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Cultura

Un destino europeo

«Al verme en fotos antiguas caigo en que lo que tengo en común con aquel chaval es que siempre he sido europeo»

Un destino europeo

Soldados alemanes izando la 'Reichskriegsflagge' sobre la Acrópolis. | Wikimedia Commons

El otro día, al poner patas arriba mi casa en busca de unos papeles, me topé con una caja llena de viejas fotografías y me pasó lo que nos pasa a muchos en tales circunstancias. Al verme retratado en fotografías de hace casi 60 años o menos, solo o junto con familiares o amigos –muchas en blanco y negro, claro, porque la fotografía en color no empezó a extenderse en Grecia antes de los años 70–, experimenté una especie de extrañamiento.

Por un lado, me invadió una añoranza o nostalgia por quien era en estas fotos. Por otro, pese a reconocerme y aceptar que algo tengo en común con el bebé o niño o adolescente que me mira con grandes ojos desde el pasado, no llegaría a afirmar lo que dice Javier Cercas por ejemplo de su antiguo yo: «Yo soy aquel». En lo esencial no sé si soy aquel –más bien no lo creo–. Comparto el nombre, la memoria de mi antiguo yo y a lo sumo los ojos, pero en muchísimos otros aspectos ya no soy aquel. Aunque, bien pensado, también comparto los mismos orígenes helenos y europeos y quizás sea esto lo que más me ha acabado definiendo.

Nací en Tesalónica. Mi madre es griega, también nacida en Tesalónica y sus antepasados eran todos griegos, aunque en parte de otras zonas de Grecia (su abuelo materno era proveniente del Peloponeso y su abuela de una parte del norte de Macedonia cuando todavía era griega y antes de que pasara a formar parte de Yugoslavia). Su padre, es decir, mi abuelo materno, Fotis Leontaridis, con cuyo nombre fui bautizado (Fotios Alexios), era un griego de Constantinopla cuando esta ciudad todavía se llamaba así y formaba parte de Grecia. Hubo de huir de ella en 1923 en la brutal desbandada que se acabó llamando «Catástrofe de la Asia Menor», cuando alrededor de un millón y medio de refugiados griegos ortodoxos huyeron o fueron echados de Turquía y medio millón de musulmanes de Grecia en el marco del tratado de Lausana.

Mi abuelo combatió en el ejército griego en la Segunda Guerra Mundial contra los italianos y los alemanes que acabaron invadiendo Grecia en 1941 e instaurando una brutal ocupación hasta que el país fue liberado en 1944, y luego también en la posterior guerra civil (1946-49).

No hablaba mucho de la guerra. Pero sí me contaba historias de los mercaderes que llegaban desde Oriente Medio a Constantinopla con sus camellos y las especias u otras mercancías o los peces que pescaba en el Bósforo y que asaba sobre tejas. Que yo sepa, nunca pagó el precio estipulado para una mercancía o un servicio –para él constituía sólo el punto de partida de un regateo en el que él solía prevalecer, en parte por sus extravagantes exigencias que a veces desquiciaban al otro (todavía recuerdo el descuento de estudiante, o a falta de él, de soldado, que pedía para mí en la barbería cuando yo tenía unos 12 años; a la pregunta del barbero estupefacto de que quién era el estudiante o soldado en cuestión mi abuelo me señalaba y contestaba que en breve lo sería)–.

Deshonra alemana

Mi familia paterna me legó el apellido y poco más espero (aunque sí reconozco en mí cierta impaciencia e irascibilidad que caracterizaban a mi padre), porque si toda la vertiente griega de mi familia sólo me inspira simpatía y afecto, la pseudoalemana me inspira una profunda animadversión de la que tampoco se libró mi padre, que se murió el mes pasado y que ojalá en paz descanse.

Los Grohmann eran unos alemanes que habían llegado a Grecia con el rey Otón de Baviera con quien en 1832 Grecia se constituyó como monarquía. Nacidos en Grecia, los descendientes dirigían minas en todo el país y en 1916 acabaron cargando con una infamia bien merecida y sólo superada quizás por lo que hicieron unos años después, una deshonra y vileza que los acabó estigmatizando a todos hasta nuestros días y salpicando hasta a los descendientes relativamente lejanos en el tiempo.

En una de las minas que dirigía uno de los Grohmann, una gran mina de hierro en la isla de Sérifos, se produjo la primera huelga del movimiento obrero griego. Los mineros, que trabajaban en condiciones extremadamente duras que no creo exagerado calificar de inhumanas (largas y duras jornadas y bajos salarios) bajo una dirección autoritaria, se organizaron y empezaron a exigir mejoras, comenzando la huelga que duró un mes hasta que fracasaron las negociaciones y la compañía solicitó la intervención del gobierno para suprimirla. El gobierno mandó unas tropas de gendarmes que básicamente acabaron abriendo fuego contra la multitud que se negó a dispersarse, matando e hiriendo así a varios mineros y una mujer manifestante. La comunidad de Sérifos reaccionó con furia, desarmando y deteniendo a los gendarmes.

Esta huelga, la primera de unos obreros que a todos los efectos se sindicalizan, es considerada pionera en la historia del movimiento obrero heleno. También logró la instauración de la jornada de ocho horas en Grecia. En Sérifos hay un monumento a los mineros caídos; y en algunos lugares de Grecia el nombre de los Grohmann no resulta del todo desconocido.

Traidores a Grecia

Pero me temo que esto no es todo. Cuando durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes consiguen invadir y ocupar Grecia, los Grohmann colaboran con ellos. Al liberarse Grecia, son expulsados del país y se marchan a Alemania, y mi abuela paterna, que por cierto era griega con pasaporte británico (porque había nacido en la colonia británica de la India donde trabajaba su padre por aquel entonces; su hermano se hizo piloto en la Royal Air Force y murió en Palestina en los años 50) ha de hacerse cargo de los cinco niños nacidos en Grecia porque su marido, mi abuelo paterno y mis tíos abuelos acaban engrosando automáticamente las filas del ejército alemán. Uno de esos niños morirá en un bombardeo aliado sobre Alemania. Y como soldado alemán mi abuelo morirá en el frente de Francia, mientras que uno de sus hermanos vuelve a Grecia (Creta) para combatir a quienes hasta hacía poco habían sido sus compatriotas.

A éste y a los otros Grohmann de su generación, Grecia les tenía vetada la entrada al país durante decenios y hasta los años 90 del siglo pasado porque figuraban en una lista negra. Intentaron en vano volver varias veces y de varios modos al país en que habían nacido y crecido y traicionado. (Mi padre sí consiguió volver en los años 60 porque formaba parte de la generación posterior que no había combatido en la guerra). Todo esto mientras mi familia materna escondía a los judíos de Tesalónica en un sótano de su casa, aunque los alemanes, como se sabe, acabaron con la ingente población judía en Tesalónica. Un poco como hacen ahora los israelíes con la población de Gaza.

Yo me eduqué en un colegio estatal alemán en Tesalónica y en el Instituto Francés, y luego en varias universidades europeas, donde aprendí también español. Y hoy día trabajo como catedrático de Filología Española en la Universidad de Edimburgo. Y al mirar esas fotos me doy cuenta de que en realidad con este pasado (y presente) quizás algo esquizofrénico, lo que de verdad tengo en común con el chaval de las fotos es que, sobre todo lo demás, siempre he sido europeo.

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