La sinfonía inextinguible de Carl Nielsen
«Es uno de los músicos más complejos y seductores de la primera mitad del XX, aunque muy pocas veces programado, incomprensiblemente»

Carl Nielsen. | Wikipedia
A la hora de escuchar música, una de las cosas más difíciles de entender, sobre todo para los oyentes legos, es la autonomía de su lenguaje. Acostumbrados, desde el romanticismo, a leer las partituras como si fueran confesiones de un sujeto, hemos olvidado que una sinfonía o una sonata es antes que nada una estructura que se rige por sus propias leyes, sin apoyos externos, ya sean narrativos, poéticos o filosóficos. Hace ya muchos años, Félix de Azúa organizaba en su estudio de Barcelona un seminario en el que algunos amigos aficionados nos reuníamos para discutir estas locuras. El difunto Juanjo Olives, director de orquesta de estricta formación fenomenológica, solía reñirnos por nuestras desviaciones y nos decía, con toda la razón, que gozaríamos mucho más de cualquier pieza si no le añadíamos nada extrínseco a ella. En ocasiones nos parecía francamente difícil –y algo exagerado–, pero lo cierto es que, a fin de cuentas, ese acaba por ser el único camino verdadero.
En sus fabulosas Norton lectures, disponibles en la red, Leonard Bernstein dedica una lección entera a explicar qué es la semántica musical. Y para ilustrar su teoría elige nada menos que la Pastoral de Beethoven, la sinfonía más fácilmente identificable con una serie de imágenes externas. Todo el mundo, al oír la pieza, se imagina un paseo por el campo, con sus prados y arroyos, el canto de los pájaros, la tormenta y los faunos danzando. Pero Bernstein, sentado al piano, prescinde del correlato y explica magistralmente cómo están hechos los primeros compases, demostrando que Beethoven construye metáforas estrictamente musicales, símiles, subordinadas, inesperados cambios de tonalidad, una gramática, en definitiva, que no necesita ningún paratexto para ser comprendida. Luego, él mismo aparece dirigiendo la Pastoral con la sinfónica de Boston y el espectador atento descubre de pronto, milagrosamente, otra obra, sin pájaros ni flores, infinitamente más rica y compleja, nueva, fascinante. La experiencia le cambia a uno para siempre.
En el siglo pasado, la fraudulenta división entre tonales y atonales creó además la falsa impresión de que solo la vanguardia podía hacer música, digamos, pura, a salvo de cualquier relato paralelo. La confusión duró mucho tiempo y ha adulterado la recepción de bastantes compositores que, sin salirse de la tonalidad, escribieron con una libertad y una ambición superiores incluso a los que se atuvieron a los dogmas dodecafónicos. Es el caso del danés Carl Nielsen (1865-1931), uno de los músicos más complejos y seductores de la primera mitad del XX, aunque por desgracia muy pocas veces programado, incomprensiblemente; aunque quizá no tanto, por lo que diremos más adelante. Nielsen es autor de seis sinfonías, todas memorables, de maravillosos conciertos –para violín, para flauta, para clarinete–, de bellísimos poemas sinfónicos (Pan y Syrinx) y de música de cámara, también espléndida. Todo un planeta en sí mismo.
Fue Leonard Bernstein (es casi inverosímil todo lo que llegó a hacer este hombre) quien, ya en la segunda mitad del siglo pasado, descubrió, incluso a los daneses, a Nielsen, un compositor que había viajado poco y que no contaba con una sólida tradición interpretativa. Bernstein grabó cuatro de sus sinfonías, tres de ellas con la Filarmónica de Nueva York y una, la tercera, con la Real Orquesta Danesa. Todas sus versiones son magníficas y marcaron el camino para la incorporación del compositor al repertorio internacional. Herbert Blomstedt, discípulo de Bernstein y actual decano, a sus 97 años, de los directores europeos, grabó también una impresionante integral del danés con la sinfónica de San Francisco. Blomstedt ha dicho que Nielsen escribe dentro de la tradición germánica, en línea directa con Beethoven. «No se trata de las mismas melodías, pero sí de las mismas ideas».
Ahora, el británico Edward Gardner lleva unos años grabando, con la sinfónica de Bergen, la obra de Nielsen en una serie de discos notables (Chandos). Vamos a ocuparnos del que contiene su cuarta sinfonía junto al precioso concierto para violín. Nielsen decidió dar nombre a todas sus sinfonías, salvo la quinta. La cuarta se denomina «inextinguible» porque, según su autor, «la música es vida, y como ella, inextinguible». Compuesta en plena Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1916, demuestra una vez más la inaudita capacidad del arte para mantener la esperanza aún en los periodos más oscuros. Mientras Europa vivía el primer gran experimento de aniquilación industrial, Nielsen se concentró en intentar captar lo irreductible de la existencia, la indestructible continuidad de lo que es y nunca deja de ser, como si fuera un seguidor de Parménides, en pie contra el nihilismo.
