‘American People, Beautiful People’: fotografía analógica para un país extinto
La exposición revela, a través del ojo analógico, la belleza cruda y espontánea de un Estados Unidos que ya no existe

Algunas de las fotografías de ‘American People, Beautiful People’. | Europa Press
Contra todo pronóstico, la antigua costumbre de esperar al revelado fotográfico para maravillarse con el pulso del instante está recuperando peso. No son pocos los zagales, bastardillos digitales, auténticos catedráticos de las pantallas, que regresan al mundo de las cámaras analógicas. ¿Por qué, cabe preguntarse, si la enmienda a la totalidad digital barrió, con alegría, los latosos prolegómenos del carrete? Lo suyo sería reconocer que las modas son cíclicas, que el pasado se lleva y que, cuando todo el mundo va en una dirección, ir a contracorriente brinda un aura chachi. Pero la fotografía analógica guarda relación con un respeto al azar. Mantiene la mirada de lo desconocido y lo inviolable del instante. No hay segundas oportunidades. Y ese no retorno brinda una luz propia imperfecta y fugaz que todavía consigue maravillarnos.
La exposición American People. Fotografía documental americana (1930–1980), disponible en el Museo Carmen Thyssen Málaga hasta el 13 de octubre, es un archivo emocional de los Estados Unidos que no sale en los discursos. Ni eslogan ni promesa, sino carne de calle, mirada esquiva, cuerpos anónimos que se cuelan en el marco. Es una galería de lo accidental. Un ejemplo de aquello que nos sigue encandilando de lo analógico, salpicado todo de granulado, defectos y la fuerza del momento, registrada en la retina de los protagonistas. Personajes principales que vivían en un contexto donde las imágenes no iban a recorrer internet y se careaban contra los flashes con un vértigo diferente.
La muestra es un prêt-à-porter de dos salas sin grandes pompas ni postines, ideal para revivir unos Estados Unidos ya extintos. A pesar de lo ligero de la propuesta, con medio centenar de imágenes, la exposición presenta con éxito la trastienda de Norteamérica: aceras sucias, trabajadores sonrientes, amantes anónimos y las atestadas avenidas con carteles coreando: Cooled by refrigeration, como si fuera el último avance de la civilización. Tampoco escasean los hombres trajeados con corte italiano y sombrero, como salidos de Los intocables, de Brian de Palma, que ya son, de algún modo, parte de nuestra propia iconografía mental. Las instantáneas desfilan como frases fragmentadas: sin historia, sin contexto, sin necesidad.
He aquí la magia de la fotografía y la explicación de por qué nos sigue emocionando aun pudiendo consumir a sus dopados hermanos audiovisuales. Y es que, aun no emanando de la imagen el olor a fritura de hamburguesa, ni escuchando el ruido del tráfico, ni digiriendo un diálogo sobre el miedo atómico, todo está allí. Oculto en los detalles. De esa forma, uno puede montar en la imaginación, usando sus propios recursos mentales, la película que le plazca.
De entre esos fragmentos de vida, destaca la imagen más icónica de la propuesta: Marilyn Monroe sobre la rejilla del metro en La tentación vive arriba, capturada por Garry Winogrand. La escena, repetida hasta el desgaste, todavía tiene el poder de fascinar. Las faldas que todos los hombres del momento querían ver volar se convirtieron en una bandera —inocente y explosiva a la vez— del deseo masculino y del poder de la imagen. Ella ríe, se sujeta el vestido, juega y al mismo tiempo sabe que está siendo mirada. Es una danza entre lo espontáneo y lo absolutamente medido. Su presencia brilla, contradictoria y hermosa, como si el glamour fuera apenas una pared delgada entre lo eterno y el olvido.
Los formatos también hablan: hay tomas horizontales que abren paisajes desolados, otras casi cuadradas, cerradas sobre un gesto. Sobre una piel. Cada fotógrafo deja su huella. A veces, el estilo es más fuerte que el retratado: planos sobrios, registros crudos, composiciones pensadas como un poema sin puntuación.
