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Cultura

‘Superestar’, o cómo sacar el tamarismo de lo abyecto

Nacho Vigalondo nos devuelve con su serie a una televisión española plagada de personajes marcianos

‘Superestar’, o cómo sacar el tamarismo de lo abyecto

Imagen de la serie. | Netflix

El tamarismo fue a España lo que su retrato a Dorian Gray: una evocación magistral y perversa de su esencia; kitsch, fea y a la vez hipnótica, que, solo con verla una vez, desataba la maldición. En el plató televisivo donde la performance bufonesca hacía delirar al espectador, creyendo que un mundo sin represiones ni vergüenza era posible, se ocultaba el ADN mezquino y cretino de nuestra raza. El gusto por el descojone del tropiezo ajeno, lejos de reconocer la paja en el ojo propio.

Hubo mucha cochambre en aquel flirteo socarrón con el sinsentido llamado Crónicas Marcianas. El nombre, sacado de los relatos de Ray Bradbury sobre la colonización humana de Marte, le iba que ni pintado. Fueron los participantes de aquella nave nodriza psiquiátrica un esperpéntico reflejo de una raza extraterrestre recién caída del cielo. O recién descubierta, vaya.

En Crónicas Marcianas, que en la nueva serie de Nacho Vigalondo, Superestar (Netflix), sobre el fenómeno tiene por nombre Tiempo de Marte, quedaban reveladas la víscera y la entraña patria, con su hedentina, sin obviar lo que nos hacía (¿hace?) españoles: el griterío, el clasismo de adoquín, el gen bizarro y los catedráticos de la chulería cañí. Un surrealismo propio de ese buñuelismo berlanguiano, solo observable en los safaris de la realidad, que tantas veces la ficción intenta emular en estrepitoso fracaso.

Vigalondo, sin embargo, haciendo gala de su canino olfato, logra rescatar la esquizoide máquina de creación de dobles vidas (hasta Artaud, con El teatro y su doble, sabe a poco) que es la televisión. Y lo hace iluminando los rescoldos más sometidos a la inatención, porque entre las logias de liendres buscavidas, de sanguijuelas omnívoras devoradas por su propia gloria televisiva, la verdad incómoda se digiere mal, forzando a tener la compasión en horas bajas. Una misericordia que Vigalondo sí les regala a los protagonistas de Superestar, porque incluso detrás de los arlequines histriónicos hay encharcamientos depresivos de madrugada, rencores y sueños frustrados que se viven como un duelo. Como la cara de los payasos, una vez se han limpiado el maquillaje con toallitas húmedas.

Ahí Vigalondo es impecable. Le ayuda su mundo propio, su onirismo, su obsesión con las realidades paralelas y la facilidad con que las figuras retóricas y los recursos lingüísticos se literalizan y devienen personajes. Desde la primera escena sabemos que estamos en la cabeza de Vigalondo, y no en la de Tamara ni nadie más, y eso basta. Se entiende desde el arranque que la serie no es un biopic, con esa latosa narrativa tan manida que habla de orígenes humildes, desvelo de un talento, salto a la fama, caída a los infiernos y redención final. Superestar es un relato poliédrico, un prisma de ambiciones y lágrimas en el que las visiones de los personajes se entretejen sin formar un dibujo claro. Más bien, un caótico gurruño de hilos que va tomando forma a medida que el espectador da pasitos hacia atrás. Aumentando la perspectiva. Como una línea de Nazca catódica que ha pasado desapercibida, hasta que Vigalondo nos ha subido a su singular helicóptero para que veamos las formas desde arriba.

Antes del estallido de las redes y la sumisión a la química delirante de lo digital, el tamarismo anticipó la adicción al cutrismo oropelado, a la pomposa degeneración cultural que se ha ido imponiendo. El circo que ahora llega a nuestras pantallas, dirigido por algoritmos, donde las gansadas disfrazadas con gestos de seriedad y auto-adoración atraen la atención de millones de personas, bebe sin saberlo de la fuente de Yurena (antes Tamara), Paco Porras (el vidente de las frutas) o Leonardo Dantés. La élite de los excesos nocturnos en la televisión española de primeros de milenio coronó un insólito capítulo de nuestra historia, con tanta marcianada, sin Dios y descomunismo, que, un cuarto de siglo más tarde, revivirlo sabe a lunático oasis cultural.

El tiempo no ha absuelto al tamarismo de sus delitos contra el buen gusto, pero Vigalondo convierte aquel abyecto ensayo pop y exhibicionista en un repaso por la tridimensionalidad humana. Recordándonos que, detrás de toda función, por muy esperpéntica que sea, hay personas con frustraciones y vidas saboteadas por las circunstancias. Y si ese no es uno de los horizontes del arte, vamos, que venga Yurena y me lo cante.

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