The Objective
Entrevista

Andrés Ortega: la paradoja de vivir conectados y sentirnos solos

‘Soledad sin solitud’, premio Jovellanos de ensayo, aborda cómo recuperar el silencio y la conversación en la era digital

Andrés Ortega: la paradoja de vivir conectados y sentirnos solos

El escritor Andrés Ortega Klein. | Wikimedia Commons

Andrés Ortega Klein (Madrid, 1954) sabe mirar el presente con la distancia del analista y, a la vez, con la mirada crítica del ensayista. Nieto del filósofo José Ortega y Gasset, ha seguido a su manera esa tradición de reflexión sobre los dilemas de la modernidad. A lo largo de su trayectoria –como corresponsal en Londres y Bruselas para El País, como director del Departamento de Análisis y Estudios en la Moncloa, como investigador en el Real Instituto Elcano o en el European Council on Foreign Relations– ha ejercido de observador privilegiado de las grandes transformaciones internacionales y de sus efectos en la vida cotidiana. Ahora, con Soledad sin solitud (Ediciones Nobel, 2025), obra ganadora del XXXI Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, pone el foco en un fenómeno más íntimo y universal: la dificultad creciente de estar a solas con uno mismo en una sociedad hiperconectada.

En este libro, Ortega Klein invita a distinguir entre dos experiencias muy diferentes. La soledad, a menudo dolorosa, asociada al aislamiento y la falta de vínculos; y la solitud, ese espacio interior fértil que necesitamos para pensar, crear, conversar de verdad o simplemente descansar del ruido exterior.

A través de un recorrido ágil, con ejemplos que van desde el impacto de los smartphones hasta la urbanización acelerada o la irrupción de inteligencias artificiales «empáticas», el autor muestra cómo hemos ido perdiendo la capacidad de desconectar y plantea un desafío urgente y casi contracultural: reaprender el silencio, el arte de la conversación y la retirada consciente como formas de resistencia frente al vértigo del siglo XXI.

PREGUNTA.- ¿Cómo decidió el tema de su ensayo Soledad sin solitud?

RESPUESTA.- Llevo tiempo investigando y reflexionando sobre la incidencia de las nuevas tecnologías, sobre todo de comunicación, en la sociedad. Hace tiempo que me fijé en que esas tecnologías nos roban nuestra atención y nos impiden retirarnos en nosotros mismos, y de este modo fomentan la soledad y el vivir en mundos paralelos. Es un fenómeno que casi se puede fechar en el día en que empezaron a salir los teléfonos móviles y sobre todo los teléfonos inteligentes, los smartphones. Es decir, es un fenómeno muy del siglo XXI. Escribí un pequeño artículo, antes de la pandemia, que se titulaba justamente Soledad sin solitud. Luego fui ampliando las lecturas y surgió la posibilidad de escribir sobre este tema un ensayo más largo.

«Antes todos miraban la televisión sin conversar, pero veían lo mismo, compartían la realidad. Ahora no. Estamos en nuestro mundo»

P.- En un pasaje señala que «el ruido nos priva de solitud». ¿Qué formas de ruido (digital, social, político) le parecen hoy más dañinas para cultivar ese espacio interior?

R.- Creo que tiene mucho que ver con el tipo de sociedad que hemos construido nosotros mismos y con la manera en la que se está urbanizando el mundo. Cada vez más gente vive en ciudades grandes. Con ello los lazos familiares y de amistad se rompen con mayor facilidad. Es cada vez más difícil conocer a personas porque faltan marcos de relaciones presenciales. Por ejemplo, ambientes como las fiestas de los pueblos que antes servían para socializar, ahora se ven sustituidos por relaciones digitales a través de redes sociales, que no son presenciales y que son mucho más pobres. Aunque en muchas cosas son también positivas, casi todas las cenas o comidas, ya sea en restaurantes o en las casas, acaban con el aislamiento de cada uno observando su móvil, estando en un mundo distinto, paralelo, al mirar cosas distintas en la pantalla. Esa es una gran diferencia con la sociedad de antes: quizá todos miraban la televisión sin conversar, pero veían lo mismo, compartían la realidad. Pero ahora no. Estamos en nuestro mundo y eso impide la comunicación. Por eso digo que hay que retomar primero el saber desconectar y luego ya la posibilidad también de lo que llaman «arte de conversar», de saber hablar con el otro, reconocer sus diferencias y no dejarse llevar por mensajes cortos de Twitter o TikTok.

P.- ¿Cómo recuperar ese «arte de conversar», en un tiempo tan dominado por las notificaciones y mensajes constantes?

R.- Hay que volver a aprender a hablar. Eso significa reconocer al otro, reconocer que a veces es diferente, que piensa de otra manera y que hay que respetar su opinión porque nos puede enriquecer. En segundo lugar, saber desconectar de todos estos artilugios. También hay que aprender a lograr esa retirada en sí mismo que es la meditación. Se aprende, es el arte de concentrarse en algo. Hay países donde, por ejemplo, la meditación –que ahora se llama mindfulness–, se educa. Los niños se educan desde bastante jóvenes. Un ejemplo es Japón y el otro Finlandia. Creo que hay que aprender a conocerse a sí mismo y saber retirarse sin exagerar porque si no llegamos a una sociedad de egoístas, no hay que llegar a ese extremo. A la vez pienso que hay que abrirse a los demás: saludar al vecino, intentar hablar más con los que nos rodean. También hay que decir que no todo es negativo: las redes sociales permiten muchas veces hablar más cuando uno tiene familiares o amigos que están lejos. Eso es una revolución muy positiva.