En la parte más documental de la exposición destaca la mirada nítida, recta, frontal de Walker Evans, que despoja a los sujetos de ornamento y los planta ante el espectador como evidencia. Lejos de moralinas. Junto a él, Helen Levitt aporta la nota coreográfica de lo urbano: niños, escaleras, juegos y gestos improvisados en barrios populares, como si cada esquina tuviera un secreto. Y luego: el color. No decorativo sino como una declaración de intenciones. Las imágenes de Anthony Hernández, al final del recorrido, lo demuestran: escenas casi mudas que, por su impacto cromático, se convierten en gritos. Fotografía lacónica, sí, pero cargada de una heteronomía visual preconcebida, buscada, que hoy se ahoga en la marabunta de los archivos digitales. También se pueden ver retratos de fotoperiodistas con sus cámaras enormes, como pequeños reactores nucleares portátiles, que nos recuerdan que captar el instante requería de una determinación y técnica admirable. No se trataba de “apuntar y disparar”. Fotografiar tenía un precio.
Pero, a pesar de lo áspero, restan escenas de juerga. En concreto, una instantánea que capta a Andy Warhol celebrando el cumpleaños de Norman Mailer en el 73, donde se respira una especie de joie de vivre irónica, en un momento de plena guerra de Vietnam, con el miedo a la hecatombe atómica rondando y una crisis atizando todo el país. Sin embargo, la fiesta no se detiene. Lo mismo que el preciosismo de lo cotidiano, idealmente encarnado en el retrato de una joven absorta leyendo a Joyce en el metro de Nueva York, ajena al caos.
La exposición tampoco esquiva la polémica. El documentalismo vital de fotógrafas como Susan Meiselas llega incluso a mostrar la vieja cara del estriptis, en los años setenta todavía relacionado con las ferias y lo circense. Porque así es, los cuerpos femeninos eran parte del espectáculo. Y aunque la cosa no ha cambiado tanto, las fotografías de Meiselas revelan un mundo donde viejos truhanes con caras de Hemingway pasados de whisky enseñaban a sus infantes nietos los secretos de la sonrisa vertical. La cara de asombro y vergüenza satisfecha del niño que protagoniza una de las fotografías, deslumbrado ante la desnuda pierna de una exhibicionista profesional mientras un vetusto caballero le invita a degustar con la mirada la fruta femenina, es tan inquietante como perversamente tierna. Bella, a su particular manera.
Y, para acabar, en una segunda sala del Museo Thyssen de Málaga: el desenfreno. El festivalón. El exceso como estilo y el kitsch como destino. La última parte de la exposición se convierte en cueva de libertades subterráneas correspondiente a la serie Beautiful People de Tod Papageorge, realizada entre 1978 y 1980 a las puertas de la legendaria discoteca neoyorquina Studio 54.
Treinta fotografías que no necesitan explicación. Hablan por sí solas. Y se digieren como un recado para un presente enfrentado al barranco de lo mohíno, que viene a darnos fe de lo glorioso del desenfreno. Las lentejuelas, las plumas, los labios oscuros. Los hombres travestidos con tocados boticellianos, arrastrando sus mandíbulas de tomahawk por la noche neoyorquina. Pechos descamisados y vedettes abúlicas comparten espacio con hombres besándose entre sí y rostros de pura exaltación. Por si fuera poco, ni uno solo de los fotografiados comparte outfit. Nadie cortado por un patrón ni remotamente parecido, en lo que se degusta como una vieja receta de la individualidad y carácter controvertido de un planeta lejano y envidiable, llamado Studio 54.
American People, más allá de ser una muestra de fotografía, es un espejo sucio, vibrante, feroz, de lo que fue Estados Unidos. Un viaje sin moraleja, ni filtro, donde lo ordinario se torna espléndido y nos muestra que la fotografía siempre puede hacer enigmático lo cotidiano, invocando la paradoja escondida tras el instante inadvertido.