The Objective
Cultura

La cultura cautiva

«La ocurrencia del Cervantes ‘queer’ no es provocadora sino conservadora, por lo que esconde de cálculo y seguidismo»

La cultura cautiva

Escena de 'El cautivo', de Alejandro Amenábar. | Buenavista International Spain

En 1959, Charles de Gaulle tuvo una extraña y genial idea: crear un Ministerio de Asuntos Culturales. Al capital político que el General había adquirido con las armas, se le sumaría el que André Malraux aportaba con las letras. ¿Cuál sería el negociado de dicha cartera? Ya se vería. Pero su utilidad política se mostraría impagable una vez volvieran los descontentos propios del siglo. España, como es sabido, copiaría dicho modelo, con Felipe González entregando a Jorge Semprún la cartera de Cultura.

Desde el Rey Sol -¡qué narices, desde Horacio y Virgilio!- nunca han faltado los críticos a la promoción pública de las artes y de la cultura. No porque estas no se valoraran; al contrario, porque al tenerse en mucho se temía su degradación en contacto con la política. Octavio Paz diría para México: «El arte comprometido ha designado con frecuencia a un arte oficial y a una literatura de propaganda». Marc Fumaroli aún iría más lejos para el caso francés: «Se trata de una neocolonización de uso interno. No es casualidad que el despegue del Ministerio de Asuntos Culturales haya coincidido con el declive del Ministerio de las Colonias». En España todavía recordamos aquel celebérrimo artículo que Rafael Sánchez Ferlosio tituló, con cuánto tino, La cultura, ese invento del gobierno.

Todo ello viene al caso de la campaña de promoción de la película El cautivo dirigida por Alejandro Amenábar. Durante estos días director, actores y periodistas se han esforzado en convencernos de que la reaccionaria sociedad española no está capacitada para soportar una de las audacias narrativas que, al parecer, contiene (admito que no la he visto, lo siento: en el Cine Doré echaban un ciclo de Sam Peckinpah). A saber, la inclusión de una escena homoerótica protagonizada por Cervantes y su captor. Tan homoerótica, ya que estamos, como las imágenes de su preestreno en la Gran Vía de Begoña Gómez y Pedro Sánchez con el equipo de la película.

Qué distancia más significativa. Me refiero a la que se da en nuestro país entre el menguante apoyo al Gobierno y la aparente ausencia de crítica en el mal llamado mundo de la cultura. Si un malestar comprensible solía manifestarse cada vez que el presidente del Gobierno pisaba la calle (ya, nunca) en ningún sitio se le verá más cómodo que en un estreno de cine. Pedro Sánchez podrá evitar el Parlamento, los juzgados, las entrevistas y últimamente incluso Europa, pero hay un único lugar en el que parece evadirse un momento de esa huida hacia delante suya, que es también la nuestra: entre las gentes de la cultura.

No sé. Aunque fuera por anomalía estadística, a alguien del mundo de la cultura se le podría escuchar de vez en cuando alguna queja, aunque sólo fuera aquello de John Lennon frente a la Reina: «Los de los asientos caros que agiten las joyas». Pero, no. Y es comprensible que así sea, pues inmediatamente se verían expulsados al finis Africae de la fachosfera. Ellos verán. Es el Gobierno más autoritario de toda la democracia. Y como dijo Sartre: «Tengo a Flaubert y Goncourt por responsables de la represión que siguió a la Comuna porque no escribieron ni una línea por impedirla».

«No es que la cultura apoye a Pedro Sánchez; es al contrario, el que no apoye a Pedro Sánchez no es cultura» 

Lo primero que habría que señalar es que una escena gay en el año 2025 es tan poco provocadora como lo pudieron ser las películas de Esteso y Pajares en los años ochenta. O, ya que estamos en pleno Año Franco, como Sin novedad en el Alcázar en 1940.

España, un respeto, ya tiraba obispos por la ventana en el año 1930 (La Edad de Oro), veía tríos sexuales, monja incluida, en 1961 (Viridana), travestismo cañí en 1972 (Mi querida señorita) o presenciaba cómo un hombre se solazaba frente a la cámara mientras veía imágenes violentas (Matador, 1986), escena ésta calificada por el mismísimo Quentin Tarantino como la «más salvaje de la historia».

Así que no, la ocurrencia del Cervantes queer no es provocadora. Más bien al contrario, tiene algo de conservadora, por lo que esconde de cálculo y seguidismo, cuando no por servir conscientemente a la estrategia de polarización marcada por el Gobierno. «Si las alternativas son, o ser de ultraderecha, que es de dónde vienen las acusaciones, o ser woke, pues sí, soy woke», ha dicho Amenábar. Pero aceptar dicha dicotomía es abrazar un delirio, y uno muy poco cervantino.

Que casi cada producto cultural –desde Eurovisión a cualquier late night televisivo, de Jorge Javier Vázquez a Cervantes– comience a incluir, casi sin excepción, algún tipo de proclama, por muy sutil que esta sea, en defensa del Gobierno, o al menos a la defensa de un bando en una supuesta batalla cultural universal, es algo preocupante, propio de los periodos históricos que al gobierno más le gusta conmemorar.

No se engañen, no es que la reaccionaria sociedad española vaya a protestar a estas alturas por una escena gay, aunque esté protagonizada por el mismísimo Cervantes, es que nos damos perfecta cuenta de la estrategia comercial y del mecanismo político que contiene. Y ya que estamos: no es que la cultura apoye a Pedro Sánchez; es al contrario, el que no apoye a Pedro Sánchez no es cultura. 

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