«El número de gente que vive sola, en términos proporcionales, es el más alto de la historia humana»

P.- Respecto a la meditación y a su educación en la escuela… ¿cómo imaginaría un sistema educativo que promueva la solitud sin estigmatizar la soledad?

R.- Creo que hay que educarse en la reflexión sobre uno mismo, en saber estar solo, aislarse del ruido externo. Pascal decía que muchos de los problemas del mundo se derivan del hecho de no saber estar solo en una habitación. Es decir, que también hay que aprender a estar solo. Quiero decir que la soledad se ve como algo negativo, pero no tiene por qué serlo. Primero, hay una parte radical. En muchas situaciones estamos solos, como nos han enseñado tantos filósofos: ante la muerte, ante la vida, ante muchas decisiones que tomamos. Hoy en día, los jóvenes son los que se sienten más solos, más incluso que los mayores. Y luego hay gente, sobre todo se está viendo entre mujeres, que busca la soledad voluntariamente. El número de gente que vive sola, en términos proporcionales, es el más alto de la historia humana. Nunca ha habido tanta gente viviendo sola en el mundo.

P.- La demanda de atención en salud mental se ha disparado en muchas comunidades desde la pandemia. ¿En qué medida cree que esa crisis de salud mental y los casos crecientes de ansiedad o depresión reflejan una soledad colectiva no deseada?

R.- Tiene mucho que ver. Creo que la soledad no es una enfermedad, ni se puede hablar de una «pandemia de soledad», pero la soledad muchas veces provoca enfermedades mentales, incluso no mentales. Eso se ve, por ejemplo, en Japón. Hay jóvenes que se encierran y no quieren salir. Eso se percibe muy claramente entre los jóvenes y los adolescentes, que son curiosamente los más conectados y al mismo tiempo los que más solos se sienten. Eso provoca, yo creo, fenómenos como los que hay en algunos países, de crecimiento de suicidios o de las depresiones. Todo eso tiene mucho que ver con la soledad, aunque no sea la única causa. Estos casos, con la pandemia, creo que crecieron, y a lo mejor con el trabajo online, donde la gente deja de verse, eso incrementó. Pienso que tener algún día de trabajo a distancia es útil, pero todos los días merma tu capacidad de relación y de trabajo, porque es muy bueno preguntar a alguien que tienes al lado en la oficina.

«El problema no son solo los ‘smartphones’, es también la manera de usarlos. No hablamos ya ni por teléfono»

P.- Ahora que la salud mental está más presente en el debate público, ¿cree que ha cambiado la percepción social de la soledad? ¿Se la ve más como algo inevitable, como algo a «curar», o como parte de la vida que puede tener valor?

R.- Pienso que se habla mucho más porque es mucho más soberano. Es un fenómeno. Ha existido siempre, pero nunca ha estado tan elevada en casi todas las sociedades del mundo. Eso se puede fechar desde el principio de los años 2000. Es decir, llevamos relativamente poco tiempo, pero la soledad ha aumentado muchísimo. He visto algunos gráficos muy claros donde se ve cómo en 1930 empleábamos más tiempo con la familia y los amigos, y ese número ha bajado muchísimo. Ahora es con los aparatos digitales y en un estado online. El problema no son solo los smartphones, es también la propia manera de usarlos. No solo que no hablamos presencialmente, sino que no hablamos ya ni por teléfono. Nos escribimos, nos mandamos stickers o fotos, pero no hablamos propiamente, no hay conversación.

P.- En su ensayo habla de máquinas empáticas que pretenden aliviar la soledad. ¿Qué piensa de que la inteligencia artificial medie relaciones humanas o que simule compañía? ¿Puede esa tecnología restaurar la solitud o siempre será un sucedáneo?

R.- Creo que será un sucedáneo, pero puede ser un sucedáneo útil. Por ejemplo, si deja de haber suficientes cuidadores de gente mayor o gente enferma y les hace compañía. Esto empezó con PARO [Personal Assistant Robot], una foca bebé, japonesa, que se les daba a los enfermos de Alzheimer en varios centros hospitalarios y les servía de compañía. Cada vez hay más robots que hacen compañía y que mejoran porque son capaces de detectar la empatía, aunque ellos no sientan nada. Si carecemos de ayuda humana suficiente las máquinas empáticas son un sucedáneo útil.

«Hace falta tiempo y espacio para aprender a estar con uno mismo»

P.- En el ensayo de alguna manera plantea que el exceso de productividad y el tiempo acelerado de nuestra época niegan la solitud. ¿Podríamos hablar de una «crisis de tiempo» más que de una «crisis de soledad»?

R.- No, yo creo que las dos cosas van unidas, y que las causas que provocan más soledad son también las causas que provocan menos solitud. Efectivamente hay un problema de tiempo y también de espacios. La solitud requiere sus espacios. Hace falta tiempo y espacio para aprender a estar con uno mismo.

P.- ¿Cree que existe el riesgo de idealizar la solitud?

R.- Está claro que, si uno exagera en su ejercicio de la solitud, se vuelve egoísta y deja de salir a contemplar y a hablar y a conversar y a intercambiar con el otro. Creo que puede ser muy útil, como he mencionado, el ejercicio de mindfulness o la meditación cuando uno está con un problema o en el trabajo. Creo que es sano dejar un rato para la reflexión sobre otra cosa y volver a lo que estamos. Todo lo que estoy diciendo pienso que es muy útil, pero también creo mucho en la inteligencia, ya no la artificial, sino la colectiva. Pienso que en muchas cosas es necesario trabajar juntos, si no, no hay progreso, no hay avances.

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