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Cultura

Jeff Buckley, sin perdón a la muerte enamorada

Casi 30 años, su figura revive en un documental sobre su música y las extrañas circunstancias de su fallecimiento

Jeff Buckley, sin perdón a la muerte enamorada

Ilustración en blanco y negro de Jeff Buckley. | Wikimedia Commons

Su cara conquistó las paredes y carpetas de millones de quinceañeras en los 90. Era guapo. De mandíbula afilada, ojos tiernos, como de felino sufriente. Labios de fresa escoltados por una ligera barba de dos días, con lo que un rostro potencialmente duro quedaba dulcificado. A ojos de la cámara (nunca tuve el placer de verlo cara a cara) cargaba una mirada de lo más simpática. ¿Y qué decir de ese felpudo capilar? Un prodigio arquitectónico. El caos peludo de Dylan desprovisto de su judaico rizo, convertido en un lacio monumento para las humedades adolescentes. Pero más allá de un envidiable busto, a Jeff Buckley (Anaheim, 1966) lo devoraba el talento musical. El suyo fue un don vocal y creativo ante el que llegaron a postrarse mindundis, nah, calderilla del mundillo musical, de la talla de David Bowie, Jimmy Page, Chris Cornell, PJ Harvey o el ya mencionado Bob Dylan. Lo que yo decía, pura pachanga melódica. ¿No les suena? Pues para los herejes, he aquí una coordenada que ya pertenece al imaginario universal: Jeff Buckley interpretó también la canción Hallelujah de la película de Pixar Shrek, versionando a Leonard Cohen. Y, aunque  la versión de la cinta es de Rufus Wainwright, la de Buckley se convirtió en la referencia inequívoca del tema. Uno de esos robos que canonizan la versión por encima del original, como hizo Johnny Cash con su Hurt, cuya primera versión firmó el grupo NIN.

En 1994, hubo grandes supernovas musicales en Estados Unidos. Álbumes que han resistido la inclemencia del tiempo siendo banda sonora de bares, pubs, discotecas y películas, como Dookie, de Green Day; Jar of Flies, de Alice in Chains; Superunknown, de Soundgarden. Pero el que parecía más emocionante, más prometedor por su talento de cara a futuras rapsodias fue Grace, de Jeff Buckley. Su primer y único disco. Un rosario de 10 canciones, a cada cual más intimista, a cada cual más emocionante, que propulsó a su autor directo al firmamento de las estrellas. Lejos de mí caer en esoterismos de lo vocal o en pánfilas adoraciones del preciosismo, pero hay que admitirlo: la voz de Buckley es sensible, sensual y embriagadora a partes iguales.

Prueben el menú de degustación. Escuchen: Grace, Lilac Wine o Last Goodbye y se harán cargo. Jeff Buckley poseía un olfato privilegiado para saber cuándo modular la voz, aterciopelándola o galvanizándola, según la letra y la melodía lo demandasen. Y eso que, todo sea dicho, y como es costumbre para las genialidades perdurables, el disco no lo petó en la radio, ni hizo sendos números en sus primeros meses de alunizaje.

Supongo que habrán notado mi uso constante del pretérito en estas líneas. Un tiempo verbal que se usa al hablar de Buckley desde 1997, año en que la nueva voz-promesa angelina murió ahogado en el río Wolf, de Tennessee, en circunstancias que pueden ir de lo dramático a lo patético, según el relato que uno se crea. Las malas lenguas siempre han hablado de la clásica melopea salpimentada de narcóticos, seguida de un crisma sangrante en el lecho acuático. Otras, solo de mala suerte: una corriente inoportuna y la ley de Murphy haciendo de las suyas. Sea como fuere, el drama (hay quien lo tildaría de maldición) ya perseguía a los Buckley desde la también precoz muerte del padre de Jeff, Tim Buckley, por una sobredosis de heroína en los años 70, a la tierna edad de 28 años. Siendo, además, Buckley sénior un singular y carismático cantautor de folk-rock, con una decena de enérgicos álbumes a sus espaldas. Y aunque Buckley júnior ni siquiera conoció a su viejo, sí sintió una conexión extracorpórea —hereditaria, digamos— con el progenitor, hasta el punto de que, durante su traslado a Nueva York en 1991, el autor de Grace llegó a hacer un bolo homenaje a su padre. El resultado fue embriagador, según cuentan.

El caso es que la prematura muerte de Jeff, con tan solo 30 años, hizo lo que todas las desgracias consiguen hacer con quienes están en la subida de la montaña rusa: convertirlos en leyenda, haciendo de Grace uno de los álbumes fetiche de la música indie de una década que estuvo plagada de hitos. Por eso resulta curioso que hayan hecho falta casi tres décadas para que viera la luz un documental como It’s Never Over: Jeff Buckley, de la directora Amy Berg, en donde se recogen testimonios de la madre de Buckley, de Rebecca Moore y Joan Wasser (exparejas del músico), de sus antiguos compañeros de banda, así como de grandes figuras de la música, tal que Ben Harper.

La cinta, estrenada en el último Sundance, desdice mucha de la leyenda negra que rodeó la muerte de Jeff Buckley y presenta a un artista encomendado a una autenticidad sincera, triste, emocional, pero sin derrotismos ni frívolos mensajes de esperanza, que ya empezaba a ser material inflamable para la industria musical, tan encorsetada a la comercialidad y al éxito. Respecto a su fallecimiento, el documental destaca que, durante la autopsia —realizada días después, tras divisar el cuerpo unos pasajeros de un barco de recreo a vapor en la orilla del río Wolf— no se encontraron restos de ninguna sustancia. Incluido alcohol. Así que, frente a tanta sobredosis rockera de priva, narcóticos y sabe Dios cuántas versiones más de los desinhibidores de la conciencia, Jeff Buckley la palmó igual que los domingueros que salpican los titulares de los medios provincianos como forma de advertencia ante el respeto que es debido a los entornos naturales. Ninguna muerte es tan épica como se relata. Pero hay algunas que son, directamente, una mala broma.

En las últimas décadas, se han ido publicando materiales póstumos de Buckley. En 1998, el disco de 22 canciones: Sketches for My Sweetheart the Drunk. Y, con el paso del tiempo, cualquier rastrojo que sirviera de carnaza para los hambrientos marrajos de la leyenda dispuestos a comprar hasta una grabación de sus eructos. No obstante, el documental de Amy Berg cumple con el merecido tributo al talento de este particular músico que, quién sabe, podía haber caído en el olvido de haber seguido su carrera, o haberse convertido en el último gran rockero de Estados Unidos, antes de la mugre y la desafección hacia el género del tercer milenio.

Sea como fuere, la obra está servida y, tanto para quienes comprarían hasta un vinilo de las flatulencias de Buckley como para aquellos sencillamente curiosos, seguro merece la pena.

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