trágico suceso. «Fui testigo de cómo, por primera vez en la historia, una ciudad de 400.000 habitantes era destruida en un instante por la locura de la guerra. También viví entonces, por primera vez, el fuego insaciable causado por una bomba atómica, un arma que contenía una misteriosa y desconocida sustancia. Cientos y cientos de miles de personas murieron en un instante. Era la primera vez en mi vida que caminaba llorando entre cuerpos humanos sin vida, tendidos a la intemperie, sin hallar apenas lugar donde posar el pie, poniendo el máximo cuidado de no pisotearlos», narraba.
Secuelas letales
Sin embargo, lo que vino después tampoco fue mejor. A la incertidumbre, al carbón y a la muerte, siguió el panorama desolador de los supervivientes. «Tal vez los que habíamos sobrevivido fuéramos insectos, no humanos», afirmaba Ota. Tras los primeros fallecidos, muchos –se estima que un 15% o 20%– murieron después por las heridas o la radiación a la que habían estado expuestos. A ello, habría que atribuir además, los cientos de casos de leucemia y distintos cánceres que se desarrollarían años después provocados por la exposición a la bomba.
«Paradójicamente, aunque ya había terminado la guerra, todavía seguíamos muriendo a causa de las heridas de la bomba atómica, era realmente absurdo. La muerte se paseaba ante nuestros ojos. Noche y día vivíamos enfrentándonos a la muerte. Los pacientes de cáncer y los leprosos que están ingresados en un pabellón de enfermos terminales ven a gente morir cada día a su alrededor, incluso los pacientes que aún están vivos contemplan a la muerte cara a cara. Porque saben que sus enfermedades son incurables, al igual que nosotros».
Tanto Hara como Ota tenían alrededor de 40 años en el verano de 1945. De los dos, Tamiki, que arrastraba problemas psicológicos desde antes de aquel fatídico agosto, no aguantaría mucho más tiempo y, el 13 de marzo de 1951, acabó con su vida al lanzarse a las vías del tren. «Algunas veces, el simple sonido de la voz humana me hacía estremecerme de terror –había escrito–. Cuando alguien gritaba desde el establo, me venían de inmediato a la memoria los gemidos de agonía de aquella noche en el lecho del río. Debe de existir una frontera muy fina entre esos estertores desesperados y las risas alocadas de los que celebran una broma».
Aquel terror era el mismo que describió Yoko al hablar de la falta de expresividad en las caras de los supervivientes. ¿Cómo enfrentarse al horror más absoluto? «Uno de los síntomas producidos por la bomba atómica era el rostro inexpresivo. No tardó en aparecer. Desde el 6 de agosto esa mirada se quedó con nosotros. El rostro de una abnegación demencial, la cara de un idiota. Este rostro inexpresivo era el reflejo del estado mental de las víctimas». Al contrario que las bombas más convencionales, decía, la atómica «no daba miedo. No hay tiempo para tener miedo. Justo después de que ocurra, tampoco te da miedo. No será hasta dentro de dos o tres años cuando tengamos miedo».
Ella viviría algunos años más que Tamiki. Entre 1945 y 1955 escribió cinco obras importantes relacionadas con el bombardeo, además de artículos y ensayos. Murió en 1963 de un ataque al corazón.