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Cultura

'Bajo el volcán': dos lecturas, dos vidas

«Así es la grandeza de ciertos libros: que cambian con nosotros, o más bien que nos cambian a nosotros»

‘Bajo el volcán’: dos lecturas, dos vidas

El volcán Popocatépetl, en el que Malcolm Lowry se inspiró a la hora de escribir su famosa novela. | Luis Barron (Zuma Press)

Montreal, 1976

Mi primer encuentro con Bajo el volcán fue, como tantas veces sucede con los libros verdaderamente decisivos, fruto del azar y la fiebre. Llegaba yo a Canadá con 23 años, y un virus de verano me redujo a cama durante tres días: coñac, aspirinas y galletas componían mi dieta. En ese estado febril, la novela de Malcolm Lowry me atrapó de un modo que sólo los libros capaces de rozar lo sagrado pueden hacerlo.

Envolvente y absorbente como pocos textos, me arrastraba el mundo descrito, absorbía la mente del cónsul hasta volverla indistinguible de la mía. De pronto, uno ya no leía a Lowry, era el cónsul de su novela, con sus pasiones destructivas, con su descenso hacia la nada, el que dirigía la orquesta en la oscuridad. Se trataba de una épica de la destrucción, como la de los griegos: al fin de cuentas, la Ilíada no es sino el relato del fuego, la ruina y el despojo.

Bajo el volcán aparecía entonces como un severo juicio sobre la civilización occidental. El cónsul —extranjero en México, extranjero en su propia alma— se iba a vivir entre los mexicanos, como William Blackstone en el siglo XVII había decidido retirarse de Boston para convivir con los nativos, lejos de las querellas puritanas. Lowry no usó el ejemplo de Cabeza de Vaca, pero el paralelo estaba ahí: un hombre que, incapaz de integrarse en su propia cultura, se interna en la alteridad como quien se interna en el exilio de sí mismo.

En aquella primera lectura los símbolos se entrelazaban con violencia: Quauhnahuac (Cuernavaca), como un espacio que es a la vez geografía y mito. La película Las manos de Orlac, metáfora de un cuerpo poseído por fuerzas ajenas. La Divina Comedia, con su cielo e infierno, como trasfondo de un itinerario que no conoce redención, o la taberna El farolito, que no acaba de emitir luz en las tinieblas.

La novela abordaba culpa, el amor-pasión y la destrucción. Al terminarla, experimenté algo parecido a una resurrección tras haber muerto junto al cónsul: salí a las calles de Montreal y el aire mismo me pareció nuevo, como si la lectura hubiera renovado mi respiración.

Madrid, 2025

Casi cincuenta años después, a los 72, abrí de nuevo Bajo el volcán, esta vez en Madrid. Y la novela, como los volcanes, no había envejecido, pero había cambiado de sentido.

Si en 1976 me había arrastrado por su corriente de símbolos, ahora la leía bajo el prisma de lo que he decidido llamar realismo existencial. El realismo social miraba ante todo las estructuras económicas y colectivas. El realismo existencial, más íntimo y angustioso, no olvidaba las estructuras sociales y políticas, pero centraba la mirada en la soledad, el absurdo y la responsabilidad individual. Ese realismo que emparenta a Lowry como Dostoyevski, Sartre, Camus o Rulfo, con ecos que llegan a Cela, Onetti y Delibes.

Vi también con claridad una distancia inmensa entre el hombre y la mujer, distancia verbal y emocional tan radical que parecen pertenecer a especies distintas. Los diálogos entre el cónsul e Ivonne son lenguas cruzadas, incapaces de tocarse.

También se me reveló de otro modo el México de la novela. La pregunta por el racialismo resultó inevitable. Lowry respeta la cultura mexicana y no elabora una ideología racial, pero toda la obra está atravesada por tensiones coloniales y culturales. El cónsul británico encarna la decadencia del imperialismo europeo; los personajes mexicanos aparecen filtrados por una mirada ambigua: folclórica a veces, ominosa otras, telón de fondo hostil con frecuencia. México es, en la novela, un escenario mítico e infernal, que devora al extranjero incapaz de entenderlo. «Lo mexicano» aparece como lo Otro, cargado de una diferencia cultural que subraya la imposibilidad de integración. El libro refleja el clima de exotización y diferencia cultural propio de la mirada europea sobre América Latina en los años 30-40.

«El último capítulo es casi un instante suspendido, un tiempo detenido en el borde del abismo»

Pero había más. Esta segunda lectura me permitió ver a Bajo el volcán como la novela de la relatividad. Hugh, hermanastro del cónsul, menciona a Einstein en el capítulo VIII, y la alusión no parece casual: el tiempo, en la novela, se estira, se contrae, se inmoviliza. El último capítulo es casi un instante suspendido, un tiempo detenido en el borde del abismo. En Bajo el volcán el tiempo y el espacio son del todo relativos, lo que no le impide llegar a un alto grado de realismo, si bien cargado de expresionismo y mordacidad.

Finalmente, la novela me pareció un testimonio de la quiebra del sentido. Refiriéndose a Bajo el volcán, Deleuze habla de las fracturas en la superficie de la conciencia, que permiten vislumbrar otra dimensión más profunda, más oscura, del significado. Eso es lo que sucede en la mente del cónsul: la superficie de la conciencia estalla, y por la grieta se filtra el verdadero infierno interior, donde todo arde. El lector, arrastrado, siente la envoltura, la absorción, la transformación: un vértigo que obliga a mirar, aunque sea de reojo, el pozo del abismo.

Medio siglo separa mis dos lecturas de Bajo el volcán. La primera me ofreció una catarsis vital, una resurrección juvenil en las calles de Montreal. La segunda, ya en edad más que madura, me entregó una filosofía del desastre, una radiografía existencial y política de Occidente frente a su ruina. Así es la grandeza de ciertos libros: que cambian con nosotros, o más bien que nos cambian a nosotros, permitiéndonos ver, en cada edad, una cara distinta del volcán.

Recuerdo, para terminar, que tras la segunda lectura de la novela salí a pasear, como había hecho en Montreal. Las calles estaban tranquilas, había sensación de paz, pero de paz amenazada, y tuve la venenosa impresión de que justo ahora, en este momento de la historia, todos estamos bajo el volcán. De pronto, la lectura de la obra maestra de Lowry me pareció más necesaria que antes y quizá también más reveladora.  

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