La ignorancia en tiempos de saturación informativa
Varios ensayos sobre los límites y la expansión del saber han llegado recientemente a las librerías españolas

Reflejo de la ignorancia.
Hay dos maneras de evitar que se conozcan unos hechos, unos datos o, si nos ponemos más trascendentes, una verdad: la primera es la ocultación, al modo clásico, es decir, esconder algo, lo que sea; la segunda, más sofisticada y a la postre más eficaz, es sepultarlo bajo una catarata de información, hasta lograr que sea inencontrable. Los historiadores se han quejado muchas veces del vacío factual –lagunas, suelen denominarse- de determinados períodos o situaciones, que producen lo que en el argot se conoce como épocas oscuras. Si seguimos la desgastada metáfora, tendríamos que apostillar que hoy la oscuridad o, más bien, la ceguera, viene exactamente de lo contrario, del exceso informativo: no logramos ver porque estamos deslumbrados. Nunca ha sido más apropiado lo de una luz cegadora.
Hay que puntualizar, no obstante, que si bien nuestra perplejidad actual procede en muchos aspectos de nuestra incapacidad para orientarnos en un mundo vertiginoso de datos, noticias y cambios, no todo el desconocimiento, ni mucho menos, procede de ese hontanar ni se debe a esa circunstancia. Más aún, si hablamos francamente de ignorancia, porque en el fondo de eso se trata: lo primero es reconocer que el único rasgo distintivo de nuestra época no es su presencia o, para decirlo con más propiedad, su mantenimiento, sino la paradoja de que esta se amplíe en un mundo que presume de un avance cognoscitivo inédito en la historia humana.
Lo diré de forma más sencilla aún: la paradoja estriba en que conforme más avanza el conocimiento científico y tecnológico, más incapaces somos de seguir su ritmo. Cada vez nos parecemos más a los primitivos o salvajes de la literatura colonial, deslumbrados por abalorios tan brillantes como en el fondo ininteligibles. Todos utilizamos por ejemplo teléfonos móviles y artilugios de última generación pero somos incapaces de entender su funcionamiento e incluso de programarlos.
En sentido profundo podría decirse que somos analfabetos, aunque hayamos aprendido una cierta funcionalidad. Nos encomendamos a especialistas para mantener un mundo cada vez más tecnificado, pero nuestra dependencia de ellos revela nuestro talón de Aquiles. El especialismo es salvación y condena al mismo tiempo. Comprobamos hasta qué punto estamos inermes –en todos los sentidos- en los momentos de crisis, como en el gran apagón.
Si es ya casi un lugar común aseverar que el progreso no nos ha hecho mejores –en todo caso, mejores o más eficaces para ejecutar el mal-, bien podría decirse que el avance científico y el desarrollo tecnológico tampoco hacen más sabio al ser humano en cuanto tal. Bien al contrario –y esta es una paradoja más- hemos perdido en el camino el ideal del sabio que inspiró la filosofía grecorromana, recuperó y potenció el Renacimiento y desarrolló el modelo ilustrado del Siglo de las Luces. El sabio ya no es nada ante el técnico. Mejor dicho, los técnicos, cada cual en su parcela.
Escepticismo y tolerancia
Conviene insistir de todas maneras que, aun siendo una de las más características, no es esta la única ignorancia que se enseñorea de nuestro tiempo. Pervive, como no podía ser de otra manera, la ignorancia en su acepción más clásica y tradicional, la que podría calificarse de consustancial al ser humano por el mero hecho de serlo. Como seres limitados, en todos los sentidos posibles, nuestra ignorancia es y será siempre infinitamente mayor de lo que conocemos. En el mejor de los casos, la expansión de nuestro conocimiento nos sirve –o debe servir, ante todo- para ser más conscientes de nuestra descomunal ignorancia.
No estoy enunciando nada que no haya constituido una constante en la historia de la filosofía, desde el socrático «solo sé que no sé nada» hasta el «¿qué se yo?» que da sentido al ensayismo de Montaigne. Al fin y al cabo, el escepticismo no es más que el reconocimiento de esa impotencia cognoscitiva. Y no siempre conlleva una derrota: pensemos que esa es la fuente de la tolerancia. En cualquier caso, todo ello explica que hayan sido precisamente los más sabios quienes más se hayan ocupado y preocupado por la ignorancia, sus límites, su combate y sus consecuencias. Y así sigue siendo, como muestra la panoplia de títulos que han aparecido últimamente en el mercado editorial español sobre el tema.