Sería fácil interpretar la sinfonía en términos de un combate entre la destrucción y la salvación, pero de nuevo el oyente atento debe aprender a descubrir la sintaxis propia e intransferible de la obra. Y Nielsen es uno de los compositores que más enseñan a escuchar de ese modo porque, siendo de filiación netamente romántica, al mismo tiempo rehúye cualquier relato preestablecido. La obra consta de cuatro movimientos integrados, es decir, sin pausas, algo que contribuye a la unidad de la experiencia. El primero, allegro, empieza con un estallido de violencia que, al calmarse, introduce un motivo lírico llevado por los clarinetes, luego también por los fagots y los violines. Será una constante de toda la sinfonía, que oscila entre el caos y la persistencia de un espíritu positivo que se va metamorfoseando y escurriéndose entre las distintas secciones, en un juego de tensiones entre crescendo y diminuendo.
El tema lírico parece entrar a veces en coma, a punto de extinguirse, pero siempre acaba por conservarse latente, por ejemplo con los chelos, hasta que de nuevo prende toda la orquesta mientras las maderas van entonando la melodía perdida, como un colimbo en la tormenta. Hay luego un desarrollo en el que el motivo central se va empastando con la orquesta entera. Las trompas retoman el segundo tema con ánimo triunfal hasta que el movimiento se apaga lentamente sin cesar en ningún momento, dando paso al poco allegretto, más bucólico, llevado sobre todo por las maderas en un tema que va sufriendo variaciones con el acompañamiento del pizzicato de los violines.
El poco adagio quasi andante empieza con una intensísima frase de los violines, acompañados gravemente por los timbales. Ahora la sinfonía adquiere un aire camerístico que se va relajando poco a poco hasta que irrumpe un solo de violín y luego la voz débil de las maderas en una especie de páramo, hasta que los metales –trompas y trombones– presentan el nuevo tema, que contagia también a las cuerdas y al resto de la orquesta en un complejísimo crescendo que conduce a un contundente clímax, pero sin solución apoteósica. Todas las secciones, vertebradas por los timbales, se unen en la afirmación del mismo motivo hasta que el movimiento se va desnudando para enlazar con el siguiente y último, otro allegro. La orquesta presenta entonces el tema principal hasta que dos timbales, situados a lado y lado de la orquesta, empiezan a dispararse en medio de un tutti atronador, febril. Luego viene un remanso punteado por las maderas hasta que se enciende de nuevo todo el conjunto en un triunfante clímax en el que retumban otra vez los timbales, irrumpen disonancias y las maderas y los metales rescatan el tema principal del primer movimiento para imponerlo como conclusión vencedora. Si hemos logrado atender exclusivamente a la propia semántica musical, la experiencia habrá sido mucho más plena y verdadera que la que pudiera proporcionarnos cualquier interpretación narrativa o discursiva. El espíritu de lo inextinguible se habrá quedado con nosotros para siempre.
Decíamos antes que no se entiende por qué Nielsen se programa tan poco, pero quizá una de las razones de ellos sea la dificultad de su ejecución. Se trata de un autor tremendamente exigente para los intérpretes. Si repasamos algunas de las mejores grabaciones de esta cuarta, quizá lo veamos con mayor claridad. La versión de Bernstein, por ejemplo, es la más controvertida de todas las que grabó del danés, aunque para mi gusto extraordinaria. Bernstein ralentizó al máximo la ejecución, dejando a la vista la trama de todos los detalles, algo que viene muy bien para entender la arquitectura del conjunto. Y como siempre en él, la expresividad es maravillosa, lo mismo que el fraseo de los pasajes líricos.
En su integral con los de San Francisco, Herbert Blomstedt sigue a Bernstein en el tempo pero no en el dramatismo. Su lectura es mucho más sosegada y orgánica, gracias a lo cual se enfatiza la respiración única de los cuatro movimientos, sin que se pierda nunca el pulso. Jean Martinon, en otra versión excelente con la sinfónica de Chicago, acelera el tempo y equilibra la sucesión de crescendos y diminuendos con un gran sentido de la proporción y el ritmo. Lo mismo hace Sakari Oramo –uno de los grandes directores actuales, sobre todo para música nórdica– en su grabación con la Real Filarmónica de Estocolmo, fluida y a la vez tensa. Es la misma apuesta de Edward Gardner en su disco con la sinfónica de Bergen, excelente de principio a fin, una lectura también sobria, de muy buen gusto, ejecutada con nobleza. Su integral de Nielsen va camino de convertirse en una de las mejores.