Robert Redford o cuando nos iba la vida en el cine
«Me acompañó durante años y fue uno de los ‘amigos’ que más contribuyó a forjar la brumosa tierra natal de mi alma»

Robert Redford en 'Todos los hombres del presidente', dirigida por Alan J. Pakula. | Cover Images
Con el paso de los años me he dado cuenta de que lo que más me importa a la hora de decidir si quiero ver una película es si estoy dispuesto a pasar dos horas (o más hoy día, porque las películas se han hecho excesiva e innecesariamente largas, en parte quizás porque el saber de cómo contar una historia bien, incluyendo cómo y cuando acabarla, ya no está tan extendido) en compañía de determinado actor o actriz, sea cual sea la película y el papel que le han tocado.
En realidad esto no es nada original ni nuevo. En España y otros lugares ya existe la expresión «otra de Robert Redford» u «otra del Oeste» para referirse a otra película de un actor o de determinado género, por ejemplo, que conlleva implícita la prioridad que se le otorga al actor o al género de película por parte del hablante.
En menor medida la decisión la condiciona el director. Tengo para mí que ver una película consiste principalmente en acompañar a un actor particular (el protagonista), en pasar un tiempo a su lado, sin importar mucho lo que haga esta persona o el papel que interpreta en la película, o sin importármelo mucho a mí, por lo menos.
En realidad, aplico a las películas la misma norma que rige la vida o mi vida: procuro buscar la compañía de personas que me agradan. Pasar el tiempo con personas antipáticas, por mucho que a veces sea inevitable en ciertas circunstancias, es algo que trato de evitar, tanto en la vida como en el cine.
Es por ello que no me interesan las películas que indagan en la maldad de las personas o exploran los porqués de un comportamiento malvado. Me dejan completamente indiferente o me producen directamente rechazo películas como la reciente Joker y secuelas, por ejemplo, o La naranja mecánica de Stanley Kubrick.
Amistad
Pero, bueno, sea como fuere, todo este preámbulo en realidad viene a cuento, espero, para explicar y explicarme a mí la gran pérdida personal que nos ha supuesto a muchos cinéfilos el fallecimiento de Robert Redford. No creo exagerar cuando digo que es como si se hubiera muerto un muy buen amigo, algo que en cierta medida Robert Redford lo fue para mí y muchos de mis compañeros, pese a que no lo conociéramos nunca en persona, aparte de a través de la gran pantalla.
Fue una amistad de la que él más bien no era consciente, es decir, no había reciprocidad. Una amistad frustrada si se quiere, por la falta de coincidencia de las dimensiones en las que nos movíamos Robert Redford y yo, por decirlo en los mismos términos que empleó Javier Marías para explicar su primer enamoramiento platónico con la actriz Ann-Margret. Pero fue una amistad al fin y al cabo.
Robert Redford y yo sí coincidimos en el tiempo. Él llegó a las pantallas en los años 60, cuando yo entré en la sala de cine por primera vez y su apogeo se produjo en los años setenta cuando yo era adolescente. Su irrupción en Hollywood coincidió con cambios profundos en la industria y el mundo. El studio system estaba cambiando al verse estética, comercial y hasta tecnológicamente adelantado por otros países, en gran medida porque Hollywood se negaba a afrontar el hecho de que tanto su público semanal como la cultura estaban cambiando de forma vertiginosa y persistía en producir un tipo de película que era más acorde con las convenciones estilísticas de los años 40 y 50.
Los valores estaban cambiando, la censura del cine estadounidense se abolió en 1968 y Robert Redford fue uno de los actores que llegó a encarnar y representar otra manera de ver y estar en el mundo, más en sintonía con la contracultura de los años 60, la resistencia a la guerra de Vietnam y la corrupción de la clase política y una creciente desconfianza en los gobiernos, los políticos y lo que por aquel entonces se llamaba «el sistema”, hasta desembocar en una paranoia no del todo fuera de lugar de la que acabó haciéndose eco el cine.
Obras maestras
Después de muchísimas series de televisión y unos primeros largometrajes más bien convencionales, Redford empezó a despuntar como actor en La rebelde con Natalie Wood (Inside Daisy Clover, 1965), La jauría humana de Sam Spiegel con Marlon Brando y Jane Fonda (The Chase, 1966) y en la primera de una larga serie de colaboraciones con Sydney Pollack como director, Propiedad condenada (This Property is Condemned, 1966), también con Natalie Wood, antes de despegar a partir del año siguiente con las películas por las que todavía se le recuerda hoy día: Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, 1967), una comedia con guion de Neil Simon, que contiene la inolvidable frase que la recién casada Jane Fonda le suelta a su nuevo marido Redford al llegar a su hotel neoyorquino para su luna de miel: «Paul, if the honeymoon doesn’t work out, let’s not get divorced – let’s kill each other!» («Paul, si la luna de miel no funciona, no nos divorciemos – ¡matémonos el uno al otro!»), a lo que el personaje de Redford contesta: «Let’s have one of the maids do it; I hear the service here is wonderful» («Que lo haga una de las camareras; tengo entendido que el servicio de este hotel es maravilloso»).
La obra maestra que es Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and The Sundance Kid, 1969), que no ha perdido nada de la revolucionaria frescura de una película del Oeste muy sui generis (los aficionados de John Wayne o Gary Cooper seguro que la detestan, pero es precisamente a este tipo de héroe que Redford y Paul Newman suplantan); la magnífica y muy original Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972); la demasiado sensiblera Tal como éramos con Barbara Streisand (The Way We Were, 1973); la fantástica El golpe (The Sting, 1973), de nuevo con Paul Newman cuando ya eran buenos amigos; el espléndido thriller político Los tres días del Cóndor (The Three Days of the Condor, 1975); y la deslumbrante Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), otro gran thriller, de investigación periodística, una obra maestra que no ha perdido nada de su vigor ni de su actualidad hoy día.
Robert Redford era un gran actor: inteligente, demasiado guapo para su gusto (se dio cuenta muy pronto que esto obnubilaba sus dotes de interpretación), atlético, con sentido de humor y capacidad para ironizar sobre sí mismo, además de una personalidad atractiva que tenía el don de resultar profundamente elocuente sin necesidad de proferir palabra alguna. Fue también uno de los hombres más elegantes que he conocido en mi vida, pese a forjar su estilo en una época, los años setenta, no precisamente conocida por haber alcanzado excelencias sartoriales.
Fue uno de mis mejores amigos, que me acompañó a lo largo de mi adolescencia, juventud y edad adulta cuando los que íbamos al cine lo hacíamos con un afán y una necesidad absolutamente vital que sólo mi generación y anteriores entenderían hoy día, y uno de los que más contribuyó a forjar la brumosa tierra natal de mi alma y mi persona.
«Has llegado lejos, peregrino», le dice el personaje de Will Geer a Jeremiah Johnson/Redford hacia el final de la película. «Se me hace lejos, sí», contesta él. Y, efectivamente, Robert Redford llegó y nos llevó muy lejos.