Es casi obligado empezar ese recorrido por la aportación más generalista de todas, como se reconoce ya desde el propio título, Ignorancia. Una historia global. Confirmando el aserto anterior, es la obra de alguien que en nuestros días podría aspirar a acercarse al vacío trono de los sabios, el británico Peter Burke, toda una institución en materia de estudios de historia cultural. El libro es una excelente visión de conjunto que abarca todas las vertientes y matices de la ignorancia, pasada, presente y, me atrevo a decir, casi futura porque hay como un ensayo de la ontología de la ignorancia: «Tomada como colectivo, la humanidad sabe ahora más que nunca, pero los individuos no sabemos más que nuestros predecesores».
El segundo lugar en la lista le tendría que corresponder a Alain Corbin, autor de «Terra incognita». Una historia de la ignorancia, siglos XVIII-XIX que, por razón de su delimitación cronológica, arroja un balance que parece más optimista, pues no en vano transita desde «el pobre conocimiento de la tierra en el Siglo de las Luces» al «lento retroceso de las ignorancias» en la siguiente centuria. Con todo, Corbin, que no es un ingenuo, no se refiere tanto a la imposible erradicación de la ignorancia cuanto a la ampliación del campo del conocimiento humano.
Cultura portátil
Un aspecto importante, que no se ha mencionado hasta ahora, es el que aborda Renata Salecl en una obra cuyo título no puede ser más elocuente: Pasión por la ignorancia. Qué elegimos no saber y por qué. Y es que muy a menudo la ignorancia no el resultado de no poder sino de no querer. No es que la realidad se nos escape; es que, como el hombre-avestruz de la portada de este volumen, nos empecinamos en esconder la cabeza bajo tierra. Sucede, por ejemplo, como se indica en uno de los capítulos, con las enfermedades, sobre todo cuando nos afectan a nosotros o nuestros seres queridos. Preferimos no saber: más aún, nos refugiamos apasionadamente en la ignorancia.
El tema puede ser apasionante también cuando se aborda desde la orilla opuesta, como hace Alessandro Carrera en un breve volumen que lleva también un escueto título: Saber. ¿Qué sabemos? ¿Hasta dónde podemos llegar? ¿Cómo sabemos lo que no sabemos? ¿Podemos estar seguros de lo que creemos saber? Cada una de estas cuestiones se abre a múltiples ramificaciones estableciéndose así un rompecabezas que pone a prueba nuestras certidumbres. El libro de Carrera tiene un tono polémico y personal, busca incitar y sugerir más que establecer y dictaminar. En un momento dado confiesa: «Gran parte de mi historia profesional se basa en hablar y escribir de temas que hasta el día anterior desconocía».
Quisiera referirme finalmente al ensayo que podría calificarse de más original, escrito por Xavier Nueno. Su subtítulo, Una breve historia del exceso de información, ha de tomarse en cierto modo como premisa de la propuesta principal contenida en el título, El arte del saber ligero. Parte de la base de que «el sueño de crear bibliotecas universales ha jugado un papel central en el imaginario de la cultura occidental», pero ese deseo provoca una pulsión no menos fuerte «por liberarnos del pasado y verlo arder a nuestras espaldas». El saber puede oprimirnos, como oprimen a veces posesiones y pertenencias, como pesados fardos de los que no nos podemos desprender.
De ahí la frescura de su propuesta. «Frente a esa pulsión universalista» de una «biblioteca universal» que gravite sobre cada uno de nosotros de forma permanente, la alternativa de «reducir la biblioteca, hacerla portátil para poder transportarla cómodamente sin que sucumbamos al peso del pasado». Así, «en lugar de entregar su alma a cambio de un conocimiento ilimitado», Nueno propone al hombre del futuro «ponerle un límite al deseo de saberlo todo». Tomando distancia explícita de la «tradición universal, donde se acumula de forma maníaca el conocimiento, los personajes de esta historia expresan la sospecha de que a la barbarie se llega tan pronto por la falta como por el exceso de libros». Habrá quien vea en esa idea la típica boutade antiintelectualista, pero algo de verdad hay en su crítica, una verdad que enlaza con lo señalado al principio, la barbarie de la especialización y del conocimiento abrumador. Quizá esta era de inteligencia artificial corte el nudo gordiano por la vía de los hechos consumados: la creación de un depósito universal al margen de la mente humana.
Referencias
–Burke, Peter: Ignorancia. Una historia global (traducción de Cristina Macía Orio). Alianza.
–Carrera, Alessandro: Saber (traducción de Pepa Linares). Alianza.
–Corbin, Alain: «Terra incognita». Una historia de la ignorancia, siglos XVIII-XIX (traducción de Marco Aurelio Galmarini). Acantilado.
–Nueno, Xavier: El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información. Siruela.
–Salecl, Renata: Pasión por la ignorancia. Qué elegimos no saber y por qué (traducción de Albino Santos). Paidós.